“Cree que nunca serás menos amada, aún cuando tu debilidad te llevase a ser infiel a las promesas de silencio, etc. Mira, Consolata, mi Corazón más subyugado está por vuestras miserias que por vuestras virtudes. ¿Quién salió del templo justificado? El Publicano. (Cfr. Lc 18, 10 y sig.). Es que ante un alma humilde y contrita mi Corazón no sabe contenerse… ¡Así soy Yo!
Recuerda siempre: que te amo y te amaré hasta la locura en cualquier momento y pese a tus debilidades que no quieres, pero que cometes. Por lo tanto, jamás, jamás, jamás, la menor duda de que por una infidelidad tuyas se debiliten mis promesas; jamás ¿estamos? De otro modo, herirás mi Corazón en lo más íntimo, Consolata”.
Ten presente que sólo Jesús sabe comprender vuestra debilidad, Él sólo conoce toda la humana flaqueza. “Consolata, la culpa de dudar de que, por motivo de tus infidelidades, no cumpla Yo mis promesas, tú jamás, jamás, jamás, la cometerás; ¿me lo prometes? ¡Tú no me harás semejante ultraje, porque sufriría mucho!”
No se crea que todo esto vaya exclusivamente dirigido a las almas de avanzada perfección, cual era Sor Consolata, que hubiera preferido la muerte a cometer una infidelidad a sabiendas.
Repitamos: Jesús, a través de Sor Consolata, trata de hablar a todas las almas: aún a las que en los comienzos de su renovación espiritual, sienten continuamente la aspereza de la lucha; así como a las que, después de haber avanzado en el camino de la perfección, y cuando se creían ya invulnerables a un asalto más violento e inesperado del enemigo, permitiéndole Dios, tuvieron que experimentar de nuevo la flaqueza humana. Entonces es el momento de echar mano a todas las fuerzas del alma en un supremo acto de confianza en el Corazón de Jesús.
Escuchen todas estas almas las siguientes palabras llenas de aliento que Jesús dirigía a Sor Consolata, en la misma ocasión de que hablamos arriba: “Mira, Consolata, el enemigo hará todo lo posible porque sacudas de ti la ciega confianza que en Mí tienes puesta, y no olvides jamás que soy y me complazco en ser exclusivamente bueno y misericordioso. Comprende, Consolata, mi Corazón; comprende mi amor y no permitas jamás, ni un solo instante, que el enemigo penetre en tu alma con un pensamiento de desconfianza, ¡jamás! Créeme únicamente y siempre bueno, créeme únicamente y siempre madre para contigo. Imita a los niños que, al menor arañazo en un dedo, corren a la madre para que se le vende. Haz tú siempre lo mismo: no olvides que yo borraré y repararé tus faltas, imperfecciones e infidelidades, como la madre venda el dedo real o imaginariamente enfermo. Y si ese niño, en vez del dedo, se rompiese un brazo o la cabeza, dime, ¿eres capaz de describir la ternura, la delicadeza, el afecto con que le curaría, le vendaría su madre? Así haré Yo con tu alma si legase a caer, aunque lo disimulara ¿Lo entiendes, Consolata? Luego, jamás, jamás, jamás, la menor sombra de desconfianza”.
La desconfianza me hiere en lo más íntimo del Corazón y me hace sufrir. Pero le prometía, para su consuelo, que no la dejaría caer en faltas graves: “No, amada mía, ni la cabeza, ni el brazo dejo que se te rompan. Haz de saber que lo que a ti te digo, un día servirá para otras almas; por eso te lo hago escribir”.
Repitamos que la divina lección es para todas las almas, puesto que acá abajo nadie puede pretender vivir sin faltas o imperfecciones: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañaríamos, y no habría verdad en nosotros (1 Jn 1, 8)
También Sor Consolata –no nos cansemos de repetirlo- tuvo sus defectos, que, como el lector lo ha podido ver, ella no nos oculta, ante parece complacerse en ponerlos a la vista, insistiendo y hasta poniendo de relieve su fealdad. Eran siempre defectos externos, como ímpetus repentinos, causados casi siempre por el celo en la observancia. Ahora, preguntémonos: ¿Qué cantidad de culpa podían tener ante Dios estos actos primi-primi en un alma de índole ardiente de carácter pronto y casi impetuoso, que muy bien pudiera denominarse “rayo y tempestad”? ¿En un alma que, acaso el mismo día había ya luchado hasta el heroísmo para reprimir, no una, sino diez, veinte veces, los impulsos desordenados de la naturaleza? ¿Y que, después de tales ímpetus, al momento se arrepentía, se humillaba gustosa delante de Dios y de las criaturas, con sincero propósito de enmendarse? Recuérdese además, que muchas veces, tales defectos exteriores son como un velo de que Dios se sirve para ocultar a los ojos de los demás, sus dones y sus operaciones en un alma. Así ocurrió con Sor Consolata, a quien Jesús –respondiendo a su explícito deseo de pasar desapercibida en la comunidad-, prometía: Sí, te anonadaré en el dolor y en la humillación. ¿En qué humillación? En ésta, precisamente, de parecer defectuosas y nótese, no sólo parece defectuosa a los ojos de los demás, lo cual tiene poca importancia, si no parecerlo a sus propios ojos, en lo cual está la verdadera humillación.
Cosas, todas estas, que se saben, pero que prácticamente se olvidan. Las olvidamos respecto de nosotros mismos: inquietándonos, turbándonos y desanimándonos, cuando nos acontece cometer alguna falta; las olvidamos sobre todo respecto del prójimo, cuando nos sublevamos contra toda posible afirmación de santidad de un alma, si vemos en ella una sombra de defecto. Querríamos añadir que es más fácil encontrar semejantes defectos en almas generosas, ardientes, volitivas, las cuales “queman las etapas” en la carrera de la santidad, que no en las que miden los pasos y andan con excesivo miramiento por miedo de tropezar.
Los santos no fueron de los tímidos, ni siquiera de los meticulosos, sino de los audaces obradores. No decimos presuntuosos, sino audaces. No se paraban en minucias, iban a lo sólido: “Los que nunca combaten, dice San Juan Crisóstomo, nunca son heridos; el que se lanza con ardor contra el enemigo, muchas veces es por él alcanzado.” (Ad. Theodlaps, lib I, No. 1) Esta digresión no nos parece inútil, siendo tan importante que las almas –y los directores de almas-, no descuiden lo esencial por lo accesorio.
Mientras tanto, he aquí cómo Jesús, continuando su más maternal exhortación, animaba a Sor Consolata: “¿Querrías que te prometiese no dejarte caer jamás, sino ser siempre fiel, siempre perfecta? No, Consolata, no quiero engañarte y por eso te digo que cometerás faltas, infidelidades e imperfecciones, las cuales te servirán para avanzar, porque te obligarán a practicar muchos actos de humildad“. Ciertamente, es fácil al alma mantenerse en la confianza, cuando goza de los divinos atractivos, no pudiendo decirse lo mismo cuando camina entre tinieblas espirituales.
Por lo que Jesús, preparando a Sor Consolata a esta contingencia, la prevenía así (27 de noviembre de 1935): “Sí, Consolata, hoy el cielo de tu alma es hermoso como el cielo de la naturaleza ¿Lo ves? Es rosado y azul. Pero dentro de poco, sobre ese hermoso cielo de amor y de confianza se extenderán espesas tinieblas… ¡Ánimo, Consolata! Será en los días fructuosos de la prueba, cuando podrás mostrar con hechos a Dios tu amor y tu confianza en Él ¡Oh, confía! ¡Confía siempre en Jesús! ¡Si supieses cuánto gozo en ello! Dame siempre esta alegría de fiarte de Mí, aún entre tinieblas de muerte; dame siempre la alegría, en cualquier hora tenebrosa en que te encuentres, de un “Jesús, me fío de Ti, creo en tu amor para conmigo y confío en Ti.”
Así, en efecto, hizo Sor Consolata, conservando inalterable su confianza, llevándola siempre muy en alto. Desde el 14 de agosto de 1934, vigilia de la Asunción de la B. V. María, iba poniendo en manos de la celestial Madre después de haberlo escrito con su propia sangre, el siguiente voto de confianza:
“Madre, en tus manos pongo el voto que hago a Dios Nuestro Señor, de confiar en su bondad, en su misericordia, siempre, en cualquier estado en que mi alma se encuentre, y de creer siempre en lo que me ha prometido. Oh dulce Madre, con tu ayuda quiero esperar, confiar, creer todo esto de la omnipotencia del buen Dios. ¡Dios mío, te amo y confío en Ti!”
El “Dios mío, confío en Ti” o bien: “Jesús, en Ti confío” se desliza de continuo en todos los escritos de Sor Consolata: son como el sello de todos sus propósitos, de todo su volver a comenzar después de una infidelidad, de todo empuje hacia la perfección.
¿Tiene algo de extraño que el Corazón de Jesús se dejase conquistar por tan gran confianza? Los dones divinos, las magníficas promesas por Él hechas a Sor Consolata, todo es fruto y premio juntamente de este su confiado amor. Sor Consolata creyó, pero creyó con una fe que no sólo transporta, o mejor pulveriza las montañas de los propios defectos, sino que pone la omnipotencia misma de Dios al servicio de la criatura.
Jesús así se lo confirmaba: (6 de agosto de 1935): ¿Sabes qué es lo que me atrae a tu alma? La ciega confianza que tienes en Mí. (20 de octubre de 1935): La confianza ciega, infantil, sin límites, inmensa, que tienes en Mí, me agrada tanto que por eso me inclino hacia ti con tanto amor y con tanta ternura.
Por esta confianza obrará Él en ella maravillas sobre maravillas (8 de octubre de 1935): Haré en Consolata, cosas maravillosas porque tu confianza en Mí no tiene escollos. Tú crees en Jesús, en su Corazón misericordioso, y ¡todo es posible al que cree! (Cfr. Marc 9, 22). Por esta confianza la llevará a la cima de la santidad (18 de noviembre de 1935): Si te hubieras fiado de ti misma o apoyado exclusivamente en una criatura mía para alcanzar la cumbre, hubieras dado pasos de caracol; pero te fías sólo de Jesús, te has apoyado sólo en el Omnipotente y realizaré maravillas, haremos vuelos de gigante.