Texto extraído de “El Joven Cristiano” de S Juan Bosco
Artículo 3º. — La más bella de las virtudes
Toda virtud en los niños es un precioso adorno que los hace amados de Dios y de los hombres. Pero la reina de todas las virtudes, la virtud angélica, la santa pureza, es un tesoro de tal precio, que los niños que la poseen serán semejantes a los ángeles del cielo. Erunt sicut angeli Dei, dice nuestro divino Salvador. Esta virtud es como el centro donde se reúnen y conservan todos los bienes; y si, por desgracia, se pierde, todas las virtudes están perdidas. Venerunt autem mihi omnia bona pariter cum illa, dice el Señor.
Pero esta virtud, que os hace como otros tantos ángeles del cielo, virtud muy querida por Jesús y María, es sumamente envidiada del enemigo de las almas; por lo que suele daros terribles asaltos para hacérosla perder o, a lo menos, manchar. He aquí algunos medios, que son como armas con las cuales ciertamente conseguiréis guardarla y rechazar al enemigo tentador.
El principal es la vida retirada. La pureza es un diamante de gran valor; si ponéis un tesoro a la vista de un ladrón, corréis riesgo de ser asesinados. San Gregorio Magno declara que quiere ser robado el que lleva su tesoro a la vista de todo el mundo.
Agregad a la vida retirada la frecuencia de la confesión sincera y de la comunión devota, huyendo además de los que con obras o palabras menosprecian esta virtud.
Para prevenir los asaltos del enemigo infernal acordaos de lo que dijo nuestro divino Salvador: “Este género de demonios (esto es, las tentaciones contra la pureza) no se vencen sino con el ayuno y la oración”. Con el ayuno, es decir, con la mortificación de los sentidos, poniendo freno a las malas miradas, al vicio de la gula, huyendo de la ociosidad, de la molicie y dando al cuerpo el reposo estrictamente necesario. Jesucristo, en segundo lugar, nos recomienda que acudamos a la oración, pero hecha con fe y fervor, no cesando de rezar hasta que la tentación quede vencida.
Tenéis, además, armas formidables en las jaculatorias invocando a Jesús, José y María. Decid a menudo: “Jesús mío sin pecado, rogad por mí; María, auxilio de los cristianos, no me desamparéis; Sagrado Corazón de Jesús y de María, sed la salvación del alma mía; Jesús, no quiero ofenderos más”. Conviene, además, besar el santo crucifijo, la medalla o escapulario de la Santísima Virgen y hacer la señal de la cruz. Si todas estas armas no bastaran para alejar la maligna tentación, recurrid al arma invencible de la presencia de Dios. Estamos a la merced de Dios, quien, como dueño absoluto de nuestra vida, puede hacernos morir de repente; ¿y cómo nos atreveremos a ofenderle en su misma presencia? El patriarca José, cautivo en Egipto, fue provocado a cometer una acción infame, mas al momento contestó: “¿Cómo he de cometer ese pecado en la presencia de Dios; de Dios creador, de Dios salvador; de aquel Dios que en un instante puede castigarme con la muerte?” Dios, en el acto mismo en que le ofendo, puede arrojarme para siempre en el infierno. Es imposible no vencer las tentaciones acudiendo en tales peligros a la presencia de Dios, nuestro Señor.
Artículo 4º. — Devoción a María Santísima
La devoción y el amor a María Santísima es una gran defensa, hijos míos, y un arma poderosa contra las asechanzas del demonio. Oíd la voz de esta buena Madre, que os dice; Si quis est parvulus,veniat ad me: El que es niño, que venga a mí. Ella nos asegura que si somos sus devotos, nos colocará en el número de sus hijos, nos cubrirá con su manto, nos colmará de bendiciones en este mundo, y para el otro nos asegura el paraíso. Qui elucidant me vitam aeternam habebunt. Amad, pues, a esta vuestra Madre celestial; acudid a ella de corazón, y estad ciertos de que cuantas gracias le pidáis os serán concedidas, siempre que no redunden en perjuicio de vuestras almas. Debéis, además, pedir con perseverancia tres gracias especiales, que son de absoluta necesidad para todos, pero particularmente para los jóvenes, a saber:
La primera, que os ayude para no cometer ningún pecado mortal en toda vuestra vida. Las demás gracias, sin ella, carecerían de valor.
¿Sabéis qué quiere decir caer en pecado mortal? Quiere decir renunciar al título de hijo de Dios, para ser esclavo de Satanás; perder aquella belleza que ante los ojos de Dios nos hace tan hermosos como los ángeles, para ser semejantes a los demonios; perder todos los méritos ya adquiridos para la vida eterna; quiere decir estar expuestos a ser precipitados a cada momento en el infierno; quiere decir inferir una enorme injuria a la Bondad infinita, lo cual es el mayor mal que pueda imaginarse. Aun cuando María Santísima os obtuviera muchas gracias, de nada servirían si no os consiguiera la de no caer en pecado mortal. Esto debéis implorarle mañana y tarde y en todos vuestros ejercicios de piedad.
La segunda es conservar la preciosa virtud de la pureza, de que ya os he hablado. Si conserváis intacto ese precioso tesoro, seréis semejantes a los ángeles y vuestro ángel de la guarda os mirará como hermano y se complacerá en vuestra compañía.
Y, pues mucho interesa que todos guardéis esta virtud, que tanto agrada a María Santísima, voy a indicaros algunos medios más, a fin de preservarla del veneno que la pudiera contaminar.
Ante todo, no tengáis familiaridades con personas de distinto sexo o, al menos, tratad con ellas lo menos posible. Comprendedlo bien: quiero decir que los jóvenes no deben familiarizarse con las jóvenes, si no quieren exponer su virtud a los mayores peligros.
Otro medio de los más eficaces para la conservación de la misma virtud es guardar los sentidos, particularmente el de la vista.
Debéis también absteneros de todo exceso en el comer y beber, alejaros de los teatros, de los bailes, y otras diversiones semejantes, que son la ruina de las buenas costumbres. Velad, pues, sobre vuestros ojos, que son las ventanas por donde el pecado entra en vuestros corazones, apoderándose después el demonio de vuestras almas. No os detengáis nunca a contemplar ningún objeto que sea contrario a la modestia. San Luis Gonzaga era tan delicado en este punto, que no consentía que se vieran sus pies descubiertos cuando se vestía; jamás se fijó ni aun en el rostro de su propia madre. Dos años estuvo en la Corte de España, en calidad de paje de honor, y jamás miró el rostro de la Reina.
Otro jovencito, a quien se le preguntaba por qué era tan recatado en sus miradas, respondió: «He resuelto no mirar cara de mujer alguna, para fijar por vez primera mi vista (si no soy indigno) en el bellísimo rostro de la Madre de la pureza, María Santísima.»
La tercera gracia que debéis pedir a la Inmaculada Virgen María es la de estar siempre alejados de la compañía de los que tienen conversaciones libres, es decir, que tratan de cosas que no dirían en presencia de sus padres o superiores. Alejaos de ellos, aun cuando fueran amigos o parientes vuestros; pues os aseguro que su compañía puede ser tan perjudicial a vuestras almas como la de un demonio.
De esto nace la necesidad de implorar de la Virgen Santísima la tercera gracia, que os ayudará mucho a conservar la virtud de la pureza, y es la de huir de las malas compañías. Pedidsela con frecuencia. Seréis felices, si huís de los malos. Si así lo hacéis, estad seguros de que marcháis por la senda del Paraíso; de otra manera, corréis grave riesgo de perderos para siempre. Cuando topéis con un compañero que profiere blasfemias, desprecia la Religión o procura ale- jaros del servicio de Dios, o es malhablado o inmodesto, huid de él como de la peste. Estad seguros de que cuanto más puras sean vuestras miradas y palabras, tanto más agradaréis a la Virgen María, y mayores gracias os obtendrá Ella de su divino Hijo y Redentor nuestro, Jesucristo.
Estas tres gracias son las más necesarias a vuestra edad, y bastarán para encaminaros en la senda por la cual llegaréis a ser hombres respetables en la edad madura y a obtener la gloria eterna, que María concede indudablemente a sus devotos.
¿Qué obsequio le ofreceréis para obtener estas gracias? Si podéis, rezad el santo rosario, o al menos no os olvidéis nunca de rezar cada día tres avemarías, y Gloria Patri con la jaculatoria “¡Madre querida, Virgen María, haced que yo salve el alma mía!”.
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Precioso mensage