el principal remedio contra la soberbia es reconocer prácticamente la grandeza de Dios. Como lo proclamó en el cielo el Arcángel San Miguel: “Quis ut Deus? ¿Quién como Dios?” Él solo es grande, y la fuente de todo bien natural y sobrenatural. “Sin mí, dice el Señor, no podéis nada” en orden a la salvación (Jn 4, 5). San Pablo añade: “¿Quién es el que te da la ventaja sobre los otros? ¿O qué cosa tienes que no la hayas recibido? Y si lo que tienes lo has recibido, ¿de qué te jactas como si no lo hubieras recibido?” (I Cor 4, 7.) “No somos suficientes por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, como de nosotros mismos” (2 Cor 3, 5).
Santo Tomás dice también: “Puesto que el amor que Dios nos tiene es causa de todo bien, ninguno sería mejor que su vecino si no fuera porque es de Dios más amado”. ¿Y por qué gloriarnos entonces del bien natural o sobrenatural que hay en nosotros, como si no lo hubiéramos recibido, como si nos perteneciera en propiedad, y no fuera ordenado a glorificar a Dios? “Pues él es el que opera en nosotros, no sólo el querer, sino el ejecutar” (Fil 13).
Remedio de la soberbia es el repetirnos a menudo que no existimos por nosotros mismos, que hemos sido sacados de la nada por un acto de puro amor de Dios, que aún continúa “Que es el principio de predilección, que virtualmente encierra todo el tratado de la predestinación y el de la gracia libremente manteniéndonos en la existencia, sin lo cual luego volveríamos a la nada. Y si la gracia inunda nuestras almas, es porque Jesucristo las rescató con su sangre preciosísima.
Remedio de la soberbia es también recordar que hay en nosotros algo muy inferior a la misma nada: el desorden del pecado y sus consecuencias. Como pecadores, somos acreedores al desprecio y a todas las humillaciones. Así lo creyeron los santos, y por cierto que iban en esto menos errados que nosotros. ¿Cómo gloriarnos, en fin, de nuestros méritos, como si de nosotros únicamente procedieran? Si la gracia habitual y la gracia actual no residieran en nosotros para ayudarnos, seríamos incapaces del más pequeño acto meritorio. Dice San Agustín: “Dios corona sus propias gracias, cuando corona nuestros méritos.”
Más es imprescindible que tal convicción no quede en el terreno teórico, sino que sea práctica e inspire todos nuestros actos. Como dice la Imitación de Cristo, “Ciertamente el rústico humilde que sirve a Dios es muy superior al soberbio filósofo, que olvidándose de sí mismo contempla el curso de los astros. El que bien se conoce, tiénese por vil, y no se deleita en las humanas alabanzas… Los eruditos gustan de ser vistos y tenidos por sabios… Si quieres aprender y saber algo provechosamente, procura ser desconocido y tenido en nada… Si vieres que otro peca manifiestamente o comete culpas graves, no por esto debes juzgarte mejor que él; porque no sabes hasta cuándo podrás perseverar en el bien. Todos somos frágiles, más a nadie tengas por más frágil que a ti mismo.”
En el mismo libro se lee: “No te avergüences de servir a los demás, ni de parecer pobre en este mundo por amor de Jesucristo. .. No confíes en tu ciencia. .. sino en la gracia de Dios, que ayuda a los humildes y humilla a los presuntuosos. .. No te tengas por mejor que los demás; no sea que valgas menos a los ojos de Dios, que sabe lo que hay en el hombre…
Frecuentemente lo que agrada a los hombres, desagrada a Dios. . . El humilde goza de continua paz: la envidia y la ira emponzoñan a menudo el corazón del soberbio.” Y en el libro II dice: “Dios protege y libra al humilde, ama al humilde y le consuela; le prodiga sus gracias… y le descubre sus secretos; le atrae dulcemente a sí y le convida”.
Para alcanzar esta humildad de espíritu y de corazón, es necesaria una profunda purificación; la que nosotros podamos imponernos, no basta; preciso es que la acompañe otra purificación pasiva, por la gracia y luz de los dones del Espíritu Santo, que dé en tierra con nuestra soberbia, haga caer las escamas de nuestros ojos, nos muestre el fondo de fragilidad y miseria que en nosotros subsiste, la utilidad de la adversidad y la humillación, y nos haga finalmente clamar al Señor: Gracias, Señor, por haberme humillado; que así he aprendido tus mandamientos: ” “Bueno es que de vez en cuando suframos algunos pesares y contratiempos. .. Bueno es que algunas veces experimentemos contradicciones, que se piense mal o poco favorablemente de nosotros… Con frecuencia contribuye esto a hacernos humildes y a defendernos de la vanagloria” (Imitación, 1.1).
En la adversidad es donde se nos da a entender lo que realmente somos, y la gran necesidad que tenemos del socorro divino: Quien no ha sido probado, ¿qué es lo que puede saber? (Eccl 34, 9). Cuando esta purificación haya tenido lugar, la soberbia y sus consecuencias se dejarán sentir menos en nosotros. Y en lugar de dejarnos llevar a tener envidia de aquellos que natural o sobrenaturalmente están mejor dotados que nosotros, nos acordaremos de que, como lo nota San Pablo, la mano no ha de sentir envidia de los ojos, antes se ha de alegrar de que los ojos vean en beneficio de la misma mano. Asimismo, en el cuerpo místico de Cristo, lejos de dejarse arrastrar a la envidia, las almas han de gozarse santamente con las buenas prendas que vean en sus prójimos; porque, aun sin poseerlas, se benefician con ellas, y han de sentirse dichosas de todo lo que a la gloria de Dios concurre y al mayor bien de las almas. Cuando esto se ha conseguido, la venda de la soberbia cae de los ojos, y la mirada del espíritu vuelve a encontrar la sencillez y penetración que le permiten entrar en la vida íntima de Dios.
LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIOR, GARRIGOU LAGRANGE