Ningún otro pueblo ha sentido nunca con igual plenitud la llamada de lo alto, ni dio tampoco con tan gozosa entrega el fervor de su sangre por la sangre de quien bajó a redimir las más varias gentes. Campeones de Dios y de la Santa Madre Iglesia fuimos los españoles desde que la palabra divina llegó por la voz apostólica a nuestras tierras últimas. Con alegre sacrificio compraron para la posteridad los mártires de Tarragona sus derechos de primogenitura en la participación de la fe cristiana. Desde los primeros concilios defienden teólogos hispanos la pureza del dogma contra todo desvarío herético. Prudencio canta la gesta española de los mártires de Nicea, y el cordobés Ossio vence, a mente armada, la falsa y seductora doctrina de los «eones».
Toda Historia española es, en el más ambicioso sentido del vocablo, historia eclesiástica. Los triunfos de que nos ufanamos son esplendor de la cristiandad y luz celeste de los fastos católicos. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes murió sin saberlo, pero nosotros, sí. Nosotros sí sabemos que nuestros episodios nacionales debieran llamarse episodios universales. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios. En verdad, la Historia de España es la Historia de ese coloquio infinito. Con orgullo podemos proclamar que el esfuerzo de los claros varones de Castilla, en la ancha, oceánica, acepción de esta comarca, salvó la unidad del mundo, afirmando el destino metafísico de la especie. Gracias a España, existe, históricamente, Roma; como gracias a Roma, existe, teológicamente, España.
Aquí tengo entre los revueltos papeles de mi mesa, el libro clásico de Jacobo Burckhardt sobre La cultura de Italia en la época del Renacimiento. Hombre de la Ilustración al fin y al cabo, laico y profano más que religioso, el profesor de Basilea no nos ama mucho, pero por amor a la verdad científica no puede negar aquello que es evidente. Abro el Burckhardt y leo una página que, traducida en lo esencial, dice así: «Sin el ímpetu de los españoles y su ardor católico, el Islam hubiera conquistado Roma, convirtiendo San Pedro en una mezquita».
En tiempo de León X, uno de Ravenna se expresó de esta suerte ante Julio de Médicis, legado pontificio: «Monseñor, Venecia no quiere saber nada de nosotros para no tener conflictos con la Iglesia, pero cuando el turco venga a Ragusa…». Hacia el 1500 –lo cuenta el Mantovano– las mocitas de Ancona bordaban ya, para los próximos conquistadores, banderas y estandartes con la media luna, y en la prosa de Leopoldo von Ranke resuena aun la profecía solemne de Fedra Inghirami anunciando, cuando las naves del Rey católico entraron en Bugía, la alta y salvadora misión que la Providencia había encargado a los españoles. El destino de España fue entonces, y volverá a ser si vuelve a ser España, el de convertirse en castillo de la Fe para defender la catolicidad ahora y siempre, y más que nunca en aquellos casos y momentos en que la misma Roma, por flaqueza y desánimo, abate sus banderas ante el enemigo.
Los historiadores ochocentistas del Renacimiento han subrayado demasiado los signos de debilidad y fatiga por parte de Roma en aquellos días tristes, para que sea necesario recordar penosas anécdotas. Es evidente, además, que la pasión anticlerical de un Michelet y el odio protestante de muchos historiadores alemanes han abultado exageradamente las cosas. Pero, en fin, no puede negarse que la corrupción de los tiempos se infiltró en ciertos medios vaticanistas en donde el espíritu de pacto, de componenda y comercio innoble pisó muchas veces la orilla de la traición. Por los estados pontificios anduvo como por su casa el príncipe musulmán Dsohem, y manos que debieran ser sagradas se envilecieron recogiendo de Bayaceto II las monedas que enviaba para el hospedaje y cuido de su hermano. Por las calles de Constantinopla, mezclados con la algarabía infiel, se vio ir y venir en el 1498 a ciertos diplomáticos, que atribuyéndose representaciones altísimas, solicitaban entrevistas del visir. Dándoselas de delegados del Papa, querían entenderse con el gran turco, o el gran oriente, con el hereje contra el cual, llenos de amor a Dios e ira divina, los españoles acababan de luchar junto a los muros de Granada. ¡Ah, españoles, españoles de verdad, almas enteras, incapaces de dobleces, de dobladuras, incapaces de darse a nadie a medias!
Corazones partidos
yo no los quiero
Cuando España dio su corazón a una fe, se lo dio entero, dando el pecho, dando la cara y la cruz de Cristo. A esa devoción y fidelidad hemos de atribuir la entereza y la alegría de la Historia española, entereza y alegría que ningún otro país posee. En Francia, por ejemplo, la incertidumbre entre el servicio a la nación y el servicio a la cristiandad ha desgarrado algunas de las más bellas vidas, porque la veta sangrienta de una desgarradura recorre de un lado al otro, por imperceptible y firme que sea, todo el cuerpo de su tradición. En rigor, hay dos tradiciones francesas. Una, la de las cruzadas; otra, la de Avignon. Esa dualidad milenaria, tan vieja como la patria misma, ha planteado una agónica pugna entre lo nacional y lo católico, tan dolorosa para la nación como para la Iglesia. De esa pugna dramática, que en nuestro tiempo revive en el episodio de Maurras, nosotros nos hemos librado por fortuna.
Quizás, gracias al cielo, sea España el único país donde nunca ha habido ni asomos de un nacionalismo rebelde, anticatólico y antirromano. Alemania, desgarrada en su entraña por aquel energúmeno que se llamó Martín Lutero, ha vivido hasta ahora, y seguirá viviendo todavía, en el dolor de la tragedia. La Reforma la emponzoñó en lo más profundo de su ser, convirtiéndola en protagonista de la parcialidad más furibunda. Parcialidad que el movimiento de Hitler no será capaz de superar, por falta de rigor doctrinal.
Locura de Europa le llamó D. Diego Saavedra Fajardo a esos nacionalismos exasperados y heréticos. En medio de una Europa enloquecida, España supo, en su tiempo, conservar la cabeza. Que ahora no la pierda, ahora cuando, en el alba de una nueva edad de oro, el destino va a hacernos pasar por pruebas difíciles. Las más difíciles que hayamos pasado nunca.
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Berlín, marzo de 1934.
* En «Discurso a la Catolicidad de España, que dice el Señor Don Eugenio Montes», Ed. Kau, Buenos Aires, 1940.