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Toda nuestra naturaleza humana es la que entra en ese movimiento de transformación en Cristo Jesús, cuya influencia se extiende, primero, sobre el alma y, por ella, hasta la sensibilidad. En contacto con la carne de Cristo, el hombre se hace un ser puro. Las pasiones animales no dominan ya su vida: él se eleva por encima de la carne y de sus instintos groseros. El Cristo Virgen le enseña a “vivir en la carne por sobre la carne”. Multitudes de jóvenes de ambos sexos crecen en la pureza: su corazón permanece intacto. Llevan a Dios en su cuerpo como en un templo vivo de la Trinidad. Se conservan vírgenes para Cristo. ¡Cuántas confidencias hechas al sacerdote, procedentes de los medios más diversos, le proporcionan la certeza cuasi experimental de que la pureza en el mundo, como en el claustro, es un milagro de la Hostia! Esta armonía de las potencias inferiores en un ser de pecado, esta paz tranquila de la sensibilidad, es una victoria de la gracia redentora de Cristo y como un retorno del hombre al estado de inocencia. Tiene, pues, razón la Iglesia de indicar a los cristianos la comunión como salvaguardia principal de la castidad. El Cristo de la Eucaristía posee el don de virginizar las almas y de devolverles, si la hubiesen perdido, la pureza de los santos. El ser manchado, pero arrepentido, que se acerca con humildad y amor, al Cristo de Magdalena, siente que en él se secan las fuentes del pecado. El amor de Cristo lo eleva hasta su pureza divina. En la Hostia las almas vírgenes beben la fuerza para conservarse “en la unidad”[1] con Cristo. El sacerdote, sobre todo, cada mañana, en su contacto con Cristo encuentra el secreto de un sacerdocio inmaculado. La pureza de las almas es el triunfo de la Hostia.

Un segundo efecto, más maravilloso aún, aunque más lejano, deriva de comulgar con la carne de Cristo. El paso de la Hostia deposita en nuestro cuerpo mortal un germen de inmortalidad. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, posee la vida eterna y Yo le resucitaré en el último día”[2]. El alma, primero, es alcanzada en su fondo sustancial, en la raíz misma de su ser, por esta obra de divinización y de transformación en Cristo, participa el cuerpo en ello por redundancia.

En la tierra la grandeza de nuestra filiación divina permanece aún oculta, pero cuando “Cristo, nuestra vida, aparezca en el esplendor de su majestad, entonces nosotros también apareceremos con Él en gloria”[3]. San Pablo nos lo revela: “El Señor Jesús transformará nuestro cuerpo, vil y abyecto, haciéndolo conforme a su cuerpo glorioso”[4]. Cuanto más fervor tenga nuestra alma en sus comuniones eucarísticas, tanto más resplandecerá en nuestra propia carne el germen de inmortalidad depositado en nosotros por el contacto del Verbo, en la hora suprema de nuestra gloriosa transformación, en cuerpo y alma, en la imagen de Cristo.

La carne de Cristo nos es dada en la Hostia bajo forma de víctima inmolada, y la sangre de Cristo que vamos a beber es otra vez derramada –sacramentalmente– “para la remisión de un gran número”. La obra purificadora y redentora del Crucificado continúa: el Verbo encarnado viene al pecador, no sólo a virginizar su carne, sino –más aún– a virginizar su alma y a concederle que comulgue con su pureza de Cristo. Él obra una purificación, a veces total, de las faltas pasadas, de la pena debida a los extravíos y aun de las tendencias viciosas o malsanas que persisten en todo ser humano después de su pecado.

¿Cómo escapar, en medio de las luchas de la vida, de esos inevitables desfallecimientos de detalle que acaecen a pesar nuestro a causa de nuestra fragilidad? Las múltiples inclinaciones, que sin cesar renacen, de nuestro amor propio, de nuestra sensibilidad desordenada, de nuestro temperamento, las mil ocasiones de caída que sorpresivamente se nos atraviesan en nuestra existencia moderna, siempre sobrecargada, la perenne dispersión a la que nos empujan nuestras actividades profesionales y sociales, el agotamiento, la anemia espiritual, que nos acechan si no sabemos hacer que todo vuelva a la unidad por el amor; todo este lote de disipación cotidiana que nos desvía del pensamiento único de Dios, encuentra maravilloso remedio en la comunión de cada día. Distraída a causa de sus múltiples ocupaciones y preocupaciones, paralizada en su vuelo hacia Dios por ataduras indiscretas o culpables, o simplemente abatida por la tentación, el alma vuelve a encontrar, en la unión con Cristo, la fuerza libertadora que le permite evadirse de ese laberinto de imperfecciones veniales. De ningún modo consentiría en una falta mortal; mas, la seducción de las creaturas detiene una mirada que nunca debiera desviarse de Dios: ella se atrasa en el camino. Pues, con el pecado venial no se reniega de Dios, él es una detención, un retardo en la subida de las almas hacia la Trinidad. El hombre no es totalmente de Cristo, a pesar de las protestas de sus labios. Pues, ¿quién osaría gloriarse de poder ofrecer a Dios esa perfección absoluta que no encontró Él en la tierra sino en el alma de la Virgen o de Cristo? Los santos mismos caen en esas faltas de fragilidad de las cuales Teresa de Lisieux decía con exquisito encanto “que no causan pena al buen Dios”. Las sufre su voluntad, pero el alma no las acepta… Antes morir que consentir ni el menor pecado venial[5].

Que el alma culpable, que se haya dejado arrastrar en pos de pecados veniales deliberados, no desespere de reconquistar la pureza perfecta si comulga con Cristo, siempre que sea con un sincero arrepentimiento y un amor en adelante fiel. Sumergida en la sangre de Cristo, el alma es purificada de todas sus manchas, librada hasta de las penas debidas por sus pecados pasados en la medida del fervor actual de su amor por Cristo. Por lo menos en el instante de la comunión deberíamos ser santos.

La Iglesia lo enseña: la Eucaristía es el remedio por excelencia para nuestras faltas cotidianas, para esas menudas cobardías de detalle que no matan en nosotros la vida de la gracia, pero que la disminuyen, haciéndonos correr el riesgo de verla desaparecer, bajo la invasión de las malas disposiciones, por un deslizamiento insensible hacia el mal. La comunión fervorosa es como el impulso del acelerador que lleva el alma hacia Dios. Arrancándose de repente de esos perpetuos repliegues de un egoísmo secreto y persistente, fija el hombre su vida en Cristo en un ardiente olvido de todo el resto. “Desde que encontré a Jesucristo, decía el Padre Lacordaire, nada me ha parecido tan bello como para mirarlo concupiscentemente”. Así la Comunión es el medio más poderoso para apartar el alma de todo mal, mantener en ella el fervor y conducirla a la más heroica santidad.

Nuestra fragilidad de pobres “pecadores” que encuentra en la sangre de Cristo una fuente de purificación para las inevitables faltas cotidianas, bebe en ella una fortaleza de ánimo incomparable para combates de la vida. La tradición cristiana no se cansa de comparar los efectos de la comunión en el alma a los del alimento en el orden corporal. Todo el discurso de Jesús sobre el “Pan de vida” nos invita a orientar nuestras reflexiones en este sentido: “Yo soy el pan vivo descendido del cielo”. “Quien comiere de este pan vivirá eternamente”[6]. La carne del Hijo del hombre viene a “reparar” nuestras fuerzas desfallecientes, a “sostenerlas”, a “aumentarlas”, a traernos el gozo de Cristo. El pan eucarístico “restaura” al alma en su vigor espiritual, la hace “crecer” en la unión a Cristo y en la práctica de todas las virtudes, teologales y cardinales, desempeña el papel de viático que la “sustenta” en su marcha hacia Dios, como el profeta Elías, milagrosamente fortificado en el desierto por un alimento preparado por Dios, marchó durante cuarenta días y cuarenta noches en dirección al monte Horeb, donde le esperaba la visión del Eterno[7]. La Hostia es ese pan “de cada día” que fortifica al hombre y lo sostiene en todas las dificultades de su existencia. El cristiano no lucha solo en la vida: va hacia Dios, apoyado en su Cristo.

El simbolismo sacrifical de la Eucaristía nos invita a acercarnos al Cristo del altar como al Cristo en cruz. Este sacramento es un sacrificio: vamos a comulgar con un Crucificado. Tal es el sentido profundo de la comunión eucarística: la unión a Cristo del Calvario en el acto mismo de su oblación a su Padre por nuestra redención. El Bautismo y los otros sacramentos nos hacen participar en beneficios de la Pasión de Cristo, la Eucaristía consuma nuestra unión con el Crucificado[8]. De ahí su eficacia excepcional para desarrollar, en las almas cristianas, el espíritu de sacrificio, quinta esencia del Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que tome su cruz todos los días y que Me siga”[9].

Un alma permanece superficial mientras no ha sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades divinas donde no penetran, por afinidad, sino las almas crucificadas: la auténtica santidad se consuma siempre en la cruz. Muchos cristianos se quejan de la tibieza de sus comuniones, del poco fruto que obtienen de ese contacto con Cristo. Olvidan que la verdadera preparación a la Comunión no se reduce a simples actos de fervor que en vano intentan provocar algunos momentos antes de acercarse a la sagrada mesa. Es preciso comulgar efectivamente en los sufrimientos de Jesús para entrar en su misterio de Cristo. He aquí el secreto de una vida de amor en comunión con Cristo: ser hostia con la Hostia, contribuir con su propia gota de sangre, cada mañana, para el cáliz de la Redención.

* De Marie Michel Philipon O.P., en “Los Sacramentos en la vida cristiana”, Ed. Plantin, Bs.As. 1950.

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[1] II Corintios XI, 2.

[2] Juan VI, 55.

[3] Colosenses III, 4

[4] Filipenses III, 21

[5] A propósito de los efectos de la Eucaristía es, precisamente, cuando Santo Tomás, que fue a la vez un gran doctor y un gran santo, enseña que en la tierra las almas aun más perfectas no pueden escapar totalmente a las faltas veniales indeliberadas. “Eso no quiere decir que no haya horas en las cuales los santos no estén exentos de toda falta leve, sino que los santos mismos no pueden atravesar su existencia sin pecado venial” (III q. 79, art.4 ad 2)

[6] Juan VI, 51 y 52.

[7] III Reyes XIX, 8.

[8] “La Eucaristía -escribe Santo Tomás- es el sacramento de la Pasión de Cristo en el sentido que el hombre es consumado en su unión a Cristo Crucificado” (III q. 73, art. 3, ad 3).

[9] Lucas IX, 23.

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Comentarios 1

  1. Oscar Ortiz dice:

    Personalmente considero que nuestra humana necesaria transformaciom EN CRISTO JESÚS, depende no sólo de mi deseo y búsqueda continúa de esa real ptonta y necesaria trabsformacion. Sino también de las guías espirituales, NECESARIAS Y SUFICIENTES, para que esa nuestra trasformación como humanos y sociedad sea una realidad en TODA NUESTRA VIDA Y SOCIEDAD. Por eso y mucho más concluyo que:
    1. Estoy MUY AGRADECIDO por la SABIA ORIENTACION Y PRONTA AYUDA de todos los sacerdotes de Voz Catolica. Dios los bendiga y de larga vida para que muchos reciban sus SABIAS Y NECESARIAS ENSEÑANZAS.
    2. Mi experiencia de vida, durante mis 78 años de vida me ha enseñado y evidenciado que TODOS desde la posición en que Dios nos ha puesto debemos trabajar, con la ayuda de Dios, en la transformación de nuestra sociedad humana para que no esté tan alejada de Dios reflejándose en , por ejemplo, la codicia, falta de bondad, esclavitud y mucho más. Una sociedad así no tiene futuro.

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