Todo apóstol que no cuida su vida interior acaba irremediablemente cayendo en la tibieza. Entendemos por tibieza de voluntad un pacto con la disipación y la negligencia habitualmente consentidas o no combatidas; un pacto con el pecado venial deliberado, que pone en peligro la salvación del alma, disponiéndola al pecado mortal[1]. Tal es la doctrina de S. Alfonso María de Ligorio sobre la tibieza.
Decía el obispo misionero Cardenal Lavigerie: «Para un apóstol no hay otra elección que ésta: la santidad completa, al menos de deseo, trabajando para alcanzarla, o la perversión más absoluta».
Pensemos en un apóstol que está ilusionado con su trabajo apostólico, ¿qué es lo que le puede llevar a caer en la tibieza? En todos los casos, siempre se da una falta de pureza de intención: no se está decidido a buscar en todo la voluntad de Dios. La persona puede sentir en sus inicios incluso devoción y fervor, sobre todo al sentir los consuelos que Dios siempre da a los principiantes, para ayudarles a perseverar en la vida espiritual. Pero es una devoción más bien sentimental, poco consistente y probada. Al sentir ciertos consuelos en la oración, la persona piensa que ya ha llegado a un alto grado de oración, cosa que no es verdad. A pesar de ello, la persona dedica poco tiempo a la oración y a la lectura espiritual, y no se las toma realmente en serio. Como está dedicado totalmente al apostolado exterior, no cuida su vida interior. Pronto hace mella en él la disipación, las prisas, la vanidad ante los primeros éxitos, o el abatimiento ante los primeros fracasos apostólicos. También le asaltan tentaciones contra la castidad, de tipo sensual o afectivo, y puede incluso sufrir algunas caídas. A pesar de todo, persiste en su apostolado, en el que se siente protagonista.
Llega por fin un día en que advierte el peligro. El Ángel de la Guarda le habla al corazón y la conciencia le pone sobre aviso. Urge recobrar el autodominio, acudir a un retiro espiritual y tomar la firme resolución de sujetarse a un horario, aunque ello le exija abandonar algunas de sus ocupaciones preferidas. Esta resolución lamentablemente la deja para otro día; hoy le resulta imposible. Todo su tiempo se lo lleva la actividad apostólica en la que se haya metido. La fiebre por las obras le devora. Le resulta insoportable relegar a segundo plano las múltiples actividades que le absorben, y cambiar a una vida más recogida de oración. Satanás le insinúa nuevos proyectos apostólicos, que sabe disfrazar engañosamente con razones por la gloria de Dios y el bien de las almas.
Va de flaqueza en flaqueza, por la pendiente resbaladiza del activismo. Para callar la voz de su conciencia, se deja arrastrar locamente por el torbellino de la actividad. Las faltas se acumulan fatalmente. Conforme avanza por este derrotero, su forma de pensar va cambiando también, considera una pérdida de tiempo el dedicado a la oración, y proclama que su vida de entrega ya es oración. Y como su obra aparentemente prospera, piensa que Dios le está bendiciendo.
¿Por qué ha caído en un estado tan lamentable? Por un poco de todo: inexperiencia, presunción, vanidad, superficialidad y cobardía. Se lanzó a la ventura en medio de los peligros sin haber medido antes sus pocas fuerzas espirituales; y al agotarse sus reservas de vida interior, se vio en la situación de un nadador que, sin fuerzas para luchar contra la corriente, se deja arrastrar hacia el abismo.
Detengámonos unos momentos para examinar el camino recorrido en sus diferentes etapas.
Primera etapa.— El alma ha perdido progresivamente , si es que las tuvo, la pureza de intención y la convicción firme por cuidar lo principal: su vida interior de unión con Dios.
El apostolado exterior le deslumbra, acuciado por su vanidad: «¿Qué queréis? Dios me ha otorgado el don de la palabra», decía un apóstol presuntuoso. El alma se busca a sí misma en vez de buscar a Dios. Su reputación, su honra y los intereses personales ocupan el primer lugar.
La ausencia de vida interior le lleva a la disipación, al olvido de la presencia de Dios, de las jaculatorias y de la guarda del corazón, a la poca delicadeza de conciencia y a no cumplir un horario que reglamentaría su vida según la voluntad de Dios, y no según su capricho. La tibieza está ya a las puertas, si es que no está ya dentro de casa.
En cambio, el hombre de fe y de vida interior es esclavo de su deber, avaro de su tiempo, que ordena por medio de un horario para mejor aprovecharlo y poder hacer rendir los talentos que Dios le ha dado.
Segunda etapa.— Pronto abandona la lectura espiritual; y si es que hace aún algo de lectura, ya no estudia. Eso de dedicar varias horas al día al estudio, en un trabajo monótono y escondido, para prepararse bien y tener algo valioso que decir, es demasiado para su vanidad. A él le gusta improvisar y se enorgullece de salir siempre airoso… pero no dice más que trivialidades. Prefiere las revistas a los libros; carece de constancia, y se limita a mariposear. Pierde mucho tiempo en distracciones y esquiva el trabajo metódico.
Todo lo que aminora su libertad de movimientos, le resulta molesto. Todo su tiempo lo ocupan sus obras, el cuidado de su salud y sus distracciones. Como piensa que le falta tiempo, Satanás aprovecha para insinuarle que abrevie su rato de oración, la Misa, el Santo Rosario… Y comienza por acortar la meditación, hasta que pronto la deja de hacer. Como se acostumbró a acostarse muy tarde, alegando motivos para ello, no puede madrugar ni levantarse a una hora fija, condición indispensable para hacer la meditación por la mañana.
Ahora bien, abandonar la oración equivale a entregar las armas al enemigo. «A menos de un milagro —dice S. Alfonso María de Ligorio—, sin oración se viene a caer en pecado mortal». Lo mismo afirma S. Vicente de Paúl: «Un hombre sin oración no es capaz de nada, ni aun de renunciarse en la más mínima cosa, es pura vida animal en toda la extensión de la palabra». Sin oración pronto se llega a ser un bruto o un demonio. Al que no hace oración, el demonio no necesita tentarle, el mismo se arroja al infierno. Por el contrario, un gran pecador que empieza a hacer un cuarto de hora de oración al día, no puede menos que convertirse, y si persevera, que lograr su salvación».
Todo apóstol que, bajo pretexto de ocupaciones fatigosas, o por pereza, no hace por lo menos media hora de oración diaria, seria y metódica, no tendrá las fuerzas y el ánimo que se requieren para perseverar en la lucha durante el resto del día, y acabará cayendo irremisiblemente en la tibieza.
En este estado, ya no sólo abundan las imperfecciones, sino los pecados veniales. Y como el alma ya no guarda su corazón, la mayor parte de sus faltas ni las advierte. El alma se encuentra en tal estado que está ciega para verlas. ¿Y cómo podrá combatir aquello que no se da cuenta que es un defecto?
Tercera etapa.— Negligencia en el rezo del Rosario o de la liturgia de las horas.
La oración de la Iglesia, que debía dar al soldado de Cristo la fuerza y alegría requeridas para renovarse espiritualmente y desprenderse de las cosas pasajeras, se le hace una carga insoportable.
Estas oraciones, llenas de alabanzas, súplicas y acción de gracias, apenas le dicen nada. En el santuario del alma sólo reina el ruido y el desorden. El activismo y la disipación habitual se encargan de aumentar las distracciones, que por otra parte, cada vez se combaten menos. Dios no mora en medio del alboroto.
El Santo Rosario se reza con precipitación, abundan las interrupciones injustificadas, la negligencia, la somnolencia, los retrasos, el dejarla para última hora con peligro de ser vencido por el sueño… hasta que se deja de hacer.
Cuarta etapa.— Los sacramentos se reciben con el respeto que merecen, pero ya no impresionan. La presencia de Jesús en el Sagrario o en el Sacramento de la Reconciliación ya no hace vibrar hasta el fondo del alma los resortes de la fe. Las comuniones son tibias, llenas de distracciones y superficiales. La rutina lo envuelve todo. El apóstol ya no siente en su interior las palabras íntimas con que Jesús se dirige a sus verdaderos amigos.
Sin embargo, de vez en cuando, el celestial Amigo le pide que le abra las puertas del corazón: Ven a mí, pobre alma llagada, ven a mí, yo te curaré (Mat 11,28) porque Yo soy tu salud (Sal 34). He venido a salvar al que estaba perdido (Luc 19,10). Su voz dulce, discreta y amorosa le emociona en algunos momentos, pero la puerta del corazón apenas se entreabre; no puede entrar Jesús, y sus llamadas quedan sin respuesta.
La gracia ha pasado en vano, y lo peor es que tal vez no vuelva a pasar: Temo a Jesús que pasa y que tal vez no vuelva a pasar.
¿Qué pensamientos ocupan el alma? Pensamientos vanos, superficiales y egoístas. Todos ellos van a parar al yo o a las criaturas, a menudo disfrazados de aparentes razones apostólicas o de caridad.
Prosigue el desorden. De la inteligencia y la imaginación, pasa al corazón. En vez de poner el corazón en Dios, en la Eucaristía, en la oración, lo pone en las criaturas, quedando a merced de la primera ocasión que se le presente.
Verdad es que son pocos los que llegan hasta el final, hasta la apostasía, por obstinación, ceguera del espíritu y endurecimiento del corazón. Pero del que ya ha entrado en la tibieza espiritual, puede temerse cualquier cosa. El hombre animal no conoce las cosas del espíritu.
Para colmo de males, la voluntad se ha debilitado en extremo. No le pidáis que reaccione con energía contra el estado en que se encuentra, sería inútil. Es incapaz del menor esfuerzo y sólo sabe dar esta respuesta desesperante: “No puedo”. Y, naturalmente no poder equivale a dejarse llevar por la pendiente. El que camina por la cuerda floja es natural que caiga alguna vez.
Pero estas caídas podrían haberse evitado si no se hubiese descuidado desde un inicio la vida interior.
En el origen de estas caídas está sin duda la falta de pureza de intención, no hacer las cosas puramente por Dios, sino buscar a la vez el propio interés, que todo lo ensucia.
Jesucristo es el apóstol por excelencia. Nadie se ha sacrificado tanto por las almas como Él, cuando recorría los caminos de Palestina. Las muchedumbres le seguían por todas partes, pero Él nunca descuidó su vida interior, siempre busco ratos para estar a solas con su Padre, a quien tenía siempre ante sus ojos en el Espíritu Santo. Incluso ahora se da a nosotros en la Eucaristía, pero sin dejar el seno del Padre.
Convenzámonos. No haremos nada de provecho en el apostolado mientras no vivamos una vida de permanente intimidad con Jesús.
El alma de todo apostolado – Tercera parte – Juan Bautista Chautard
[1] Según Santo Tomás, cuando el alma, en estado de gracia, hace un acto bueno pero sin el fervor debería tener, este acto disminuye el grado que ella tiene de caridad. Este es el sentido de las frases: “Maldito el que hace con negligencia la obra de Dios” y “Porque eres tibio… te vomitarte de mi boca”. Cada pecado venial disminuye el fervor, disponiendo el alma para el pecado mortal. La mejor manera de evitar el pecado venial es llevar una vida interior seria y fervorosa, sino abundarán los pecados veniales, unos no combatidos y otros apenas advertidos pero imputables al alma disipada que no tiene en cuenta las palabras del Señor: “Vigilad y orad”.