Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse:
«En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: “Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario”.
Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: “Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme”».
Y el Señor dijo: «Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a El día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia.
Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?»
Lc 18, 1-8
En la parábola el Señor compara el tesón de una pobre viuda que, una y otra vez, solicitaba justicia ante el juez prevaricador, con la perseverancia que debemos tener cuando pedimos algo en la oración.
Se trata de la oración de súplica, por la cual peticionamos alguna gracia que esperamos de la bondad de Dios. En su espléndido comentario al Padre nuestro, que es la oración por excelencia, el modelo de toda plegaria, enseña Santo Tomás que este modo de orar ha de estar revestido de algunas cualidades ineludibles, si queremos de veras ser escuchados favorablemente por Dios. La oración deberá ser “confiada, recta, ordenada, devota y humilde”. Expliquemos sucintamente algunas de estas condiciones.
Ante todo, nuestra plegaria habrá de ser confiada, es decir que, como enseña San Agustín, la hemos de dirigir a Dios con “cierta confianza de que vamos a alcanzar lo que pedimos”. El mismo Jesucristo nos exhortó a ello al decirnos: “Cuando pidáis algo en la oración, creed que ya lo tenéis y lo conseguiréis”. Pero esta confianza que nos recomienda el mismo Hijo de Dios -el que mejor conoce al Padre a quien nuestra plegaria se dirige-, no es un voluntarismo ciego, como la fe fiducial de los protestantes, sino que se basa sólidamente en lo que sabemos acerca de Dios, tal cual Él mismo se nos ha manifestado. En efecto, la revelación nos enseña que uno de los atributos divinos es la bondad, y que la bondad de Dios se complace en difundirse entre los hombres a quienes tanto ama. Asimismo, no podemos olvidar otro de los calificativos con que nombramos a Dios, a quien no en vano lo invocamos como Todopoderoso u Omnipotente, indicando así la fuerza infinita de su poder, que todo lo que quiere lo hace. La bondad divina, conjugada con su inmenso poder, nos muestra que confiar en el otorgamiento de sus favores no constituye ningún acto de temeridad infundada, sino una actitud muy razonable y conforme con el ser de Dios.
La oración ha de ser también ordenada. Por esto quiere significarse que en nuestras peticiones a Dios hemos de atender el orden de la caridad. Debemos asegurarnos, por sobre todo, los bienes eternos, y entre ellos, antes que nada, la perseverancia final, que es condición indispensable para la felicidad del cielo. Luego hemos de pedir las virtudes y las gracias actuales que necesitamos para vivir conforme a la voluntad de Dios, incluyendo dentro de este pedido el rechazo de las tentaciones y el consiguiente triunfo sobre las pasiones desordenadas.
También podemos pedir, claro está, cosas materiales, pero con tal de que su obtención sea conforme a la voluntad de Dios y, sobre todo, constituya un verdadero bien para nosotros. Quizás uno de los bienes materiales que más se suele pedir es el bienestar económico. Ello no siempre será conveniente ya que, como el mismo Jesucristo nos enseña en el Evangelio, con frecuencia las riquezas son ocasión de pecado, según advertimos en la parábola del hijo pródigo. Otra de las cosas muy solicitadas es la salud. La experiencia nos enseña el poder santificador de la enfermedad y del dolor que muchas veces nos acercan a Dios y producen la conversión del alma. No deja de ser elocuente el ejemplo de San Ignacio de Loyola, hombre dado a las vanidades del mundo, que en una larga y penosa convalecencia encontró el camino de la conversión, llegando a ser el santo que la Iglesia venera. Por eso cuando en la oración pedimos algo material, siempre ha de ser con la condición implícita de que ello sea conforme al plan divino y de que aceptemos plenamente, con santa indiferencia, que el Señor difiera o niegue lo que pedimos.
Pero la oración ha de ser sobre todo perseverante y esto es lo que principalmente quiere mostramos la parábola de hoy. La perseverancia es el hábito que vigoriza la voluntad para que no abandone el camino del bien, en este caso, de la oración. Antídoto contra el cansancio y la rutina espirituales que pueden esterilizar las mejores intenciones, nos ayuda a permanecer inquebrantablemente en el esfuerzo emprendido uno y otro día, sin desfallecer jamás.
Considerando esta virtud, es lícito que nos preguntemos cuál es la causa del retardo divino que hace necesaria la perseverancia. ¿Acaso no hemos dicho que Dios es Bueno y Todopoderoso? ¿Por qué, entonces, nos hace esperar? Ciertamente que es Bueno y Omnipotente. La demora que a veces debemos soportar no se debe a alguna imperfección divina sino a nuestro propio bien espiritual. Insistiendo en la oración, encontramos un motivo para prolongar nuestro trato con el Señor, para hacer asidua nuestra relación amistosa con Él y, en definitiva, para que ya en el acto mismo de pedir, y aun antes de concedida la gracia, comencemos a experimentar los efectos santificadores de la bondad divina porque, como bien enseña Santo Tomás, “la oración nos hace por sí misma amigos de Dios”.
Otra razón que podemos descubrir en esta pausa que a veces se nos impone es el deseo que Dios tiene de que sepamos valorar debidamente lo que solicitamos. Refiriéndose a este tema, decía San Agustín: “Difiere darte lo que quiere darte, para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido”. Por último, también hemos de tener en cuenta que en algunos casos Dios nos hace esperar siempre, sin concedemos nunca lo que pedimos, no porque no nos oiga, como fácilmente suponemos, sino porque lo que pedimos no nos conviene, sea porque nos facilitará algún mal, sea porque impedirá la consecución de algún bien mayor que Él tiene dispuesto para nosotros. “Vosotros no tenéis porque no pedís. O bien, pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones”, dice el apóstol Santiago.
Cuando recordábamos poco antes qué cosas debemos pedir, pusimos ante todo los bienes espirituales. Un lugar preponderante entre ellos lo ocupa la fe, a que se refiere el Señor al cerrar el texto de hoy: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Profecía tremenda, que nos ubica frente al misterio magnífico y terrible de la Parusía, la segunda venida de Cristo, que esperamos ansiosos para que se haga patente el triunfo total y absoluto del misterio pascual sobre todos los enemigos de la Cruz. En el Apocalipsis, San Juan nos adelanta que una de las características de los últimos tiempos será la apostasía generalizada. Sometidos a las terribles presiones del poder del Anticristo y sus secuaces, muchos hombres perderán la fe, abandonando al verdadero Dios. Pero junto a este desolador panorama espiritual, debemos recordar las esperanzadoras palabras de Jesucristo, que aseguran su asistencia permanente a la Iglesia: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”, “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Habrá entonces grandes peligros para la fidelidad, pero el Señor acompañará con su gracia a los que sepan resistir hasta el fin en medio de los adversarios. Comprendemos ahora muy bien por qué en el evangelio de hoy se nos habla de las pruebas que sufrirá la fe, al mismo tiempo que se nos recomienda orar sin interrupción. La plegaria perseverante, que golpea el corazón de nuestro Padre, una y otra vez, nos va a asegurar la gracia para “permanecer fieles a la doctrina”, como hemos escuchado en la segunda lectura. No se trata, pues, de una mera recomendación para mejorar nuestra vida espiritual, sino de una verdadera necesidad para llegar a la unión con Dios.
Como enseña San Alfonso María de Ligorio: “El que reza se salva, y el que no se condena”.
Vamos ahora a continuar la Santa Misa que traerá en medio de nosotros al que es “ayer, hoy y siempre”, al que no se retira, no se acobarda ni flaquea, presa del cansancio, porque como Dios que es, está siempre y constantemente presente en todas las cosas y en todas las almas. Le vamos a pedir al Señor que nos mantenga inquebrantablemente unidos a Él, sin desfallecer ni claudicar, para que de esta vida terrenal, donde lo seguimos en la obscuridad de la fe, nos lleve a la gloria celestial, donde lo veremos cara a cara, tal cual es, y seremos felices para siempre.
ALFREDO SÁENZ, S.J.
Comentarios 4
Gracias, por la excelente enseñanza de oración de súplica. Dios le bendiga.
GRACIAS por seguir animándonos e instruyéndonos con reflexiones completisimas como la del Padre Alfredo. Responde perfectamente a cada una de nuestras interrogantes, en este camino que escogimos, por Gracia de Dios, transitar un día, donde van surgiendo a medida que avanzamos (o retrocedemos), especialmente en tiempos de cansancio o desaliento, arideces, en un clima donde el desorden impera y el mundo exagera la confusión. Así es como en este trayecto, vamos topándonos y tropezándonos con cadáveres desertores, animados por el espejismo que el desierto les brindó y algunos pocos, sedientos por saciarnos, en el abismo de la Misericordia de Dios, guiados sólo por el perfume exquisito de la Fe y del Amor de nuestro Rey y Señor. Duc in Altum!🙏🏻❤️🔥🔥🔥
Gracias 🙏
Danos la gracia Señor de estar en oración en todo momento 🙏❤️