Jesucristo, por ser verdadero Dios, tiene derecho a todo nuestro amor; mas con el afecto que nos ha mostrado, quiso como ponernos en la estrecha necesidad de amarlo, siquiera en agradecimiento a cuanto hizo y padeció por nosotros. Nos amó sobremanera para ganarse todo nuestro amor. «¿Para qué ama Dios -pregunta San Bernardo- sino para ser amado?». Y ya antes lo había dicho Moisés: Y ahora, Israel, ¿qué te pide Yahveh, tu Dios, sino que le temas… y lo ames? [1]. De ahí el primer mandamiento que nos impuso: Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón [2]. San Pablo afirma que el amor es la plenitud de la ley [3]. El texto griego, en vez de plenitud, lee complemento de la ley. Y ¿quién, al ver a un Dios crucificado por su amor, podría resistirse a amarlo? Bien alto claman las espinas, los clavos, la cruz, las llagas y la sangre, pidiendo que amemos a quien tanto nos amó. Harto poco es un corazón para amar a un Dios tan enamorado de nosotros, ya que para compensar el amor de Jesucristo se necesitaría que un Dios muriese por su amor. «¿Por qué -exclamaba San Francisco de Sales- no nos arrojamos sobre Jesús crucificado, para morir enclavados con quien allí quiso morir por nuestro amor?». El Apóstol nos declara positivamente que Jesucristo vino a morir por todos, para que no vivamos ya para nosotros, sino para aquel Dios que murió por nosotros [4].
Aquí hace muy al caso la recomendación del Eclesiástico: No olvides los favores de quien te dio fianza, pues que ha dado por ti su alma [5]. No te olvides de tu fiador, que en satisfacción de tus pecados quiso pagar con su muerte la pena por ti debida. ¡Cuánto agrada a Jesucristo nuestro recuerdo frecuente de su pasión y cuánto siente que lo echemos en olvido! Si uno hubiera padecido por su amigo injurias, golpes y cárceles, ¡qué pena le embargaría al saber que el favorecido no hace nada por recordar tales padecimientos, de los que ni siquiera quiere oír hablar! Y, al contrario, ¡cuál no sería su gozo al saber que el amigo habla a menudo de ello y siempre con ternura y agradecimiento! De igual modo se complace Jesucristo con que nosotros evoquemos con agradecimiento y amor los dolores y la muerte que por nosotros padeció. Jesucristo fue el deseado de los patriarcas y profetas y de los pueblos que existían cuando aún no se había encarnado. Pues, ¡cuánto más le debemos nosotros desear y amar, ya que le vemos entre nosotros y sabemos cuánto hizo y padeció para salvarnos, hasta morir crucificado por nuestro amor!
Con este fin instituyó el sacramento de la Eucaristía la víspera de su muerte, recomendándonos que, cuantas veces comiéramos su carne, hiciésemos memoria de su muerte: Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria de mí [6]. Por eso ruega la Iglesia: «¡Oh Dios, que debajo de este admirable sacramento nos dejaste memoria de tu pasión»; y en otro lugar añade: «¡Oh sagrado banquete, en el cuál se recibe a Cristo y se renueva la memoria de su pasión!». Por aquí podemos entender cuán agradecido nos queda Jesucristo si con frecuencia nos recordamos de su pasión, ya que, si mora con nosotros en el sacramento del altar, es para que de continuo renovemos con alegría el recuerdo de todo lo que por nosotros padeció y crezca de esta manera nuestro amor para con Él. Llamaba San Francisco de Sales al Calvario monte de los amantes, porque no es posible recordarse de aquel monte y dejar de amar a Jesucristo, que quiso en él morir por nuestro amor.
¡Oh Dios!, y ¿por qué no aman los hombres a este Dios que tanto hizo para ser de ellos amado? Antes de la encarnación del Verbo pudiera haber el hombre dudado si Dios le amaba con verdadero amor; mas, ¿cómo dudará ahora, que lo ve nacido y muerto por amor a los hombres? «Hombre -dice Santo Tomás de Villanueva-, mira la cruz, los clavos y la acerbísima muerte que sufrió Jesucristo por ti y, después de tales y tantos testimonios de su amor, no dudes de que te ama, y de que te ama con extraordinario amor». Y San Bernardo dice que clama la cruz y dan voces las llagas del Redentor para darnos a entender el amor que nos profesa.
En este gran misterio de la redención de los hombres, ponderemos la gran solicitud de Jesucristo en inventar medios para inclinarnos y aficionarnos a su amor. Si quería, por salvarnos, dar la vida, le sobraba con creces haber sido envuelto en la general matanza que decretó Herodes contra los Inocentes; mas no, que antes de morir quiso llevar, durante treinta y tres años, una vida llena de penas y trabajos, queriendo en el transcurso de ella, y para cautivarse nuestro amor, manifestársenos en muchas y variadas formas. Primero le vimos nacer como pobre niño en una gruta, después le vimos jovencillo en un taller, y, finalmente, le vimos como reo en una cruz. Pero aun antes de morir en ella quiso pasar por circunstancias conmovedoras, y todo por nuestro amor. Se ofreció a nuestra vista en el huerto de Getsemaní agonizante y bañado en sudor de sangre; a continuación, azotado en el pretorio de Pilatos; más tarde, tratado como rey de teatro, con la caña burlesca en la mano, el jirón de púrpura sobre el hombro y la corona de espinas en la cabeza; arrastrado, finalmente, por las calles, con la cruz al hombro, y suspendido en el Calvario de tres garfios de hierro. ¿Merece o no merece ser amado por nosotros un Dios que para conquistar nuestro amor quiso pasar por tantos trabajos? Decía el P. Juan Rigoleu: «De buena gana pasaría llorando toda mi vida por un Dios que por amor de todos los hombres quiso sufrir muerte de cruz».
«Gran cosa es el amor», dijo San Bernardo; grande y sobre toda ponderación, estimable. Hablando Salomón de la divina sabiduría, que no es otra cosa que la caridad, la llamó tesoro infinito, porque el que posee la caridad goza de la amistad de Dios [7]. El angélico Santo Tomás dice que la caridad no sólo es la reina de las virtudes, sino que donde ella reina trae consigo el cortejo de las demás y las endereza todas a unir al hombre con Dios. «Oficio propio de la caridad es unir al hombre con Dios», dice San Bernardo. Y en no pocos pasajes de la Sagrada Escritura se declara esta íntima unión que hay entre Dios y quienes le aman [8]. He aquí, pues, el admirable oficio de la caridad, unir al alma con Dios. Esta virtud, además, comunica fuerzas para hacer y sufrir grandes cosas por Dios [9]. San Agustín dice que nada hay tan duro que con el fuego del amor no se ablande. No hay cosa, por difícil que se la suponga, que no sea vencida por el fervor de la caridad, porque, como añade San Agustín, en aquello que se ama, o no se siente el trabajo, o el mismo trabajo se ama.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo IV
[1] Et nunc, Israel, quid Dominus Deus petit a te, nisi ut timeas Dominum Deum tuum… et diligas eum? (Deut., X, 12).
[2] Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde tuo (Deut., VI, 5).
[3] Plenitudo legis est dilectio (Rom., XIII, 10).
[4] Pro omnibus mortuus est Christus ut et qui vivunt, iam non sibi vivant, sed ei qui pro ipsis mortuus est (II Cor., V, 15.).
[5] Gratiam fideiussoris ne obliviscaris dedit enim pro te animam suam (Eccli., XXIX, 20).
[6] Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur; hoc facite in meam commemoriationem (I Cor., XI, 24).
[7] Infinitus enim thesaurus est hominibus, quo qui usi sunt participes facti sunt amicitiae Dei (Sap., VII, 14).
[8] Ego diligentes me diligo (Prov., VIII, 7). –Si quis diligit me… Pater meus diliget eum, et mansionem apud eum faciemus (Io., XIV, 23). –Qui manet in caritate in Deo manet et Deus in eo (Io., IV, 16).
[9] Fortis est ut mors dilectio (Cant., VIII, 6).