Alcanzar el verdadero amor de Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio

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Para alcanzar el verdadero amor de Jesucristo menester es emplear los medios a ello conducentes. He aquí lo que nos enseña Santo Tomás de Aquino:

1.° Tener continua memoria de los beneficios de Dios, tanto particulares como generales.

2.° Considerar la infinita bondad de Dios, que a cada instante nos tiene presentes para colmarnos de favores, y, al mismo tiempo que nos está amando, reclama también en retorno nuestro amor.

3.° Evitar con diligencia cuanto le desagrade, aun lo más mínimo.

4.° Despegar el corazón de los bienes terrenos: riquezas, honores y placeres de los sentidos.

Otro modo muy excelente para alcanzar el perfecto amor de Jesucristo nos lo brinda el padre Taulero, y consiste en meditar en la sagrada pasión.

¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema [1].

Dice San Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a diario en ella si deseamos adelantar en el divino amor. Y ya antes dijo San Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua. De ahí que los santos siempre estuviesen meditando los dolores de Jesucristo. San Francisco de Asís llegó de este modo a ser un serafín. Le halló cierto día un caballero gimiendo y gritando, y, preguntada la razón, respondió: «Lloro los dolores e ignominias de mi Señor, y lo que más me hace llorar es que los hombres no se recuerdan de quien tanto padeció por ellos». Y a continuación redobló las lágrimas, hasta el extremo de que el caballero prorrumpió también en sollozos. Cuando el Santo oía balar a un corderillo o veía cualquier cosa que le renovara la memoria de los padecimientos de Cristo, se renovaban lágrimas y suspiros. En una de sus enfermedades hubo quien le insinuó que si quería le leyesen algún libro devoto, y respondió: «Mi libro es Jesús crucificado», por lo que continuamente exhortaba a sus hermanos que pensaran siempre en la pasión de Jesucristo.

Tiépolo escribe: «Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús crucificado, no se enamorará jamás».

Afectos y súplicas

¡Oh Verbo eterno!, treinta y tres años pasasteis de sudores y fatigas, disteis sangre y vida para salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos. ¿Cómo, pues, puede haber hombres que aún no os amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; tened compasión de mí. Os ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberos despreciado. Me arrepiento y os amo con toda mi alma.

Alma mía, ama a un Dios sujeto como reo por ti, a un Dios flagelado como esclavo por ti, a un Dios hecho rey de burlas por ti, a un Dios, finalmente, muerto en cruz como malhechor por ti.

Sí, Salvador y Dios mío, os amo, os amo; recordadme siempre cuanto por mí padecisteis, para que nunca me olvide de amaros.

Cordeles que atasteis a Jesús, atadme también con Él; espinas que coronasteis a Jesús, heridme de amor a Él; clavos que clavasteis a Jesús, clavadme en la cruz con Él, para que con Él viva y muera.

Sangre de Jesús, embriágame en su santo amor; muerte de Jesús, hazme morir a todo afecto terreno; pies traspasados de mi Señor, a Vos me abrazo para que me libréis del merecido infierno.

Jesús mío, en el infierno no os podré ya amar; yo quiero amaros siempre. Amado Salvador mío, salvadme, estrechadme contra vos y no permitáis que vuelva jamás a perderos.

¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de pecadores!, ayudad a un pecador que quiere amar a Dios y a vos se encomienda: por el amor que tenéis a Dios, venid en mi socorro.

Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo I

[1] Si quis non amat Dominum nostrum Iesum Christum, sit anathema (I Cor., XVI, 22).

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Comentarios 1

  1. Fidel Quiroga dice:

    Hermoso ver la convercion de uno así a Jesucristo
    Gracias por la gran información
    Dios me los bendiga grandemente

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