«Subió también José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de Betlehem, porque él era de la casa y linaje de David…» (Lc. II, 4).
Un día –apenas había el viento del cielo inflado en el mar infinito las velas de oro del bajel de la aurora– David, anciano, descendió por las gradas de su alcázar, entre leones de mármol, sonriente, augusto, apoyado en el hombro de rosa de la sunamita, la rubia Abisag, que desde hacía dos noches, con su cándida y suprema virginidad, calentaba el lecho real del soberano poeta.
Sadoc, el sacerdote, que se dirigía al templo, se preguntó: ¿Adónde irá el amado señor?
Adonías, el ambicioso, de lejos, tras una arboleda, frunció el ceño, al ver al rey y a la niña, al frescor del día, encaminarse a un campo cercano, donde abundaban los lirios, las azucenas y las rosas.
Natán, profeta, que también les divisó, inclinóse profundamente, y bendijo a Jehová, extendiendo los brazos de un modo sacerdotal.
Reihí, Semeí y Banaías, hijo de Joíada, se postraron y dijeron: –¡Gloria al ungido; luz y paz al sagrado pastor!
David y Abisag penetraron a un soto, que pudiera ser un jardín, y en donde se oían arrullos de palomas, bajo los boscajes.
Era la victoria de la primavera. La tierra y el cielo se juntaban en una dulce y luminosa unión. Arriba el sol, esplendoroso y triunfal; abajo el despertamiento del mundo, la melodiosa fronda, el perfume, los himnos del bosque, las algaradas jocundas de los pájaros, la diana universal, la gloriosa armonía de la naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en los ojos de su señor. ¿Meditaba quizá en algún salmo, el omnipotente príncipe del arpa? Se detuvieron.
Luego, penetró David al fondo de un boscaje, y retornó con una rama en la diestra.
–¡Oh mi sunamita! –exclamó. –Plantemos hoy, bajo la mirada del eterno Dios, el árbol del infinito bien, cuya flor es la rosa mística del amor inmortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y sublime. Nosotros le sembramos; tú, la inmaculada esposa del profeta viejo; yo, el que triunfé de Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la muerte con tu juventud.
Abisag le escuchaba como en un sueño, como en un éxtasis amorosamente místico; y el resplandor del día naciente confundía el oro de la cabellera de la virgen con la plata copiosa y luenga de la barba blanca.
Plantaron aquella rama, que llegó a ser un árbol frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey Herodes, el carpintero José, hijo de Jacob, hijo de Mathán, hijo de Eleazar, hijo de Eliud, hijo de Akim, yendo un día al campo, cortó del árbol del santo rey lírico la vara que floreció en el templo, cuando los desposorios con María, la estrella, la perla de Dios, la Madre de Jesús, el Cristo.
* En «Cuentos completos», Editorial Fondo de Cultura Económica, México – Buenos Aires, 1ª edición, 1950, p. 155.