Así como el amor de Dios se da a conocer por la oración, el amor del prójimo se manifiesta por las obras, y como el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo, resulta que tampoco estas dos formas de vida pueden subsistir separadas.
Según el P. Suárez S.J., comentando a Santo Tomás, no puede haber estado de vida que tienda a la perfección, que no participe en alguna manera de la acción y contemplación.
Los que son llamados a las obras de la vida activa, dice Santo Tomás de Aquino, están en un error si piensan que ello les dispensa de la vida contemplativa. Simplemente, la vida activa se agrega a la contemplativa. Así las dos vidas no se excluyen, sino que se reclaman y se complementan, aunque la más perfecta y necesaria sea la vida contemplativa.
Para que una acción sea fecunda, tiene que ayudarse de la contemplación. Sólo a través de la oración se pueden obtener ciertas gracias necesarias para hacer fecunda la acción.
Por eso, en un santo, la acción y la contemplación están en perfecta armonía. Así sucedía, por ejemplo en S. Bernardo, el hombre más contemplativo y activo de su época, tal como lo describía uno de sus contemporáneos: «En él la contemplación y la acción se armonizaban hasta tal punto, que parecía totalmente entregado a las obras exteriores, y al mismo tiempo absorto del todo en la presencia y el amor de Dios».
Al comentar el siguiente texto de la Sagrada Escritura: Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo (Cant. 8, 8), el padre Sainte-Jure hace una descripción admirable de las relaciones que existen entre esas dos vidas:
El corazón significa la vida interior y contemplativa. El brazo, la vida exterior y activa. Se nombra el corazón primero por ser un órgano mucho más noble y necesario que el brazo. Del mismo modo, la contemplación es de un valor mucho mayor que la acción.
Noche y día late el corazón, no puede parar, pues sino moriría. El brazo sólo se mueve de vez en cuando. Así, habrá que suspender a veces los trabajos exteriores, pero jamás la vida espiritual.
El corazón da la vida y la fuerza al brazo por medio de la sangre que le manda, sin la cual no podría actuar y se secaría. Así, mediante la vida contemplativa, que es vida de unión con Dios, el alma es iluminada y asistida continuamente por el Señor, comunicando a sus obras exteriores la vida sobrenatural que recibe de Él, para que puedan ser eficaces. Sin no hay vida espiritual, todo languidece y se deteriora, y las acciones exteriores no producen ningún fruto.
El hombre, por desgracia, separa con frecuencia lo que Dios ha unido; por eso, es tan rara esta unión perfecta de la vida contemplativa y activa. Esta unión de la vida interior y exterior exige, además, un conjunto de precauciones que ordinariamente no se toman:
No emprender nada que supere las propias fuerzas. Buscar siempre y en todo la voluntad de Dios. Entregarse a las obras cuando Dios lo disponga, en la medida en que lo disponga y movidos únicamente por la caridad. Desde el comienzo ofrecerle nuestro trabajo, y durante el transcurso del mismo, reanimar con frecuencia, por medio de santos pensamientos y ardientes jaculatorias, nuestra resolución de no obrar sino por Él y para Él. Durante el trabajo, conservar la paz, siendo dueños de nosotros mismos. En cuanto al resultado, dejarlo en las manos de Dios, no hacer caso de las preocupaciones, para tratar mejor a solas con Jesucristo. Tales son los sabios consejos que dan los maestros de la vida espiritual.
Esta constante vida interior, unida a un apostolado activísimo, era lo que más admiraba S. Francisco de Sales del abad de Clarabal: «San Bernardo siempre deseaba progresar en el amor de Dios… Cuando cambiaba de lugar, no dejaba de amar… no hacía como el camaleón, que cambia de color según el lugar donde se encuentra, sino que permanecía siempre unido a Dios, con la blancura perenne de la pureza, encendido en caridad y siempre lleno de humildad» (“Espíritu de S. Francisco de Sales”, parte 17ª, cap. II).
Habrá momentos en que nuestras ocupaciones se multiplicarán de tal modo que nos veremos forzados a dedicarles todas nuestras energías, sin que podamos sacudirnos esa carga ni siquiera aligerarla. Debido a esto, nos privaremos por algún tiempo de la alegría que es inherente a la vida de unión con Dios, pero esta unión no llegará a sufrir menoscabo alguno, si nosotros no queremos. Si esta situación se prolonga, habrá que sufrirla con paciencia, lamentándose de ella, y esforzándose sobre todo por no habituarse a ella.
El hombre es débil e inconstante. Cuando descuida la vida espiritual, pronto pierde el gusto por ella. Absorto por las ocupaciones materiales, termina por aficionarse a ellas. Por el contrario, si en medio de una actividad desbordante, el espíritu interior se mantiene por lo menos vivo con suspiros y gemidos, estas quejas del alma malherida son la expresan silenciosa de esa sed de vida interior que no puede satisfacer a su gusto. Por eso, vuelve con nuevo ardor, en cuanto le es permitido, a la vida de oración. Nuestro Señor, viendo su fidelidad, le concede de vez en cuando grandes consuelos.
Santo Tomás resume esta doctrina de la siguiente manera: «La vida contemplativa en sí es más meritoria que la activa. Puede, sin embargo, suceder que un hombre merezca más haciendo un acto exterior, por ejemplo, si a causa de la abundancia del divino amor, o por cumplir la voluntad de Dios, o por su gloria acepta a veces el sacrificio de quedarse privado durante algún tiempo de la divina contemplación» (Suma Teolog. 182, 2).
Fijémonos en las condiciones que el santo Doctor exige para que la acción sea más meritoria que la contemplación.
El móvil íntimo que empuja el alma a la acción no es otra cosa que el desbordamiento de su caridad: «debido a la abundancia de su amor a Dios». No se trata aquí de agitación, capricho, ni de la necesidad de salir de sí mismo. El alma sufre por verse privada de las dulzuras de la vida de oración[1] . El sacrificio no es sino provisional y para un fin enteramente sobrenatural: Por cumplir la voluntad de Dios o por su gloria. Y se trata tan solo de una parte del tiempo reservado a la oración.
¡Cuánta sabiduría y bondad encierran los caminos del Señor! ¡Qué maravillosa es la vida del alma de vida interior! Esa pena tan profunda que sienten estas almas por tener que dedicar tanto tiempo a las obras de Dios, y tan poco al Dios de las obras, es una pena que ofrecen con generosidad al Señor, y que tiene su compensación, porque gracias a ella desaparecen los peligros de la disipación, del amor propio y del apegos a algo. Lejos de obstaculizar su actividad y de hacerla perder la libertad de espíritu, el alma mantiene la presencia de Dios, porque encuentra en la gracia del momento presente a Jesús viviente, que se le ofrece oculto en la obra que realiza, trabajando con ella y sosteniéndola.
¿Cuántas personas hay que, por tener que dedicarse al apostolado exterior, sufren la pena de no poder estarse como les gustaría a los pies del Sagrario! Ellas lo suplen con incesantes comuniones espirituales y reciben como premio de la pena que sienten la fecundidad de su acción, la salvaguarda de su alma y el progreso en la virtud!
Según Santo Tomás, la unión de la vida contemplativa y activa constituye el verdadero apostolado, obra principal del Cristianismo.
Todo el apostolado, en su origen, medios, y fin, debe estar animado del espíritu de Jesús. El apóstol no hace más que esparcir el trigo de Dios en el campo de las almas. Ardiendo en el amor de Dios, no puede menos que incendiar la tierra: He venido a traer fuego a la tierra (Luc 12,49).
Por la contemplación el alma se nutre; por el apostolado se da: «Así como es más perfecto iluminar que lucir, así es más perfecto comunicar a otros lo contemplado que sólo contemplar » (Suma Teolog. II-II, 188,6). El apostolado no es otra cosa que «entregar a los otros lo contemplado en la oración». La vida de oración es la fuente del apostolado.
Cuando el apóstol se deja llevar del activismo, «de la herejía de las obras», desaparece la contemplación, ya no irradia a los demás la vida divina.
El apóstol ha de vivir habitualmente en clima de oración, para poder dar de lo que le sobra. Nunca ha de suprimir la oración, con el pretexto de la acción.
«El apóstol es un cáliz lleno hasta los bordes de vida de Jesucristo, que vierte en las almas lo que rebosa» (P. Mateo Crawley, apóstol del Sagrado Corazón).[2]
El alma de todo apostolado – Segunda parte – Juan Bautista Chautard
[1] Dulzuras que residiendo sobre todo en la parte superior del alma, no suprimen las sequedades. La fe pura aunque seca basta a la voluntad para inflamar el corazón con llama sobrenatural mediante el socorro de la gracia. Tendida sobre su lecho de muerte en Mouliens santa Juana de Chantal, un alma probada en la oración, dejaba a sus hijas como testamento el siguiente principio: «La mayor dicha que existe sobre la tierra es la de poder conversar y vivir con Dios».
[2] Necesitáis la ayuda de la oración y el consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podréis ser los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. (Juan Pablo II a los jóvenes, Aeródromo de Cuatro Vientos, 3 de mayo 2003.