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Transcribo, con ocasión del tiempo litúrgico en el que nos adentramos hoy, algunos fragmentos de las memorias de la hermana Lucia. En la obra se narran los acontecimientos de Fátima, según la pluma directa de Sor Lucia. Al principio, habla la autora acerca de su prima Jacinta Marto, que en el momento de las apariciones contaba solamente con diez primaveras. Sorprende su vida siendo una niña tan pequeña.

Jugando a las prendas, se da esta situación que refiere Lucia:

“Como ya dije, uno de sus juegos favoritos era el de las prendas. […] el que gana manda al que pierde hacer la cosa que le parezca. […] Un día que jugábamos en casa de mi padre, me tocó a mi mandarle a ella. Mi hermano estaba sentado junto a la mesa escribiendo. Le mandé que le diera un abrazo y un beso, pero ella respondió:

  • ¡Eso no! Mándame otra cosa. ¿Por qué no me mandas besar aquel Cristo que está allí? (Era un crucifijo que estaba colgado de la pared).
  • Pues sí – le respondí -, sube encima de una silla; tráelo aquí, y de rodillas le das tres abrazos y tres besos: uno por Francisco, otro por mí y otro por ti.
  • A nuestro Señor le doy todos los que quieras. – Y corrió a buscar el crucifijo. Lo besó y lo abrazó con tanta devoción, que nunca más me olvidé de aquello. Después, mira con atención al Señor y pregunta:
  • ¿Por qué está Nuestro Señor, así clavado en la cruz?
  • Porque murió por nosotros.
  • Cuéntame cómo fue.

[…] Al oír contar los sufrimientos de Nuestro Señor, la pequeña se enterneció y lloró. Muchas veces, después, me pedía repetírsela. Entonces lloraba con pena y decía:

  • ¡Pobrecito Nuestro Señor! Yo no debo cometer ningún pecado. No quiero que Nuestro Señor sufra más.”

 

En otra ocasión, con los rebaños…

“A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos, sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche, traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen. Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.

  • Jacinta, ¿para qué vas ahí en medio del rebaño? – pregunté.
  • Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una en los hombros”

 

Solo en estas dos anécdotas nos podemos hacer una idea de cómo era Jacinta Marto y el dulce amor de niña que le profesaba a Nuestro Señor. Pero todavía se acrecentaría más tras las apariciones de la Virgen, donde ya solo le obsesionaba una idea: sufrir por la conversión de los pobres pecadores, para que se salvaran de ir al infierno. Así, se daban situaciones como estas…

“Cuando llegamos ese día con nuestras ovejas al lugar escogido para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra.

  • Jacinta ven a jugar.
  • Hoy no quiero jugar.
  • ¿Por qué no quieres jugar?
  • Porque estoy pensando que aquella Señora nos dijo que rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora, cuando recemos el Rosario, tenemos que rezar las Avemarías y el Padrenuestro entero[1]. ¿Y qué sacrificios podemos hacer?

Francisco pensó enseguida en un sacrificio:

  • Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el sacrificio de no comer.

En poco tiempo, habíamos repartido nuestro zurrón entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno

más riguroso que el de los más austeros cartujos.

[…]

Jacinta tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos niños, hijos de una familia de Moita, que pedían de puerta en puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas. Jacinta, cuando los vio, nos dijo:

  • ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores?

Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre. Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante verdes, sin embargo le dije que podíamos comer de ellas. Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso manjar. Jacinta, tomó esto por uno de sus sacrificios habituales; cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos.

Le dije un día:

  • Jacinta, no comas eso, que amarga mucho.
  • Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores.

No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a los niños nuestra comida, siempre que los encontrásemos y las pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos, corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta satisfacción como si no nos hiciese falta. Nuestro sustento era entonces; piñones, raíces de campánulas, moras, hongos y unas cosas que cogíamos de las raíces de los pinos, que no recuerdo como se llamaban, y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de nuestros padres.

Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, ofreció a mi madre uno de nuestros vecinos un campo donde apacentar nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo. La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se resistía más.

Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que bebiese:

  • No quiero – respondió.
  • ¿Por qué?
  • Quiero sufrir por la conversión de los pecadores.
  • Bebe tú, Jacinta.
  • ¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores!

Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, ara que la bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña. El calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural:

  • Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto la cabeza!

Entonces Francisco le preguntó:

  • ¿No quieres sufrir esto por los pecadores?
  • Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando la cabeza entre las manos.”

 

Qué hermosa rigidez la de Jacinta, en el amor a Dios y al prójimo. Que podamos imitar las virtudes de esta pequeña santa, modelo de santidad y ejemplo paradigmático de lo que implica el Amor. Que la pequeña Jacinta nos guíe y nos dé fuerzas para este duro combate espiritual que inicia especialmente en este tiempo, para que –como ella- podamos comprender cuál es el verdadero camino del Amor a Dios y al prójimo. Y para que no nos suceda aquella advertencia de Nuestro Señor:

“Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?». Entonces yo les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad»[2].

Buena cuaresma, hermanos.

 

[1] Antes hacían trampas acortando ambas oraciones para ir más rápido.

[2] Mt 7, 22-23.

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Comentarios 3

  1. Noemí Gutiérrez García dice:

    Gracias por el retiro.

  2. Vivian GILHAUS dice:

    Muchas gracias por tanto bendiciones.🙏🙏🙏🙏🙏💗

  3. Gloria dice:

    Gracias