Se ofreció, porque el mismo lo quiso. Is. 53, 7
Oblatus est, quia ipse voluit
el Verbo divino, en el primer instante que se vió hecho hombre y niño en el vientre de María, todo se ofreció por sí mismo a las penas y a la muerte por el rescate del mundo.
Sabía que todos los sacrificios de los machos de cabrío, y de los toros ofrecidos anteriormente a Dios, no habían podido satisfacer por las culpas de los hombres; sí que se necesitaba una persona Divina que pagase por estos el precio de su redención.
Por lo que dijo Jesús al entrar en el mundo aquellas palabras que san Pablo pone en su boca: Padre mío, todas las víctimas ofrecidas a Vos hasta aquí, no han bastado, ni podían bastar a satisfacer vuestra justicia: me habéis dado un cuerpo pasible, para que con la efusión de mi sangre os aplaque, y salve a los hombres; heme pronto, todo lo acepto, y en todo me someto a vuestro querer. Repugnaba este sacrificio la parte inferior de Jesús, que como hombre naturalmente reusaba aquella vida y aquella muerte tan llena de penas y de oprobios; pero venció la parte superior de la razón, que estaba toda subordinada a la voluntad del Padre, y todo lo aceptó; comenzando Jesús a padecer desde aquel punto cuantas angustias y dolores debía sufrir en los años de su vida.
Así se condujo nuestro Redentor desde el primer momento de su entrada en el mundo.
Más ¡Oh Dios! ¿Cómo nos hemos portado nosotros con Jesús, desde que comenzamos a conocer con la luz de la fe los sagrados misterios de su redención? ¿Qué pensamientos, qué designios, que bienes hemos amado? Placeres, pasatiempos, soberbias, venganzas, sensualidad…
He aquí los bienes que han aprisionado los afectos de nuestro corazón. Pero si tenemos fe es necesario ya mudar de vida y amor.
Amemos a un Dios que tanto ha padecido por nosotros. Pongámonos delante las penas del corazón de Jesús sufridas desde niño por nosotros; y de esta manera no podremos amar otro que este corazón, el cual tanto nos ha amado.
Afectos y súplicas.
Señor mío, ¿queréis saber de mí cómo me he portado con Vos en mi vida?
Desde que comencé a tener uso de razón, comencé también a despreciar vuestra gracia y vuestro amor. Vos mejor lo sabéis que yo; pero me habéis sufrido porque aún me queréis bien. Huía de Vos, y os habéis acercado llamándome.
Aquel mismo amor que os hizo bajar del cielo para venir a buscar la oveja perdida, ha hecho que me sufrieseis tanto, y no me abandonaseis.
Jesús mío, ahora Vos me buscáis, y yo os busco también. Siento ya que vuestra gracia me asiste; me asiste con el dolor de mis pecados, que aborrezco sobre todo mal; me asiste con el grande deseo que tengo de amaros y daros gusto.
Si, mi Señor, os quiero amar y complacer cuanto pueda. Por una parte, me da verdadero temor mi fragilidad y debilidad, contraída por causa de mis pecados; pero por otra, es más grande la confianza que me da vuestra gracia, haciéndome esperar en vuestros méritos, y dándome grande ánimo para decir: Todo lo puedo en quién me conforta.
Si soy débil, Vos me daréis fuerza contra los enemigos; si estoy enfermo, espero que vuestra sangre será mi medicina: si soy pecador, confío que Vos me haréis santo.
Conozco que por lo pasado soy culpable de ruina, porque en los peligros he dejado de recurrir a Vos. De hoy en adelante, Jesús mío y esperanza mía, a Vos quiero siempre recurrir; y de Vos espero toda ayuda, todo bien. Yo os amo sobre todas las cosas, ni quiero amar a otro que a Vos. Ayudadme por piedad, por el mérito de tantas penas que desde niño habéis sufrido por mí.
¡Eterno Padre! Por amor de Jesucristo aceptad que yo os ame. Si yo os he enojado, aplacaos con las lágrimas de Jesús niño, que os ruega por mí:
Respice in faciem Christi tui. Yo no merezco gracias, pero las merece este Hijo inocente, que os ofrece una vida de penas, a fin de que Vos uséis conmigo de misericordia.
Y Vos, madre de misericordia, María, no dejéis de interceder por mí. Sabéis cuánto confío en Vos, y yo sé bien que no abandonáis a quien a Vos recurre.