El 24 de agosto de 1907, un joven sacerdote enfermo y agotado entra en la capilla de las Apariciones de Paray-le-Monial (Francia). «Allí, me puse a rezar, y sentí en mi interior una extraña sacudida. Acababa de recibir la llamada de la gracia, a la vez muy fuerte e infinitamente suave. Cuando me levanté, estaba completamente curado. Entonces, arrodillado en el santuario, absorto en la acción de gracias, comprendí lo que Nuestro Señor quería de mí. Aquella misma tarde, concebí el plan de conquistar el mundo para entregárselo al amor del Corazón de Jesús, casa por casa y familia por familia».
Aquel sacerdote era el P. Mateo Crawley, gran impulsor de la obra de entronización del Sagrado Corazón en los hogares. Él mismo confió a San Pio X su proyecto de propagar la entronización de la imagen del Sagrado Corazón en los hogares, a lo que el Romano Pontífice respondió mandándole que consagrara su vida a esa obra.
El 6 de abril de 1915 lo recibió en audiencia privada Benedicto XV, quien también aprobó la obra de la entronización mediante una carta fechada el 27 de abril siguiente. En ella la definió con estas palabras: «La instalación de la imagen del Sagrado Corazón, como en un trono, en el sitio más noble de la casa, de tal suerte que Jesucristo Nuestro Señor reine visiblemente en los hogares católicos». Se trata, pues, no de un acto transitorio, sino de una verdadera y propia toma de posesión del hogar por parte de Jesucristo, que debe ser permanentemente el punto de referencia de la vida de la familia, que se constituye en súbdita de su Corazón adorable.
El P. Mateo Crawley explicaba que la entronización es más que instalar con veneración la imagen del Sagrado Corazón en el hogar, es más que recitar la fórmula de consagración. La entronización se fundamenta en las palabras que Jesús pronunció a Santa Margarita: «¡Quiero reinar!», «¡Sí, reinaré por mi Sagrado Corazón, lo prometo!». La Entronización es un apostolado social, organizado con el fin de realizar en la familia, y por esta en la sociedad, esa palabra soberana… la entronización trabaja para que esa afirmación inefable, «Reinaré por mi Corazón», sea un hecho consumado y una dichosa realidad, hoy en el hogar, y mañana en la sociedad y en la nación.
En su carta al padre Mateo, el Papa Benedicto XV consideraba tres plagas que destruyen la familia: «El divorcio, que quebranta la estabilidad; el monopolio de la enseñanza, que elimina la autoridad de los padres; la búsqueda del placer, que con frecuencia se opone a la observancia de la ley natural».
Ante esos males, la entronización aporta el doble remedio de una fe radiante y de un amor efectivo. Esa entronización, sigue escribiendo Benedicto XV, «propaga ante todo el espíritu cristiano, estableciendo en cada hogar el reinado del amor de Jesucristo.
Actuando de ese modo, no hacéis otra cosa que obedecer al mismo Nuestro Señor, que ha prometido sus bendiciones para las casas donde la imagen de su Sagrado Corazón sea expuesta y honrada con devoción. Y puesto que seguir a Cristo no consiste en el hecho de emocionarse con un sentimiento religioso superficial que conmueve los corazones débiles y tiernos pero que deja el vicio intacto, es necesario conocer a Cristo, su doctrina, su vida, su pasión y su gloria.
Seguir a Cristo significa estar imbuido de una fe viva y firme que actúa no solamente en el espíritu y en el corazón, sino que también gobierna y dirige nuestra conducta». Nada se adapta mejor a las necesidades de nuestro tiempo.
Benedicto XVI se hace eco de su antecesor: «La familia ha sido y es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en el que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente. Sin embargo, en la actualidad sufre situaciones adversas provocadas por el secularismo y el relativismo ético, por los diversos flujos migratorios internos y externos, por la pobreza, por la inestabilidad social y por legislaciones civiles contrarias al matrimonio que, al favorecer los anticonceptivos y el aborto, amenazan el futuro de los pueblos» (13 de mayo de 2007).
La sociedad (Siguiendo el libro de Royo Marín, El Corazón de Jesús, capítulo 7) “Pues al decir que ´se lo sometió todo´, es que no dejó nada que no se le sometiera”. (Heb 2, 8) Cristo es Rey de las naciones, sin embargo, en la mayoría de ellas no se lo conoce.
Su realeza es de derecho, ya que es creador, heredero y conquistador de todos. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
También es Rey de hecho porque, a pesar de que no se ha arrogado el poder temporal, Él ha fundado un reino espiritual. El Verbo Encarnado tiene el poder sobre todas las cosas humanas y temporales. El Padre le confirió un derecho absoluto sobre todo lo creado, de tal suerte que todas las cosas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, también permitió, y sigue permitiendo que los poseedores de ellas las utilicen.
Jesús es, pues, Rey de las naciones. (Cf. Pio XI Carta Encíclica Quas primas n° 15) “El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano”. (León XIII, Carta Encíclica Annum sacrum)
Sólo el Corazón del divino Redentor es quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, tanto a los individuos como a las naciones. No se deberán negar pues los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo pública muestra de veneración y de obediencia a éste amabilísimo Corazón que lo único que busca es la felicidad plena de cada individuo de la sociedad.
Si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de su divino Corazón, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del estado, también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. (Cf. Pio XI Carta Encíclica Quas primas n° 17)
El Corazón del Verbo Encarnado es considerado signo y símbolo principal del amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. El Corazón de Cristo se desborda de amor divino y humano, no nos impone su derecho, sino su amor, y así nuestra obediencia nace del agradecimiento a todo lo que ha hecho por nosotros.
El Reino de Cristo abraza a todas las naciones, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Jesucristo confirmó su reinado por su propia boca. Al gobernador romano que le preguntaba: “¿Tú eres Rey?”, Él contestó sin vacilar: “Tú lo has dicho: ¡Yo soy rey!” (Jn 18,37).
La grandeza de este poder y la inmensidad infinita de este reino, están también confirmados plenamente por las palabras de Jesucristo a los Apóstoles: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra”. (Mt 28,18) Él ejerció este derecho extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus apóstoles a propagar su doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola iglesia por el bautismo de salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera desconocer sin poner en peligro su eterna salvación.
Pero esto no es todo. Jesucristo ordena no sólo en virtud de un derecho natural y como Hijo de Dios, sino también en virtud de un derecho adquirido. Pues “nos arrancó del poder de las tinieblas” (Col 1,13) y también “se entregó a sí mismo para la Redención de todos” (1 Tim 2,6).
No solamente los católicos y aquellos que han recibido regularmente el bautismo cristiano, sino todos los hombres y cada uno de ellos, se han convertido para Él “en pueblo adquirido” (1 Pe 2,9). San Agustín tiene razón al decir sobre este punto: “¿Buscáis lo que Jesucristo ha comprado? Ved lo que Él dio y sabréis lo que compró: La sangre de Cristo es el precio de la compra. ¿Qué otro objeto podría tener tal valor? ¿Cuál si no es el mundo entero? ¿Cuál sino todas las naciones? ¡Por el universo entero Cristo pagó un precio semejante!”. (Cf. León XIII Carta Encíclica Annum Sacrum).
Este poder de Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la verdad, la justicia y sobre todo por la caridad. Pero en esta doble base de su poder y de su dominación, Jesucristo nos permite, en su benevolencia, añadir, si de nuestra parte estamos conformes, la consagración voluntaria.
Dios y Redentor a la vez, posee plenamente y de un modo perfecto, todo lo que existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de todo, que no tenemos nada que nos pertenezca y que podamos ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehusa nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión nuestra. No solo no rehusa esta ofrenda, sino que la desea y la pide: “Hijo mío, ¡dame tu corazón!”.
Podemos, pues, serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestras almas. Consagrándonos a Él, no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a Dios que quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que ya le pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia del acto de consagración, y este es el sentido de sus palabras.
La consagración al Sagrado Corazón aporta a los estados la esperanza de una situación mejor, pues este acto de piedad puede establecer y fortalecer los lazos que unen naturalmente los asuntos públicos con Dios. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha erigido una especie de muro entre la iglesia y la sociedad civil. En la constitución y administración de los Estados no se tiene en cuenta para nada la jurisdicción sagrada y divina, y se pretende obtener que la religión no tenga ningún papel en la vida pública. Esta actitud desemboca en la pretensión de suprimir en el pueblo la ley cristiana; si les fuera posible hasta expulsarían a Dios de la misma tierra. (Del libro: Mes de preparación para consagrarse al Sagrado Corazón de Jesús)
Fatalmente acontece que los fundamentos más sólidos del bien público, se desmoronan cuando se ha dejado de lado la religión. De ahí esa abundancia de males que desde hace tiempo se ciernen sobre el mundo y que nos obligan a pedir el socorro de Aquél que puede evitarlos. ¿Y quién es este sino Jesucristo, Hijo Único de Dios, “pues ningún otro nombre le ha sido dado a los hombres, bajo el cielo, por el que seamos salvados” (Hechos 4,12)?
Hay que recurrir, pues, al que es “el Camino, la Verdad y la Vida”. El hombre ha errado: que vuelva a la senda recta de la verdad; las tinieblas han invadido las almas, que esta oscuridad sea disipada por la luz de la verdad; la muerte se ha enseñoreado de nosotros, conquistemos la vida. Entonces nos será permitido sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza en la antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas caerán, las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten el imperio de Cristo y sometan con alegría, y cuando “toda lengua profese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre”. (Fil 2,11)
En la época en que la iglesia, aún próxima a sus orígenes, estaba oprimida bajo el yugo de los Césares, un joven emperador percibió en el cielo una cruz que anunciaba y que preparaba una magnífica y próxima victoria. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: es el Corazón Sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de el la salvación de los hombres. (Cf. León XIII Carta Encíclica Annum Sacrum)