«Jesucristo Señor de la Historia» – Ricardo S. Curutchet (1946-2025)

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Ha muerto nuestro queridísimo y entrañable amigo Ricardo S. Curutchet. Hombre de bien, patriota cabal, alma noble y generosa. Que Dios le conceda el descanso tan merecido tras tantas y arduas luchas por Dios y por la Patria. Vaya en su memoria esta conferencia cuyo contenido bien proclama su firme adhesión al Reinado de Jesucristo, por el cual militó sin cesar durante toda su vida.

Eres el más bello de los hombres,

En tus labios se derrama la gracia.

Tu trono ¡oh Dios! permanece para siempre,

Cetro de rectitud es tu cetro real.

Salmo 44

Me toca a mí el honor de cerrar estas Jornadas de Historia Argentina sobre «Los Arquetipos y la Historia»; y la responsabilidad de hacerlo sobre un tema tan especialmente elevado y principal como es el de «Jesucristo, Señor de la Historia».

Dos temas, entonces, convergen en esta disertación, dos temas no excluyentes u opuestos sino perfectamente complementarios.

Uno de ellos, Jesucristo, como arquetipo supremo del hombre. El otro, Jesucristo, como Rey y Señor de la historia del hombre.

Se ha hablado ya, con suficiente solvencia, sobre los arquetipos, en general y respecto de algunos en particular; y sobre el sentido teológico de la historia. Ambos temas, igualmente, desembocan también en el de esta conferencia o, para ser más precisos, en el personaje central de esta conferencia, Nuestro Señor Jesucristo.

Por eso, he querido comenzarla citando dos versículos del Salmo 44, en el cual David, poeta, profeta y rey, figura del Mesías que anuncia y describe, expresa de manera cabal las dos facetas concordantes del Verbo Encarnado.

Realmente, no podríamos hablar seriamente en estas Jornadas de los «arquetipos» si no termináramos hablando de Aquél por quien fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles… de quien es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, y el principio de la resurrección, el primero de renacer de entre los muertos, para que todo tenga en Él la primacía» (Col, 1, 16.18); si no concluyeran estas Jornadas con la invocación y la memoria del Verbo de Dios, por quien «…fueron hechas todas las cosas: y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas» (Jn, 1,3); de ese Verbo de Dios, por quien el mundo fue hecho y que «…se hizo carne y habitó en medio de nosotros…» (Jn, 1,14), Jesús, el Mesías.

Porque, sabemos, habiendo caído el hombre de la dignidad en que Dios lo había puesto en la Creación y habiéndose hecho digno de la condenación eterna, Dios mismo asumió sobre sí la carga de restituirlo en su grandeza y en abrirle nuevamente las puertas de la felicidad eterna, y lo hace como Dios, con la plenitud de majestad inefable.

Siendo verdadero Dios se hace, en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, verdadero Hombre. La Perfección desciende de los cielos y en el Hombre-Dios Jesús, el hijo de María, reside la plenitud del Ser y de la vida divina. Cristo en su persona es plenamente sacerdote, profeta y rey.

REY: dice bellamente Héctor A. Llambías : «Rey… El Universo entero fue hecho peana de sus pies per quem omnia facta sunt. La tierra no sabía pero esperaba el beso de su planta de Rey, había sido hecha toda entera para Él; y el Sol y las Estrellas y la Luz fueron separadas de la Tiniebla para iluminar su Majestad. El agua estaba quieta en la Esperanza y el Fuego temblaba y ascendía con la impaciencia de ser vencido para siempre. El Aire parecía el Cielo para anunciar su Reino. En y para el Verbo omnia facta sunt. “Tú lo has dicho: Yo soy Rey” (S. Juan 18,37) Son Sus palabras que no pasarán. Y en la Visión terrible (Apoc. 17,14) “Estos pelearán contra el Cordero y el Cordero los vencerá: siendo como es, el Señor de los Señores y el Rey de los Reyes…”».

Jesucristo es Rey, pues, por naturaleza divina, por ser el Verbo de Dios, Dueño, Señor y Rey de todas las cosas creadas. Principio de la Creación y de la Recreación. Porque Jesús, el Hombre–Dios, nos creó como Palabra de Dios y nos recreó, haciéndonos nacer a la vida de la Gracia, como Palabra Encarnada.

Jesucristo es la cumbre de toda perfección; perfecto como Dios que es, en el misterio insondable de la unión hipostática; y perfecto como Hombre, en cuanto alcanza en su humanidad la perfección de nuestra humana naturaleza. Nada hay, entre lo creado, más perfecto que Él.

Decir que Cristo es Rey implica decir, con toda la fuerza que cada una de estas palabras tiene, que a Él le pertenecen el poder, la autoridad, el dominio, el gobierno.

Así lo afirma el Papa Pío XI en la encíclica ‘Quas Primas’ del 11 de diciembre del año 1925, que comentaremos largamente en esta conferencia: «…todos debemos reconocer que es necesario reivindicar para Cristo–Hombre, en el verdadero sentido de la palabra, el nombre y los poderes del Rey; en efecto, solamente en cuanto hombre se puede decir que ha recibido del Padre la potestad y el honor y el reino (Dan, 7,13-14) porque como Verbo de Dios, siendo de la misma substancia del Padre, forzosamente debe tener de común con Él lo que es propio de la Divinidad; y por consiguiente, tiene sobre todas las cosas creadas sumo y absolutísimo poder» (QP, 5).

Enseña el Papa Pío XI, en un todo de acuerdo con la Tradición y los Padres y Doctores de la Iglesia, que Cristo es Rey por naturaleza y por derecho de conquista.

Citando a Cirilo de Alejandría recuerda que «Cristo obtiene la dominación de todas las criaturas, no arrancada por la fuerza ni tomada por ninguna otra razón, sino por su misma esencia y naturaleza».

A tal punto es alta Su Majestad «…que tanto los ángeles como los hombres no deben solamente adorar a Cristo como Dios, sino también obedecer y ser sumisos a la autoridad que Él posee como Hombre; pues por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas» (QP, 8).

Pero Cristo es también Rey por derecho de conquista: «¿Qué cosa más bella y suave –dice Pío XI– que el pensamiento de que Cristo reina sobre nosotros, no solamente por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista en fuerza de la redención?». Y agrega: «¡Ojalá que los hombres desmemoriados recordasen cuánto hemos costado a nuestro Salvador! “Habéis sido redimidos, no con oro y plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero inmaculado y sin tacha” (I, Petr., 1, 18-19)» (QP, 9).

Y al final de ese capítulo que he reproducido casi en su totalidad, porque contiene la tensa enunciación de los fundamentos de la Realeza de Cristo, dice su Vicario en la tierra: «No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por el más alto precio (1 Cor, 6, 20); nuestros mismos cuerpos son miembros de Cristo (1 Cor, 6, 15).

Esa total posesión de Cristo, le hace decir al P. Alberto Ezcurra: «Él es Rey. No depende su reinado de la opinión de los hombres. Él es Rey, nos guste o no nos guste. Nosotros sólo podemos reconocerlo como Rey, o no, en este tiempo, porque al final de los tiempos, Él reinará»

Antes de entrar a ver de qué modo se realiza ya en este tiempo la realeza de Cristo, recordemos, como lo hace Pío XI, que su reinado consta de una triple potestad, pues Él ha sido dado a los hombres como Redentor y como Legislador, al cual todos deben obedecer; y a Él le ha sido la potestad judicial, en lo cual se comprende también el derecho de premiar y castigar, no sólo al fin de los tiempos sino aún también en esta vida; y además le ha sido dada a Él la potestad ejecutiva, en cuanto es necesario que todos obedezcan sus mandatos.

Pues bien, Cristo es Rey. Pero Él lo ha dicho: Mi reino no es de este mundo (Jn, 18,36). ¿Qué alcances corresponden atribuir a esta solemne manifestación de Jesús, expresada en los momentos cruciales de su Pasión, ante Pilato?

Primeramente, que la realeza de Cristo es sobre todo y ante todo una realeza interior: cuando los cristianos vencen en sí mismos el poder del pecado, por medio de una lucha que se cumple en el corazón de cada uno de nosotros. Lo dice expresamente el Papa cuando afirma que ese reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales.

Así, afirma. «Este reino en los Evangelios se nos presenta de tal modo, que los hombres deben prepararse para entrar en él por medio de la penitencia, y no pueden entrar sino por la fe y por el bautismo… Este reino es opuesto únicamente al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas, y exige de sus súbditos, no solamente un ánimo despejado de las riquezas y de las cosas terrenas, la dulzura de las costumbres y el hambre de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz» (QP, 11, 2° párrafo).

Sin perjuicio de que después volvamos sobre este punto, detengámonos en él ahora, para hacer alguna particular consideración.

Muchos de nosotros conocemos los Ejercicios Espirituales de San Ignacio y, consiguientemente, la meditación de las Dos Banderas. Allí vemos cómo el Rey Celestial nos invita a militar bajo sus estandartes y a seguirle. Pues bien, ese seguimiento es principalmente, y primeramente, interior. Porque, como dice el P. Ezcurra podríamos nosotros militar exteriormente bajo las banderas de los cristianos y estar sin embargo bajo las de Satanás. Podría haber «infiltrados», en cuya alma reine el demonio, por el pecado mortal, aun cuando exteriormente se recubran de las vestimentas del Reino de los Cielos.

Y Cristo reina en nuestras almas por la Gracia, que nos hace hijos de Dios y miembros suyos.

Reina en nuestras inteligencias por la Fe. Por la aceptación confiada, humilde, sin condiciones y sin trampas de la Palabra de Dios.

Reina cuando tratamos de hacer coherente esa vida con la Fe que profesamos.

Y reina en nuestra voluntad por la Caridad, por ese amor de Dios y al prójimo, que existe y subsiste en las obras y en las conductas.

Y si Cristo no reina dentro de nosotros no es porque Él no sea Rey y no es porque Él no tenga potestad sobre nosotros, sino porque Él respeta nuestra libertad y sólo quiere reinar, en este mundo, si nosotros dejamos que Él reine.

Pero no olvidemos, Él es Rey. Y si en esta vida no lo admitimos como Rey por la Fe y el amor, reinará al final de nuestra vida, por la Justicia. Porque a Él le ha sido dada toda potestad en el cielo, en la tierra y en los abismos.

Pero, continúa diciendo el Papa Pío XI: «…erraría gravemente el que arrebatara a Cristo Hombre el poder sobre todas las cosas temporales, puesto que Él ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su arbitrio…». «Sin embargo –dice– mientras vivió sobre la tierra se abstuvo completamente de ejercitar tal poder; y como despreció entonces la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así permite que los poseedores de ellas las utilicen». No arrebata los reinos mortales el que da los celestiales (Hymn. Epiphan.) (QP, 11, 3°).

Sin embargo, es necesario que tengamos bien presente que «…el dominio de nuestro Redentor abraza a todos los hombres… El imperio de Cristo se extiende no solamente sobre los pueblos católicos… sino que abraza también a todos los que están privados de la fe cristiana; de modo que todo el género humano está bajo la potestad de Jesucristo» (QP, 12).

Y como consecuencia de esa universalidad del reino de Cristo es que afirma Pío XI que no hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil. Porque la sociedad de los hombres no está menos bajo la potestad de Cristo que lo está cada uno de ellos separadamente. Ésta es la razón: «Él es la fuente de la salud privada y pública. “Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado bajo del Cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos ser salvados” (Hechos,4,12)».

Así pues, al afirmar la plenitud de poder y la universal majestad de la realeza de Cristo, afirmamos que sólo Él es el autor de la verdadera felicidad, tanto para cada uno de los ciudadanos como para el Estado.

Por lo tanto, el Reino de Cristo no sólo es interior sino que también debe hacerse exterior.

Jesús exige de nosotros que seamos apóstoles. Por la Gracia que nos llena, por la Fe que nos ilumina, por la Caridad que desborda en nosotros, la grandeza y la bondad del reino de Cristo es algo que no podemos guardar egoístamente en nuestra individualidad, ni en el secreto de nuestras casas.

El cristiano tiene que ser apóstol.

Todo cristiano, no sólo el sacerdote, el religioso, el que está afiliado a algún movimiento, todo cristiano, por el hecho de ser bautizado y confirmado y por la fuerza de ese estado que confiere la gracia sacramental está obligado a ser apóstol, esto es, a llevar el reino de Cristo a todas las naciones, a todas las gentes.

Cada uno según sus capacidades y posibilidades, en el orden de su actividad, tiene el deber inexcusable de ser apóstol de Cristo y de su reino.

Es necesario que nosotros entendamos bien este deber apostólico, porque en él radica de alguna manera la esencia de nuestra fe y de nuestra religión.

El cristianismo no es una religión intimista, sólo una relación individual entre Dios y yo; porque si Dios redime al hombre, redime a todo el hombre, no únicamente en su dimensión personal sino en su dimensión social, pues el hombre está hecho para vivir en sociedad.

Y es en ese sentido que debemos interpretar nosotros las palabras del Concilio Vaticano II cuando nos llama a «sanear las estructuras inficionadas por el pecado». Es clara la exhortación conciliar, no se trata de sanear las estructuras «de pecado» como dicen los progresistas utilizando un lenguaje netamente marxista, sino «las estructuras inficionadas por el pecado», por nuestros pecados, por el pecado de los hombres: trampa, mentira, codicia, lujuria, disgregación de las familias, distorsión del orden natural. Pecados que van pudriendo todos los ambientes sociales de un mundo envenenado en sus fibras más íntimas.

Nosotros, en nuestro tiempo, somos testigos y miembros de una sociedad que viene repitiendo, cada vez con más ahínco, las antiguas palabras del Ángel caído: no queremos servir, no queremos que Él reine sobre nosotros.

Recusando la soberanía de Dios, rehusamos el yugo suave y la carga ligera de la potestad de su Cristo, para caer en la tiranía de nuestras propias miserias y hacernos voluntariamente ciudadanos del infierno.

La torre de Babel que es hoy nuestra sociedad, nuestra sociedad patria y el consorcio de las naciones modernas, no es otra cosa que la demostración palmaria del fracaso de construir la sociedad sin Dios.

En la práctica, vivimos en una sociedad que ya no se llama más cristiana, que ha dado las espaldas a Dios y que ha construido sus cimientos, sus endebles cimientos, sobre la mentira de los medios de comunicación, sobre la injusticia, sobre el fraude y la trampa en las relaciones políticas y económicas, en una sociedad que está edificada sobre una mentalidad consumista, hedonista, en la que los valores más altos de la vida, del amor y de la familia se disgregan en la inmundicia, la pornografía, la antinaturaleza y el asesinato impune de los más débiles; donde junto con el desorden y la inseguridad, crecen la droga, la angustia y la desesperación.

Esos son los frutos de los intentos de construir una sociedad sin Dios, una sociedad en la que Cristo no es Rey.

Olvidados de Cristo y de su primacía, vamos sin reparos hacia la instauración de un Nuevo Orden Mundial del cual Dios estará expresa y declaradamente ausente.

Un falso orden, afianzado en el poder devorador del dinero y asentado sobre millares y millones de víctimas, que ya se está cobrando la sed insaciable de sangre de ese nuevo dios, de ese Baal moderno, que exige la muerte de los inocentes con crueldad y vileza infinitamente superiores a la de Herodes y a la de todos los tiranos y malvados de la historia.

Esa es hoy nuestra realidad, la del mundo que nos toca vivir y la del mundo –y esto es importante que lo tengamos en cuenta–, la del mundo en el que estamos llamados a ser protagonistas, y a ser apóstoles, y a ser testigos de Jesucristo Rey. Aún a costa de nuestro bienestar, nuestro honor y nuestra vida.

Para eso, y aunque parezca imposible, estamos llamados a impregnar todos los ambientes en los que nos toca vivir, y más, si es necesario, saliendo de nuestras propias seguridades y rutinas, con el espíritu del Evangelio.

En la familia, sobre la roca del amor verdadero. En la escuela y en las universidades, llevando nuevamente a Dios, fuente de la Sabiduría, allí donde fue expulsado. En las relaciones entre los hombres, instaurando nuevamente la verdad, la lealtad, la concordia, allí donde hoy reina la mentira, el engaño y el fraude, el odio y la muerte.

Tenemos que instaurar todo en Cristo, es decir, como pedía el Papa Juan Pablo II, construir «la civilización del amor».

Pero no, como puede entenderse superficialmente o según nos pretende hacer creer la mentira de los doctores modernos, como la civilización de la sonrisa, del sentimentalismo fofo, del amor egoísta, sino como civilización en la que los hombres cumplan con los Diez Mandamientos, que, según enseñó el verdadero Maestro, se resumen en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, por amor a Dios.

Al final de nuestras vidas seremos juzgados en el amor, dijo San Juan de la Cruz. Porque dice Cristo, el Maestro y el Rey: En esto conoceréis que sois mis discípulos, en que cumplís mis mandamientos.

Y en esto consiste la soberana potestad de Cristo por cuyo reconocimiento «necesariamente vendrán al entero consorcio humano señalados beneficios de justa libertad, de tranquila disciplina y apacible concordia. La dignidad real de Nuestro Señor, así como hace en cierto modo sagrada la autoridad de los príncipes y de los jefes de Estado, así ennoblece los deberes de los ciudadanos y de su obediencia… «Y si el reino de Dios, como de derecho abraza a todos los hombres, así de hecho los abrazase verdaderamente, ¿por qué habríamos de desesperar de aquella paz que el Rey pacífico traía a la tierra…? “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt.,11,30). ¡Qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejasen gobernar por Cristo!», exclama Pío XI.

Pues bien, mis queridos y pacientes oyentes, ése es el programa y ésa es la lucha. Difícil. Ciertamente difícil. Por sobre nuestras fuerzas humanas.

Pero tenemos la fuerza y la gracia de Dios. Y Dios no nos abandona.

Él combatió primero y dio su Sangre en la Cruz.

Y él ya reina victorioso en el Cielo y desde el Cielo nos guía y nos conduce.

Porque, no lo olvidemos, Jesucristo Rey es el Señor de la Historia.

Por Él y para Él fueron creadas todas las cosas, el cielo, la tierra y los abismos. Y todo subsiste en Él y sin Él nada puede subsistir.

Miremos a Cristo. Imitemos a Cristo. Estamos hechos para Él, para adorarle y para darle gloria, para dar gloria a Dios por Él, con Él y en Él.

Cristo es nuestro arquetipo supremo y ningún arquetipo es legítimo si de alguna manera no refleja su perfección, su bondad, su belleza viril, reflejo sin mancha de la Belleza del Dios Trino.

Miremos a Cristo. «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón».

Sigamos a Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».

Vivamos en Cristo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… Sin Mí, nada podéis hacer».

Cristo es la piedra angular, sin la cual todo edificio se derrumba, es el cimento verdadero, es nuestra alegría, nuestro consuelo, nuestra esperanza, la prenda de nuestra victoria y nuestra paz.

Jesús, el hijo de María, Dios y Hombre verdadero, el Cristo, el Hijo de Dios Vivo a quien confesó San Pedro movido por el Espíritu Santo, es nuestro arquetipo, nuestro paradigma, nuestro modelo.

Una sola figura nos servirá quizá, principalmente en nuestro tiempo, para comprender el alcance de la imitación de Jesús arquetipo, de Cristo Rey: El que no toma su cruz y no viene en pos de Mí, no es digno de Mí.

Solamente abrazándonos a la Cruz de Cristo nos haremos dignos de Él, solamente en la locura de su Cruz seremos instaurados en la gloria de su Reino. Porque sin Cruz no hay salvación.

Cristo se hizo obediente hasta la muerte y muerte en Cruz, y por eso le ha sido concedido el Nombre-que-está-sobre-todo-nombre, como dice San Pablo.

Cruz verdadera, cruz abrazada por nosotros con amor, buscada con inquieta solicitud, cruz de nuestras miserias y de las miserias de nuestros hermanos, cruz de nuestra Patria, prostituida, entregada, envilecida, por la cáfila de los mercaderes y proxenetas que la desvían del designio de Dios y de la potestad de su Cristo.

¿Queremos un arquetipo? Cristo. Jesús, Dios y Hombre verdadero. Modelo de virtudes y Señor de la Historia.

Siguiéndolo a Él, reinaremos con Él, como dice el Apóstol en la lectura de hoy. Porque Él, Cristo Jesús, el Amado, el más bello de los hombres, nuestra Víctima, que ahora, en breve, ofreceremos con la Iglesia sobre el altar sagrado, es el Señor de la Historia, el Señor de nuestro tiempo mortal.

Y por él y para Él fueron hechas todas las cosas.

Y para instaurarlas en Él estamos llamados.

Porque Cristo volverá y volverá para restablecer en el Juicio su reinado definitivo sobre todas las cosas, sobre aquéllos que han querido aceptarlo primero en la práctica de su Palabra y en la dimensión de la Caridad, para dar gloria a Dios por su Misericordia. Y sobre aquéllos que lo han negado y han rechazado su reinado, para dar gloria a Dios por su Justicia. Junto con Lucifer y sus ángeles, en el abismo sin fin.

Porque, como dice el Vicario de Cristo: «Si todo poder ha sido dado a Cristo,  Señor en los cielos y sobre la tierra; si los hombres, rescatados por su Preciosísima Sangre, se hacen por nuevo título súbditos de su Imperio; si, en fin, este poder abraza la naturaleza humana toda entera, se debe evidentemente concluir que ninguna de nuestras facultades puede sustraerse a esta Soberanía.»

Y permítanme terminar con la fracción de un poema de un poeta, cuya alma ya ha sido llamada hace años a la Presencia Misericordiosa de su Señor, Braulio Anzoátegui, viejo hidalgo de nuestra Patria y cristiano de ley:

Sire Jesús, señor de la realeza,

Alcánzame contigo:

Yo te pido Señor,

Amparo contra el áspero Enemigo.

Cúbreme con tu Sangre mi cabeza,

Señor Emperador.

* Conferencia dada en la «Primera jornada de Historia Argentina “Los arquetipos y la historia”», Colegio Sagrada Familia – Bella Vista, 13 y 14 de octubre de 2007.

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