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Todos sabemos que el dinamismo fundamental de la vida cristiana consiste en la práctica de la fe, la esperanza y la caridad. Además, la Iglesia nos invita a redescubrir cómo la Eucaristía es la fuente y la cumbre de la propia vida de la Iglesia. Es pues interesante ver cómo el Santísimo Sacramento expresa y alimenta las tres virtudes teologales. En los capítulos anteriores, hemos visto la unión que hay entre la Eucaristía y la fe, y luego entre la Eucaristía y la esperanza. Ahora querría decir algo sobre la unión entre la Eucaristía y la caridad. Que la Eucaristía sea por excelencia el sacramento de la caridad —la expresión y el alimento del amor de Dios y del prójimo— es una evidencia indiscutible. Esta verdad merece sin embargo algunos comentarios.

Sacramento del Amor de Dios

La Eucaristía es la expresión más alta de la caridad divina, del amor de Dios por su criatura. Dios manifiesta en ella hasta qué punto desea estar con nosotros para siempre, hasta qué punto desea comunicarnos su propia vida, permanecer con nosotros y en nosotros. Como dice el padre Jean-Claude Sagne en su libro L’itinéraire spirituel du couple (El itinerario espiritual de la pareja):

«Lo que hace de la Eucaristía el sacramento del amor es que Jesús se entrega ahí en persona, en la plenitud de su presencia. Da todo lo que él es, todo lo que vive. Más que la intervención mediante una palabra o un acto, es Jesús mismo quien viene en tanto que sujeto y se entrega en nuestras manos. La Eucaristía es, por parte de Jesús, el don sin límites: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”».

Lo que recibimos en la Eucaristía es Jesús en el acto mismo de dar la vida por todos los hombres, de amar personalmente a cada uno con el mayor amor: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos[1]». Recibir la Eucaristía debería suscitar cada vez en nosotros ese asombro que fue el de san Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí![2]».

En su encíclica La Iglesia vive de la Eucaristía, Juan Pablo II nos recordaba esta hermosa verdad, que en la Eucaristía no sólo se nos entrega Jesús, sino que también nos acoge en él, nos acepta tal como somos: «Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros[3]». Aquí tenemos todo el dinamismo del amor, que es a la vez acogida y don. Amar a alguien es darse a él y también recibirle en la propia vida. Y los dos movimientos están profundamente relacionados: el mayor regalo, el mayor don que se puede hacer a alguien ¿no es acaso aceptarle tal como es? El padre Sagne señala muy justamente:

«Si el mayor deseo del amor es permanecer con el otro, encontrar morada en su corazón –y por eso hacer de uno mismo una morada para el amado–, la Eucaristía es por excelencia el sacramento del amor. Jesús hace ahí de su corazón una morada acogedora para todo hombre».

Encontramos aquí esa verdad tan hermosa y profunda enunciada en el evangelio de san Juan: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él[4]». Santa Catalina de Siena tiene una imagen curiosa para expresar esto. Dice que después de la comunión, Dios permanece en el corazón del cristiano y el cristiano es sumergido en Dios como la mar está en el pez y como el pez está en la mar[5].

La Eucaristía nos muestra con evidencia a qué grado de intimidad con él nos quiere llevar Dios. En la Eucaristía se realiza el sueño loco de todo amor: ser uno con el ser amado.

Dios se deja comer por nosotros, se convierte en nuestra sustancia y, al mismo tiempo, nos arranca de nosotros mismos para hacernos suyos. He aquí una interesante reflexión del papa Benedicto XVI en su homilía en el Congreso eucarístico de Bari:

«En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él[6]».

En la Eucaristía nos alimentamos de Dios, pero también –si se puede hablar así– nos dejamos devorar por él.

Dios nos da el poder de darnos

Algo muy hermoso en la Eucaristía es que no solamente Dios nos da su amor, sino que nos da también el poder amarle. Nos da poco a poco poder responder a su amor, amarle exactamente como él nos ama. Eso nos recuerda una propiedad esencial del amor, que se despliega siempre hacia un horizonte de plena reciprocidad; amar a alguien es darle la posibilidad de corresponder a ese amor. El mayor don que se puede otorgar a alguien es darle la posibilidad de poder darse él mismo, alcanzar la felicidad de entregarse por amor, pues «mayor felicidad hay en dar que en recibir», como se dice en los Hechos de los apóstoles[7].

La Eucaristía viene a socorrer nuestra flaqueza, transforma nuestro corazón de piedra en corazón de carne, en un corazón capaz de amar con el mismo amor de Dios; nos asemeja y nos conforma progresivamente a Cristo. Es por eso para nosotros la prenda, la esperanza, de que un día seremos capaces de amar a Dios tal como somos amados por él, con la misma verdad, la misma pureza, la misma fuerza, la misma generosidad. Pues derrama en nuestros corazones el amor mismo de Dios, con el que podemos amar a Dios y amar a nuestros hermanos. «Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado[8]», dice san Pablo en su Carta a los Romanos. Cada comunión es una efusión del Espíritu de amor en el corazón del fiel.

Por la Eucaristía, comulgamos en el amor que Jesús tiene por su Padre, en su alabanza, en su acción de gracias, y comulgamos también en la caridad de Jesús con todo hombre, en su compasión y en su ternura infinita por todo hijo de Dios. Por ella, Jesús viene secretamente, pero realmente, a vivir y amar en nosotros, comunicándonos sus disposiciones interiores, su mansedumbre y su humildad.

Claro que es necesario que lo deseemos intensamente. También necesitamos tener la paciencia de esperar que dé fruto lo sembrado en nosotros por la Eucaristía. Pero sigue siendo cierto que la Eucaristía puede producir en nuestros corazones cambios muy profundos. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna[9]». Y la vida eterna no es otra cosa que amar con el amor mismo de Dios.

Sacramento del amor fraterno

Al unirnos a Cristo, la Eucaristía nos inserta también en la comunidad de los hermanos. Sacramento del amor de Dios, de la comunión con Dios, la Eucaristía es también, evidentemente, sacramento del amor al prójimo, de la comunión con nuestros hermanos y hermanas. Expresa y realiza la más profunda comunión de las personas, la que hace posible Cristo que quiere hacer de nosotros los miembros de un mismo cuerpo: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan[10]». San Juan Crisóstomo lo comenta así: «Si es un mismo cuerpo el que nos alimenta y todos nos convertimos en ese cuerpo, ¿por qué no mostramos también el mismo amor y no nos convertimos todos en ese mismo cuerpo también? Cristo se ha unido a ti que estabas tan lejos, ¿y tú no te dignas unirte a tu hermano?[11]». La tradición de la Iglesia es inagotable sobre este tema…

En el Jueves santo de 2005, Juan Pablo II decía a los sacerdotes:

«La autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, “tomad y comed”. En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos los necesitados[12]».

Lo dicho para el sacerdote vale también para todo fiel: en la Eucaristía, nos alimentamos de Cristo para hacernos progresivamente capaces de ser también nosotros un alimento para nuestros hermanos y hermanas, una respuesta a su hambre de amor.

Un buen ejemplo de cómo la Eucaristía puede transformar interiormente a la persona, y hacerla capaz del amor más heroico, se encuentra a mi parecer en la vida de la pequeña Teresa de Lisieux. A la edad de catorce años, Teresa albergaba grandes deseos, grandes aspiraciones a una vida llena de amor. Pero ella era humanamente muy incapaz, demasiado entorpecida por su hipersensibilidad, sus timideces, su fragilidad afectiva. Pero Dios intervino misericordiosamente en su vida por la gracia de Navidad: «En un instante, lo que yo no había podido hacer en diez años, Jesús lo hizo, contentándose con mi buena voluntad[13]».

Teresa considera explícitamente esta gracia de Navidad como una gracia eucarística. Al principio de su relato, destaca que tuvo lugar después de la misa de medianoche, «donde había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso[14]». Y esta gracia de Navidad le permitió emprender «una carrera de gigante[15]», un extraordinario crecimiento en el amor, del que Teresa señala la orientación con estas palabras: «Jesús hizo de mí un pescador de almas… Sentí en una palabra la caridad entrar en mi corazón, la necesidad de olvidarme de mí para agradarle y desde entonces fui feliz[16]».

La mesa de los pecadores[17]

Al final de su vida, Teresa vivirá una terrible prueba contra la fe (su espíritu se verá asaltado permanentemente por terribles pensamientos de duda e incredulidad). Prueba que ella ofrecerá por los ateos, cuyo anticlericalismo militante fue tan agresivo y despectivo a finales del siglo XIX. Es interesante ver que hay algo eucarístico, podríamos decir, en las expresiones con las que ella declara aceptar esta prueba mientras Dios quiera:

«Señor, vuestra hija os pide perdón para sus hermanos, acepta comer tanto tiempo como queráis el pan del dolor y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura donde comen los pobres pecadores antes del tiempo que hayáis dispuesto… Pero también no puede dejar de decir en su nombre, en nombre de sus hermanos: Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores… ¡Oh! Señor, perdonadnos[18]».

Qué emocionante es ese nosotros por el que Teresa se identifica con los peores enemigos de la Iglesia de su tiempo, como Jesús que ha tomado sobre sí el pecado del mundo… Ningún juicio en boca de Teresa, simplemente una inmensa compasión y una total solidaridad con el pecado de los que no creen… Se encuentra aquí un aspecto de este gran misterio de misericordia que es la Eucaristía: Jesús en la mesa de los pecadores, que ofrece su vida y su cuerpo, haciéndose alimento que cura el pecado del mundo. Por el amor ofrecido, el pan de miseria (expresión utilizada en la cena pascual judía) se convierte en el pan de vida: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo[19]».

La Eucaristía es a la vez exigencia y don, llamada y promesa, responsabilidad y gracia. Es una invitación apremiante a amar como Jesús ama, a dar la vida como él por nuestros hermanos, pero también trae la certeza de que un día, cualesquiera sean nuestras flaquezas y miserias, nos hará capaces de responder a esa invitación. La hostia que recibimos en la misa, o que adoramos en silencio, es humilde como un grano de mostaza, podrá sin embargo hacer de nuestros corazones un árbol donde muchos pájaros vendrán a anidar, encontrar morada. Es pobre como un poco de levadura, y sin embargo capaz de transformar en profundidad nuestro corazón y hacer allí un pan capaz de saciar muchas hambres.

Jacques Philippe en «Si conocieras el don de Dios – Aprender a recibir» –Ediciones Rialp, Madrid, 2016.

 

[1] Jn 15, 13.

[2] Ga 2, 20.

[3] Ecclesia de Eucharistia, 22.

[4] Jn 6, 56.

[5] «Mira, hija mía querida, qué excelencia adquiere el alma que recibe como debe recibirlo este pan de vida, este alimento de los ángeles. Al recibir este sacramento, ella está en mí y yo en ella; como el pez está en la mar y la mar en el pez, yo estoy en el alma y el alma en mí, el océano de la paz. Y en esta alma reside la gracia: ella ha recibido el Pan de vida en estado de gracia y la gracia permanece, cuando el accidente del pan se consume.» Santa Catalina de Siena, El Diálogo, CXII, 1.

[6] 29.mayo.2005. Homilía en la misa de clausura del Congreso eucarístico italiano (Bari).

[7] Hch 20, 35.

[8] Rm 5, 5.

[9] Jn 6, 54.

[10] 1 Co 10, 16-17.

[11] San Juan Crisóstomo. Homilías sobre la primera Carta a los Corintios, 24.

[12] Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005, n. 3.

[13] Historia de un alma, Manuscrito A.

[14] Ibid.

[15] Ibid.

[16] Ibid.

[17] Ibid.

[18] Ibid., Ms C, 6rº.

[19] Jn 1, 29.

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