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La vida del hombre oscila entre dos polos. La adoración de Dios o la adoración de su “yo”; el servicio de Dios o la lucha contra Dios. “El que no está conmigo está en contra mía” (Mt 12,30). San Agustín decía que dos ciudades han sido construidas: la de la adoración de Dios hasta el desprecio de sí y la adoración de sí hasta el desprecio de Dios.

La razón y la fe nos llevan a Dios. Nuestra sensibilidad desordenada a la adoración de mi “yo” y de las creaturas, a esa idolatría que considerábamos ayer como característica del pecado: Adorar la creatura en lugar del Creador.
Para apreciar los verdaderos valores en juego en esta contienda, nada más útil que meditar en la muerte, lo que no quiere decir contemplación terrorífica, sino por el contrario, visión de aliento y esperanza.

Dos maneras hay de mirar la muerte: una puramente humana, vale decir pagana, y otra cristiana.

1. El concepto humano considera la muerte como el gran derrumbe, el fin de todo. Es un concepto impregnado de tristeza (los filósofos estoicos se suicidaban para ser plenamente dueños de su fin como querían serlo de su vida). Desde los primeros tiempos el hombre ha sentido pavor ante la muerte. Nadie la conoce por experiencia propia y de los que han pasado por ella ni uno ha vuelto a decirnos lo que es: Ha entrado en un eterno silencio. Sólo la conocemos observándola en los otros, y este acontecimiento, al que somos extraños, nos sacude como ningún otro hecho terrestre. La muerte de una persona es mucho más cautivante que su nacimiento; más decisiva que todas las horas vividas. La vida es como una enorme ola que trepa, trepa hasta el cielo, para luego desplomarse hasta honduras que la mirada no penetra.

La muerte va ordinariamente precedida de una dolorosa postrera enfermedad, acompañada de una impotencia creciente, que llega a ser total. Los que rodean al moribundo contemplan, en completa pasividad, como ese ser querido es arrastrado al inevitable abismo. Cuando queremos seguirlo con la mirada nos parece que la nada lo hubiera devorado. ¡Cuán diferente de todas las otras despedidas! Largos años estuvo con nosotros, nos habituamos a su presencia, y de pronto ya no lo veremos más. Cuando regresemos a casa, ya no nos saldrá al encuentro, y aunque dejemos de noche abiertas todas las puertas, nunca más entrará por ellas. Nos invade entonces una nostalgia que, como agua oscura, llena todos los espacios de nuestra alma y nos consume de pesar. No podemos señalar, un lugar, un espacio, un punto donde buscarlo. Nuestra vida se pierde en gris inmensidad interminable e infinita.

Ningún camino nos lleva al ser querido. Podríamos vagar eternamente sin saber si nos hemos acercado o nos hemos alejado del que buscamos. Y cuando, cansados, nosotros entremos también en la eternidad ¿Lo hallaremos allí? ¿Dónde tendremos que buscarlo? ¿Podrán en esa inmensidad encontrarse dos pobres, diminutas chispas de luz? Ningún amigo ni el más sabio y poderoso puede hacer algo por el muerto. Todo el amor que queda sobre la tierra es tan impotente frente a la muerte como un niño encerrado y olvidado en un cuarto oscuro. Si el alma cree en Dios, sabe que el muerto está frente a Él. Que de Él depende, y nada más que de Él. Nadie podrá obtener que esa alma sea devuelta a esta vida. Cuando vivimos no parecemos tan solos frente a Dios. Hay otros seres que, aunque débiles, nos ofrecen refugio para escondernos, como a nuestros primeros padres culpables las hierbas del paraíso, pero en el momento de la muerte no quedan ya hierbas donde ocultarse: el alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no quedan más que ella y su Dios. Este es el concepto de la muerte mirado con visión puramente humana. Lo que allí se dice es cierto, pero de esta visión están ausentes la fe, la esperanza y la caridad.

2. El concepto cristiano de la muerte es inmensamente más rico y consolador: la muerte para el cristiano es el momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. La muerte para el cristiano es el encuentro del Hijo con el Padre; es la inteligencia que halla la suprema verdad, es la inteligencia que se apodera del sumo Bien. La muerte no es muerte. Como dice el Prefacio de los Difuntos: “Para tus fieles Señor, la vida no fenece, y deshecha la casa de esta habitación temporal se nos da eterna e incomparable habitación en la Gloria”.

Lo veremos a Él cara a cara, a Él nuestro Dios que hoy está escondido. Veremos a su Madre, nuestra dulce Madre, la Virgen María. Veremos a sus santos, sus amigos que serán también los nuestros; hallaremos nuestros padres y parientes, y aquellos seres cuya partida nos precedió. En la vida terrestre sólo los conocimos por los sentidos, medios precarios e imperfectos, y no pudimos penetrar en lo íntimo de sus corazones, pero en la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones. Muchos se preguntan si en la otra vida conoceremos a los seres queridos. La Iglesia nunca ha dado una definición sobre este punto, pero en su liturgia encontramos la respuesta.

En la misa que el sacerdote reza por sus padres difuntos, pide: “Señor, a mi padre y a mi madre haz que en la región de los vivos yo los vea”.

Por otra parte, conociendo la manera de obrar de Dios ¿no sería una burla extraña en su proceder la de poner en nuestros corazones un amor inmenso, ardiente hacia seres que para nosotros son más que nosotros mismos, si ese amor estuviese llamado a desaparecer con la muerte? Todo lo nuestro nos acompañará en el más allá, ¿acaso esos amores tan profundos están llamados a olvidarse o quedar insatisfechos? No. Dios no rompe los vínculos que ha creado; Dios no se arrepiente de sus dones, antes bien es fidelísimo. Una firme esperanza late en mi corazón fundada, no en los méritos humanos, sino en el amor de Dios: que Él tomará las manos suplicantes que se extienden hacia el desaparecido y las guiará hacia Él de modo que vuelvan a ayudar y acariciar el alma amada.
Pero por encima de todo, el gran don del cielo es estar presentes ante Dios. ¡Qué más puedo necesitar! En Él tengo para siempre un abrigo, una presencia, una proximidad, una patria, un hogar, un compañero vivo, con el que he caminado en la tierra, aunque sin conocerlo, un apoyo por toda la eternidad. No me dejará caer en la nada, alimentará eternamente mi ser. Cuando todas las estrellas se hayan puesto para siempre, una estrella única, Dios, seguirá fija en el cielo del alma. Donde quiera me vuelva siempre estaré ante Él.

¿Cuál será la sorpresa y la alegría del cristiano al terminar su vida terrena y ver que su prueba ha terminado? Los dolores pasaron, y ha llegado aquello por lo cual luchó y se sacrificó. ¡Que precio tan barato por una Gloria eterna! Algunos años difíciles ¡Pero qué cortos fueron! ¡Qué cosa tan despreciable es la vida humana mirada en sí misma! ¡Qué grande si se considera en sus efectos eternos! ¡Es como una semillita pequeña y barata que germina y madura para la eternidad!

Mirada como un fin en sí, esta vida es pequeñísima, es poco más que un accidente de nuestro ser. No es más que un corto estadio de prueba, cuya única razón es responder si amamos a Dios o no. Estamos en este mundo como los jugadores en el estadio para jugar. ¡La vida es una especie de sueño! Un sueño serio porque todo lo que hacemos determina nuestro eterno destino.

El alma cristiana que quiere vivir su fe debe considerarse en comunión con los ángeles y santos; y su vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3). Tiene su sitio junto a Él, y no aquí abajo, en esta feria que no es nuestro destino. Esta vida es preciosa en cuanto nos revela, en sus sombras y figuras, la existencia y los atributos del Dios Todopoderoso; es preciosa porque nos permite tratar con almas inmortales que están como nosotros en la prueba, es preciosa porque nos permite ayudarlas a conocer a Cristo y nos permite remover los obstáculos que el mundo ofrece a la gracia, nos permite hacer de esta tierra algo menos indigno de Dios. Algo que revela aunque en forma imperfecta la belleza anticipada de la Gloria.

Esta vida vale, en la medida en que es la escena y el medio de nuestra prueba, pero más allá no puede aspirar a imponerse a nosotros. Es una especie de sombra sin sustancia. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Qo 1,2). Ricos o pobres, jóvenes o viejos, apreciados o despreciados: esto no debe afectarnos más, elevarnos o deprimirnos, que si fuéramos actores de una comedia en que tenemos papel diferente.

¿Dolores? En esta vida tendremos dolores, pero los dolores no son puro castigo, como tampoco morir es puro castigo. Es bello poder sufrir por Cristo. Él primero sufrió por nosotros. Bajó del Cielo a la tierra a buscar lo único que en el Cielo no encontraba: el dolor y lo tomó sin medida por amor al hombre. Lo tomó en su alma, lo tomó en su imaginación, en su corazón, en su cuerpo y en su espíritu, porque “me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí” (cf. Gál 2,20). Después de Él, María, su Madre y mi Madre, es Reina del Cielo porque amó y sufrió. El gran privilegio del hombre es poder sufrir: padecer hambre, tedio, soledad y cansancio; poder sufrir por quien nos dio la vida. En esto superamos a los ángeles. Ellos no pueden sufrir, ni morir. Nosotros sí, tenemos el privilegio que tienen las flores, exhalar la fragancia y cuando ya no queda más que entregar dejar caer, uno a uno, los pétalos en supremo homenaje a Aquel que nos lo dio todo.

La vida ha sido dada al hombre para cooperar con Dios, para realizar su plan, la muerte es el complemento de esa colaboración pues es la entrega de todos nuestros poderes en manos del Creador. Que cada día sea como la preparación de mi muerte entregándome minuto a minuto a la obra de cooperación que Dios me pide, cumpliendo mi misión, la que Dios espera de mí, la que no puedo hacer sino yo.

La muerte es la gran consejera del hombre. Ella nos muestra lo esencial de la vida, como el árbol en el invierno, una vez despojado de sus hojas, muestra el tronco. Cada día vamos muriendo, como las aguas van acercándose, minuto a minuto, al mar que las ha de recibir. Que nuestra muerte cotidiana sea la que ilumine nuestras grandes determinaciones: a su luz, a su antorcha resplandeciente, qué claras aparecerán las resoluciones que hemos de tomar, los sacrificios que hemos de aceptar, la perfección que hemos de abrazar.

El gran estímulo para la vida y para luchar en ella, es la muerte: motivo poderoso para darme a Dios por Dios. Y mientras el pagano nada emprende por temor a la muerte, el cristiano se apresura a trabajar porque su tiempo es breve, porque falta tan poco para presentarse a Aquel que se lo dio todo, a Aquel a quién él ama más que a sí mismo. ¡Apúrate alma, haz algo grande y bello que pronto has de morir! ¡Hazlo hoy y no mañana que hoy puede venir Él a tomar tu alma.

Si comprendemos así la muerte, entenderemos perfectamente que, para el cristiano, su meditación no le inspira temor, antes al contrario, alegría, la única auténtica alegría. Por eso escribía Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.

Y esta mujer extraordinaria que tan dulces poesías escribía pensando en su muerte no tuvo sino esta palabra cuando le anunciaron su próximo fin: “Ya era tiempo Señor, ya era tiempo de verte”.

Si no fuera más que para afrontar con serenidad la muerte, y con alegría la vida, ya la fe tendría plena justificación. Cuántas anécdotas, mis hermanos, podría narraros de las dulces muertes que he visto o he leído descritas. Permitidme recordaros la de once marineros españoles, muertos en los días trágicos del terrorismo rojo el España. La última noche de su vida les interroga el alcaide cuál es su suprema voluntad y ellos contestan: un sacerdote que nos confiese. Pasan la noche en íntima comunicación con él y uno de ellos le dice: “Padre, qué dicha la nuestra, somos once, entre nosotros no hay ningún Judas y Ud. representa a Cristo”. El fusilamiento debía tener lugar a las seis, uno mira el reloj y dice: “Amigos, que estafa, son las 6 1/2. Nos han robado media hora de cielo”.

Vosotros recordareis al sacerdote colombiano que entre nosotros hizo tanto bien, el Rev. Padre Juan María Restrepo, él no pudo ver la muerte de su madre, pero su hermano, senador colombiano se la describía así:

Se fue apagando su vida
en un dulce agonizar,
sin estertores ni gritos,
ni angustioso forcejear,
como en la playa de arena,
duermen las olas del mar,
como al caer de la tarde
muere la lumbre solar…
Dios la llamaba del Cielo
y al Cielo se fue a morar…
Junto al lecho arrodillados
la miramos expirar,
sin alaridos ni gritos,
de vana inconformidad.
Apenas si se escuchaba
tenuísimo sollozar
de quienes saben que el viaje
es un viaje y nada más
y que en la orilla lejana
nos volveremos a hallar,…
La madre nos dijo: Hijitos
los espero en el hogar.
Hasta luego madrecita
ayúdanos a llegar.

No resisto a leeros estas líneas encontradas en el bolsillo de la chaqueta de un soldado norteamericano desconocido destrozado por una granada en el campo de batalla: “Escucha, Dios…, yo nunca hablé contigo. Hoy quiero saludarte: ¿cómo estás? ¿Tú sabes…? Me decían que no existes y yo, tonto de mí, creí que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra. Y anoche, desde el cráter que cavó una granada, vi tu cielo estrellado y comprendí que había sido engañado… Yo no sé si tú, Dios, estrecharás mi mano; pero voy a explicarte y comprenderás… Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho que decirte no tengo. Tan sólo que me alegro de haberte conocido. Pasada medianoche habrá ofensiva. Pero no temo: sé que tú vigilas. ¡La señal!… Bueno, Dios: ya debo irme… Me encariñé contigo… aún quería decirte que, como tú lo sabes, habrá lucha cruenta y quizás esta misma noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca muy amigos, ¿me dejarás entrar, si llego hasta ti? Pero… ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío?, se me ocurre que ya no soy impío. Bueno, Dios: debo irme… ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a la muerte”.

Hermanos, creo que la meditación de la muerte no ha sido para nosotros una meditación de pavor sino de consuelo. ¿Por qué temerla? ¿Por qué asustarnos de abandonar este mundo engañoso, los que hemos sido bautizados para el otro mundo? ¿Por qué estar ansiosos de una larga vida de riquezas, honores y comodidades, los que sabemos que el cielo será cuanto deseamos de mejor, y no solamente en apariencia sino en verdad y para siempre? ¿Por qué descansar en este mundo cuando no es más que la imagen, el símbolo del otro verdadero? ¿Por qué contentarnos con la superficie en lugar de apropiarnos del tesoro que encierra?
Para los que tienen fe cada cosa que ven les habla del otro mundo, las bellezas de la naturaleza, el sol, la luna, todo es como tipo y figura que nos da testimonio de la invisible belleza de Dios. Todo lo que vemos está destinado a florecer un día y está destinado a ser Gloria inmortal.

Si en ciertos momentos sentimos dolor, al ver conculcado el nombre de Dios, al ver triunfante el mal, que nuestro espíritu se anime con la esperanza de lo que está por venir. El cielo está hoy fuera de nuestra vista, pero lo veremos, y así como la nieve se derrite y muestra lo que oculta, así la creación visible se deshará ante los grandes esplendores que la dominan. Ese día las nubes desaparecerán; el sol palidecerá ante la luz del cual él no es más que imagen, el Sol de justicia, quien vendrá en forma visible, como el Esposo que sale de su lecho, las estrellas que lo circundan serán reemplazadas por los ángeles y los santos que rodean su trono. Arriba y abajo, en las nubes del aire, en los árboles del campo y en las aguas profundas, resplandecerán los espíritus inmortales, los siervos de Dios que cumplieron su voluntad. Y nuestros propios cuerpos se hallarán que contienen un hombre interior que recibirá sus debidas proporciones en vez de las masas que hoy palpamos. Para esta gloriosa manifestación toda la creación está ahora preparándose.

Estos pensamientos nos deben hacer decir ardientemente: “Ven, Señor, Jesús” (Apoc 22,20), ven a terminar el tiempo de espera, de oscuridad, de turbulencia, de disputas. Cada día y hora que pasa nos acerca alegremente al tiempo del triunfo divino, al término del pecado y la miseria. Que Dios nos dé su gracia para no avergonzarnos cuando venga. Que Jesús nos limpie en su preciosa sangre y nos dé la plenitud de la fe, de la esperanza, de la caridad, como gusto anticipado del cielo que nos aguarda.

 

(Meditación de San Alberto Hurtado)

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