MIGUEL ÁNGEL FUENTES
Educación, Cultura y Madurez Ediciones Aphorontes, San Rafael 2018, 464 pp.
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Ediciones Aphorontes nos ofrece un nuevo trabajo del P. Miguel Fuentes, producto de una serie diversa de cursos y conferencias dedicados a la educación y la formación humana y cristiana, como él mismo lo expresa.
«Un libro para iluminar la labor pedagógica y la evangelización de la Cultura en nuestro tiempo, surcado por la Revolución Cultural.» De allí la importancia de su lectura principalmente para quienes tienen, en estas épocas, la tarea de la educación.
La obra comienza con el análisis de la persona humana, tema principal para cualquier estudio que refiera a la cultura, en la que se reafirman los principios de la doctrina tradicional católica, hoy tan olvidados o desconocidos incluso en los ambientes más cristianos.
Ciertamente que resulta imposible afrontar un análisis de la cultura y del tiempo histórico, sin responder a la pregunta clave ¿Qué es el hombre? Es obvio que de la respuesta a dicho interrogante, dependerá toda la concepción política, social, cultural, económica, etc. que se tenga.
Así el autor expone su concepción antropológica basada en que el hombre es «esencialmente diferente de los demás seres, incluso respecto de aquellos con los que guarda particulares semejanzas…» como así también que es «una realidad unificada y no un conjunto de elementos superpuestos», que tiene «un alma espiritual que es forma del cuerpo por modo de asunción eminente» y que además «es persona», expresión del pensamiento cristiano principalmente.
Confirma pues, las dos notas fundamentales en la que se funda su dignidad, es decir «el subsistir por sí y su naturaleza racional».
Sin perjuicio de ello, agrega a esta primera parte, un análisis del hombre imagen de Dios. Allí puede observarse el camino que el autor hace de la historia del hombre, en cuanto que ha perdido su dignidad por el pecado, recuperada por la Encarnación del Verbo ya que «el hombre no puede comprenderse, no puede saber lo que él es, ni la sublimidad de su vocación, sino mirando a Cristo» (38). De modo que, si descubre su dignidad mirando a Cristo, «entonces solo puede realizarla imitándolo» (41).
Siguiendo la doctrina de Santo Tomás, arribará a la conclusión que existen dos verdades que llama inseparables: Nuestra grandeza y nuestra miseria (45).
Sentados entonces los principios antropológicos, se avoca el autor al tratamiento de cuatro temas que hacen propiamente a la educación de la persona humana.
La primera parte, está dedicada a la docencia y maduración. «Nuestra sociedad –dice– se caracteriza por un creciente fenómeno de inmadurez. Incluso con cierta novedad histórica: el hecho de no solo tolerar, sino promover la inmadurez como estilo de vida» (49).
El síndrome de Peter Pan, «la persona que nunca crece» (50), es desarrollado con toda claridad, describiendo el fenómeno comercial que existe detrás de esta ideología, como así también la imposición desde los medios, fundamentalmente de esta nueva forma de vida.
Afirma el autor y con acierto, que va disminuyendo la figura del niño y del adulto en detrimento del crecimiento desmesurado del adolescente. Y esto debido a tres posibles causas, tales como la desaparición del padre, la relación deformada del niño y su madre y el miedo a la responsabilidad.
Ahora bien, ¿qué es precisamente esta mentalidad de Peter Pan? Responde el autor: la aproximación fantasiosa y emotiva a la existencia, aproximación negativa a la realidad, fascinación por lo virtual, atracción por la muerte y triunfo del narcisismo.
Para la superación de este síndrome, es necesaria la madurez. El autor ya ha tratado el tema en otro trabajo (Virtus 18, Maduración de la Personalidad, 2012) pero en esta ocasión hace hincapié en la educación para esa madurez. Y ello es así, ya que el «fin de la educación es el hombre maduro» porque la educación «es un proceso de maduración que finaliza en la madurez» (72).
Sin embargo, esto no será posible si la persona no quiere consciente, libre y responsablemente el bien. Ciertamente que este principio es válido tanto para el educador como el educando ya que en esa relación ambos deben alcanzar la madurez.
Para ello es necesario partir de los elementos que lleven a la formación de una «una personalidad equilibrada, sólida y libre» (85)
Ellos son descriptos conforme a cuatro carriles, como los llama el autor: 1. La doble convicción de la centralidad del amor en la vida humana y de que el amor verdadero siempre es una entrega total y definitiva, 2. Una adecuada educación de la sexualidad, verdadera y plenamente personal, 3. La educación de la libertad y 4. Que la educación debe apuntar a la formación de la conciencia moral.
Propone entonces una serie de recursos educativos que se encuentran centrados en la doctrina de la gracia y la necesidad de Dios.
La segunda parte del libro la dedica a las «Lecciones de ética profesional». Define la profesión como «la aplicación ordenada y racional de parte de la actividad del hombre al conseguimiento de cualquiera de los fines inmediatos y fundamentales de la vida humana» (123). Insiste en la necesidad de una verdadera y profunda formación, basada en la capacidad de reflexión que debe tener un profesional. A modo de ejemplos tiene que, «Cuando falta la capacidad de reflexionar sobre la realidad a la luz de las últimas y más profundas causas dejamos de tener médicos para tener “recetadores”, en lugar de ingenieros, buenos calculadores, en vez de educadores, papagayos que recitan lo que no comprenden y no aman» (146).
Advierte el autor del peligro inminente más importante que nos aparece en el ejercicio de las profesiones que es el ateísmo. Lo llama la gran batalla, destacando su actualidad y los modos en los que se presenta. Tal vez una de las cuestiones más importantes que haya que descubrir en el libro, es la relación del profesional con Dios y con los «otros» para poder entender que ese servicio debe ser lo propio de un profesional y que el equilibrio en la vida se hace más fácil cuando se obra coherentemente, aunque se transforme en duro trabajo el modo de llevarlo.
La tercera parte del libro, está dedicada a la «revolución cultural». Lo novedoso de este capítulo, es que, a pesar de la conmemoración del acontecimiento del Mayo Francés, en este año de edición (2018) poco es lo que se ha escrito con relación al tema, es decir, algo que dé verdadera luz y analice de modo crítico esos hechos. El autor lo hace con altura y aporta, a quienes de buena fe intenten comprender estos hechos, la claridad necesaria para entender, no solo los acontecimientos, sino sus consecuencias, aún y más precisamente hoy.
La considera uno de los «fenómenos más importantes desde el punto de vista de la cultura y de la educación: la revolución cultural que ha venido desarrollándose durante más de medio siglo» (221).
Si bien es cierto que el mayo francés no fue más que un «episodio espasmódico» (223) las consecuencias lo transformaron en un fenómeno más complejo, amplio y de larga cola (223). Fue el fenómeno artífice de todas las transformaciones culturales de la segunda mitad del siglo XX.
La explicación que el autor nos da de los hechos ocurridos, abre una perspectiva precisa para entender la verdadera revolución cultural. Sin apegos a ideologías, tan común al tratar estos temas, la objetividad del análisis abarca todos los aspectos que hacen a esta revolución. Desde las consecuencias inmediatas de la segunda guerra mundial, pasando por la intervención esencial de la escuela de Frankfurt, muchas veces olvidada, la utilización de un nuevo lenguaje, la revolución sexual y el rock; hasta la aplicación de la ideología de género en nuestros días.
Quizás resuma el autor esta revolución al decir que «Una característica central de la Contracultura es la rebelión contra el Arte y la Belleza, imponiendo la dominación de lo Feo, de lo Inarmónico y lo Desequilibrado» (243).
La importancia de la revolución marxista en estos hechos y sus consecuencias, son analizadas de modo ejemplar. Como no podía ser de otra manera el autor trata de lo que llama «la revolución interior» que consiste en la desarticulación de la identidad familiar, nacional, sexual originaria, religiosa y personal; hasta llegar al «transhumanismo» al decir que «Si la revolución social acaba con la sociedad, la Cultura remata al Hombre…lo que queda del experimento social…es la nada» (281)
A modo de reflexión final agrega «Estamos sumergidos en una cultura revolucionada, esto es, volteada de su eje natural: lo que debe ir debajo está arriba y lo que debe gobernar es esclavo de lo que está hecho para ser gobernado» (283).
La cuarta parte va dirigida a las «Variaciones pedagógicas». Acá se va acomodando la cosa ya que se describen los principios de la vida espiritual.
El tema de la libertad personal que nunca falta en las obras del autor, se trata de modo especial en orden a lo que llama «libertad esclavizada». Esta atadura es precisamente personal y al pecado ya que como refiere citando la 2 Tes 2,9-12, el hombre es reo del pecado de desamor por la verdad (323).
Este pecado contra la verdad es «no amarla, no buscarla. Más grave es ocultarla, oscurecerla o despreciarla. Y todavía más grave es manipularla, tergiversarla y recortarla para ponerla al servicio de los intereses propios o ajenos. Y llega incluso a sacrilegio cuando se manipula la Verdad Revelada, como hacen quienes “negocian con la palabra de Dios” según la expresión de San Pablo…» (326-327)
Por ello, dedica varias páginas a un tema olvidado, pero siempre actual: el ateísmo. Ya analizado en la segunda parte, ahora se ve desde la perspectiva personal del hombre. Para ello es necesario contemplar lo que el autor menciona como «hombre frustrado», es decir, aquél que tiene una triple fractura: interior, social y teologal.
No obstante ello, la curación es posible si tenemos en cuenta que «el hombre sin Dios sufre un desequilibrio esencial que puede llevarlo a la locura y la frustración. Dios es el gran sentido de nuestras vidas» (375).
Si bien y tal como venimos comentando, la obra merece una lectura a conciencia, la última parte bien vale la pena leerla con atención y sacar provecho de la misma.
En efecto, dedica el autor tres capítulos (VII, VIII y IX) a ejemplos pedagógicos que nos sirven para entender lo que venimos leyendo hasta ahora.
El primero de ellos es el comentario al libro «Las aventuras de Pinocho» de Carlo Lorenzini (Collodi). No es una recensión ciertamente ni una crítica literaria. Es el modo, que tanto le gusta al autor, de explicar con ejemplos las ventajas inmensas de la vida cristiana y del orden natural que hacen más amena y provechosa la obra. Me detengo simplemente en uno de los comentarios a modo de ejemplo. Dice el autor que «Pinocho también manifiesta el drama del hombre interior dividido» (384) y es así porque todos reflejamos en el personaje las propias pasiones y debilidades que nos muestra con los hilos tironeados del títere. Lo mismo sucede con las inclinaciones al mal que el muñeco va mostrando con su conducta y que nos acerca aún más a nuestra vida
El segundo de los ejemplos es el Dante, en los que llama en el capítulo VIII de esta parte «La purificación del hombre en la Divina Comedia de Dante». (397)
Probablemente muchos hayan leído este clásico. Sin embargo, la aplicación práctica de sus enseñanzas que nos revela el autor, lo hacen mucho más enriquecedor ya que analiza el contenido desde el aspecto antropológico sin el cual difícilmente logremos entenderlo bien.
Finalmente, al menos en relación a esta parte, no podía faltar la referencia a uno de sus autores preferidos: G.K. Chesterton. Se nota a la legua su preferencia, ya que resulta ser uno de los escritores a los que más hace mención. Admira y nos hace admirar, de ahí su mérito, el famoso sentido común del inglés, el que va desgranando a medida que analiza los temas en cuestión ya sean el Hombre, la Verdad o Dios por ejemplo. Aquello que publicó alguna vez Chesterton acerca de que «un hombre que se niega a tener su propia filosofía no tendrá siquiera las ventajas de una bestia bruta, que vive según su instinto» es recordado de modo permanente y sutil por el autor.
Termina la obra con un capítulo dedicado al «Motor de la Historia». Resulta clave entender que para «comprender el quid de los hechos humanos no basta fechas, nombres y estadísticas, hay que tener olfato filosófico y sobre todo mirada teológica» (439).
De allí que se haga necesario comprender la visión cristiana de la historia que hará decir a Caturelli que «la concepción de la historia que quiera ser presentada como autónoma frente a Dios, además de inconcebible, no es una concepción cristiana de la historia aunque se crea tal».
Y vuelve acá el P. Fuentes a considerar el conocimiento de la Verdad como fundamental para poder determinar la diferencia entre quienes conocen de hecho la verdad y los que son verdaderos (448), es decir aquellos que no sólo la poseen, sino que la aman.
Creemos que en esto radica el valor de la obra que comentamos. En ese hilo conductor o como gusta decir en estos tiempos «el eje transversal» que abarca la concepción antropológica realista que surca la educación, a cultura y la madurez.
Es la unidad que existe en el comprender de modo principal lo que el hombre es, una unidad de cuerpo y alma con un destino eterno. Que tiene que conseguir la plena y entera libertad para el desarrollo de las virtudes en la lucha constante por su fin principal que es alcanzar el bien supremo. Nada de esto se podrá conseguir entonces, sino se busca la Verdad con fervor y pasión y que una vez alcanzada (esto es conocida), entregarse definitivamente a su defensa por medio del amor. Concluye el autor: «Por eso estimo que la decadencia de los grandes centros de estudio no comenzó con el oscurecimiento de la verdad, sino un paso antes: por el deterioro del amor por la verdad» (450).
Dice Emilio Komar que «No basta con quitar las trabas para que haya una evolución, sino que es necesaria la educación, es decir, la intervención de la voluntad libre de padres, de maestros, de la inteligencia que colabora con la incipiente inteligencia y voluntad del niño para que se dé su maduración». En este sentido, la lectura del libro que comentamos, será de mucha utilidad.
Demás está decir que compartimos plenamente el contenido de la obra. Recomendarla es una obviedad, pero bien vale la pena recordar que dentro de nuestra formación, en especial los docentes y educadores, la obligación de su lectura se nos hace imperiosa.
Claudio Rossi