A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron. Jn. 1, 11
In propia venit, et sui eum non recepetunt.
En estos días del santo nacimiento, andaba lamentando y suspirando san Francisco de Asís por las sendas y selvas, con gemidos inconsolables.
Preguntado por la causa de esto, respondió: ¿Y cómo queréis que yo no gima, cuando veo que el amor no es amado? Veo a un Dios casi fuera de sí por amor del hombre, y al hombre tan ingrato a este Dios.
Pues si esta ingratitud tanto afligía el corazón de san Francisco consideremos cuánto más afligió el corazón de Jesucristo. Apenas concebido en el vientre de María, vio la cruel correspondencia que debía recibir de los hombres. Había venido del cielo a encender el fuego del divino amor, y este solo deseo le había hecho descender a la tierra, a sufrir un abismo de penas y de ignominias; y después se le presentaba otro abismo de pecados, que habían de cometer los hombres, habiendo visto tantas señales de su amor.
Esto fue, dice san Bernardino de Sena, lo que le hizo padecer un infinito dolor. Aun entre nosotros, el verse tratado alguno con ingratitud por otro hombre, es un dolor insufrible; pues, como reflexiona el beato Simón de casia, la ingratitud frecuentemente aflige el alma, mas que cualquier otro dolor al cuerpo.
Luego ¿qué dolor ocasionaría a Jesús nuestra ingratitud, al ver que, siendo Dios, su amor y sus beneficios habían de ser pagados con disgustos e injurias?
Por esto nos dice: “Pusieron contra mí males por bienes, y odio por amor.” Sal. 109, 5.
Más, aún hoy día parece que vaya lamentándose Jesucristo con aquellas palabras del mismo Profeta: “He sido hecho extraño a mis hermanos” Sal. 69, 9 , cuando ve que de muchos no es ni amado, ni conocido, como si no les hubiese hecho bien alguno, ni nada hubiera padecido por su amor.
¡Oh Dios! ¿qué caso hacen al presente tantos cristianos del amor de Jesucristo? Apareció este Redentor una vez al beato Enrique Suson en forma de un peregrino que andaba mendigando de puerta en puerta un poco de alojamiento, pero todos le desechaban con injurias y groserías.
¡Cuántos ¡ah! Se hallan semejantes a aquellos de quienes habla Job, los cuales decían a Dios: “Apártate de nosotros”, siendo así que él había llenado sus casas de bienes! Job. 22, 17.
Nosotros, aunque hasta aquí nos hayamos unido a estos ingratos, ¿querremos seguir en ser siempre tales? No, que no se merece esto aquel amable Niño que ha venido del cielo a padecer y morir por nosotros, para hacerse amar de nosotros.
Afectos y súplicas.
Luego será verdad, o Jesús mío, que Vos habéis bajado del cielo para haceros amar de mí, habéis venido a abrazarnos con una vida de penas y una muerte de cruz por amor mío, y para que os diese acogida en mi corazón; y yo tantas veces he tenido valor de desecharos diciendo: ¡Apartaos de mí, Señor, que no os quiero! ¡Oh Dios! si Vos no fueseis bondad infinita, y si no hubieses dado la vida por perdonarme, no tendría ánimo de pediros perdón; pero oigo que Vos mismo me ofrecéis la paz: “Volveos a mí, y “yo me volveré a vosotros” decís por Zacarías. Vos mismo, Jesús mío, que habéis sido ofendido por mí, os hacéis mi intercesor, como nos lo asegura vuestro discípulo amado: “El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.” 1Jn 2, 2.
No quiero, pues, haceros este nuevo agravio, de desconfiar de vuestra misericordia. Yo me arrepiento con toda el alma de haberos despreciado.
¡Oh sumo bien! Recibidme en vuestra gracia por aquella sangre que habéis derramado por mí. No soy digno de ser llamado hijo vuestro. No, que no soy digno, mi Redentor y Padre, de ser más hijo vuestro, habiendo renunciado tantas veces a vuestro amor; pero Vos me hacéis digno con vuestros méritos.
Os doy gracias, Padre mío, y os amo.
¡Ah! El solo pensamiento de la paciencia con que me habéis sufrido por tantos años, y de las gracias que me habéis dispensado después de tantas injurias que os he hecho, debiera hacerme vivir siempre ardiendo en vuestro amor.
Venid, pues, Jesús mío, que yo no quiero desecharos más: venid a habitar en mi pobre corazón. Yo os amo, y quiero siempre amaros; pero Vos inflamadme siempre más, recordándome el amor que me habéis tenido.
Reina y madre mía, María, ayudadme, rogad a Jesús por mí, hacedme vivir agradecido en lo que resta de vida a este Dios que tanto me ha amado, aunque después tanto le he ofendido.