«No libertad sino libertades» – Eugenio Montes (1900-1982)

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Desde la Revolución francesa, gran matanza romántica entre citas clásicas, hasta que mi generación advino a la vida civil, el mundo occidental vivió con la pasión obsesionante de la palabra libertad, que a su vez dejó casi moribunda a Europa. Pues la libertad, así, en singular y en abstracto, es, en su origen y quizá en su fin, una cosa más bien americana que europea, criatura de la selva virgen más que de la ciudad, flor de manigua, selva o pradera intacta y no de ajardinada civilización. Yo confieso que no sé oír el suspiro por la Libertad, en mayúscula, sin pensar en Pablo y Virginia[1], entre lianas, frutas lascivas, florestas tropicales, y en la tierra donde el Mississippi llora lágrimas amargas por la pobre Manon Lescaut o en el desnudo «bon sauvage et bon républicain» de Juan Jacobo. El vocablo huele a Constitución de Virginia, a plantaciones con esclavos en un continente sin confines, hierboso, callado, ámbito aun sin nombre y sin gente, horizonte adámico todavía sin bautizar. El cuáquero, desembarcado en un paisaje deshabitado se siente libre porque nadie ni nada se opone a su anhelo de infinito. Otra vez lo de Kant y la paloma que cree que sin la resistencia del aire podría volar mejor. Y es lo cierto que no volaría nada.

La resistencia del aire es necesaria para el vuelo. La resistencia de una sociedad –y su orden, que es el Estado– es necesaria para el despliegue concreto del albedrío, o sea para las libertades, en plural.

Plural y no singular. Libertades concretas especiales, determinadas, en vez de la supuesta libertad genérica e indeterminada, absolutamente vacía, que luego, al llenarla con vida, se convierte en esclavitud y coacción.

Ahora bien, la verdad es que en el mundo civilizado la sociedad y el Estado preexisten al individuo. No digo que valgan más ni menos. En este mundo sublunar, en este aquí abajo, vale más, desde luego, salvar una sociedad que salvar a un individuo. ¡En el otro…! Para el otro no hay problema. No existen ni cielo ni infierno para los estados, los cuales se pierden o se ganan, se malogran o se logran en la vida histórica, donde tienen su comienzo, su plenitud, su final, su destino.

Pero si la ciudad es anterior al individuo que nace hoy a la siete de la tarde, entonces claro está que los derechos estatales son previos a los individuales y que el ciudadano sólo es sujeto de derechos en tanto sea sujeto de deberes. Así, las libertades aparecen no al principio de un Estado, sino cuando ya éste se siente seguro, potente, dueño de su destino y capaz. Entonces las libertades son, por un lado, liberalidades; por otro, merecimientos.

De este modo es igualmente cierto que el progreso humano consiste en el uso de libertades concretas, precisas, determinadas por el bien que de ellas puedan deducirse, y también que el progreso humano consiste en aceptar limitaciones de la libertad, en partir de disciplinas colectivas.

Pues sólo lo que tiene sistema existe; sólo lo que reconoce confines tiene realidad, duración, perfil. Esa cosa vaga, enorme, que es La Libertad, con mayúscula, resulta en la vida civil un sueño. Sueño de la razón que produce monstruos, como señaló el más grande baturro de todos los tiempos[2]. Sueño del racionalismo que olvida lo diferencial, lo concreto, precisamente lo individual. Sueño, pesadilla de la Revolución francesa, inventora del sistema métrico decimal y de la guillotina.

Como Saturno, esa libertad termina devorando sus propios hijos o sus madres: las libertades. Y devorándose a sí propia. Ahorcando. Ahorcándose. Así, la Revolución de la Bastilla acaba en la esclavitud del soviet en la inmensa Rusia, país voluptuoso de sumisión, jamás libre, siempre dominado por una latigante minoría, a caballo de la estepa y de la falta de voluntad.

Opongamos a esa libertad de esclavos las libertades ciudadanas, clásicas, antiguas, y las libertades señoriales, magnificentes, generosas.

En buen castellano se dice que es liberal el que da, el que alarga la mano y la bolsa, o mejor, la sonrisa y la mirada generosa. Liberalidades del triunfante, del victorioso, del seguro de sí mismo, del gran señor.

* En «La Estrella y la Estela», Ediciones del Movimiento – Madrid, 1953, pp. 233-235.

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[1] Pablo y Virginia es una novela romántica escrita por Jacques-Henri Bernardin de Saint- Pierre y publicada en 1787. En una publicación anterior, de Gilbert K. Chesterton, que puede verse AQUÍ, se hace también mención de dicha obra (Nota de «Decíamos ayer…»).

[2] Se refiere Montes al gran pintor Francisco de Goya quien realizó una pintura, actualmente en el Museo del Prado, en Madrid, denominada precisamente «El sueño de la razón produce monstruos». (Nota de «Decíamos ayer…»).

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