«Oración y recogimiento» – Gustave Thibon (1903-2001)

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Acabo de asistir a una misa «nuevo estilo» (new look, como dicen nuestros vecinos del otro lado del canal de la Mancha): de un extremo al otro del oficio, éste no ha sido más que diálogo, invocaciones, cánticos chillones y salgo con la cabeza hecha polvo por todo ese ruido y sin haber encontrado la posibilidad de rezar. Confieso mi decepción a un joven amigo, que me contesta que soy un «retrasado», un «inadaptado», y que la oración es un acto comunitario que no exige ni soledad ni silencio. Incluso añade que la oración solitaria y muda es signo de un egoísta replegarse en sí mismo.

Confieso que el argumento no me convence. ¿Qué es rezar? Es dirigir la atención hacia Dios con amor. Ahora bien, la atención y el amor son actos eminentemente interiores y personales que se adaptan muy mal a la gente y al ruido. El sabio que se concentra sobre un problema, el poeta o el músico presa de la inspiración, los enamorados que se contemplan o se hacen confidencias, buscan, todos ellos, el aislamiento y la tranquilidad. ¿Por qué, pues, nuestras relaciones con Dios –que son aún más íntimas y más profundas– habrían de escapar a esta ley? «Yo le conduciré a la soledad y hablaré a su corazón», dice la Escritura…

No niego ni la necesidad ni la importancia del lado social de la religión. Es normal que Dios, que es el Creador y el Salvador de todos los hombres, sea objeto de un culto público.

Afirmo solamente que este aspecto social de la religión debe ser la prolongación y la traducción del diálogo interior entre Dios y el alma. Análogamente, el matrimonio es la consagración pública, el encuadramiento legal del amor que une entre sí a un hombre y a una mujer. Pero, ¿de qué servirían los ritos externos del matrimonio –por ejemplo, la ceremonia de la boda– si el amor no estuviera allí para darle un valor y un sentido? Y lo que es verdad para el amor humano, lo es aún más para el amor divino: la oración pública no significa nada si no es el resultado y, por así decirlo, la confluencia de la multitud de las oraciones personales.

Estas dos formas de culto divino no deben oponerse, sino complementarse. La presencia de una asamblea ferviente y recogida, el esplendor de ciertos cantos litúrgicos nos invitan a entrar en nosotros mismos y a rezar. Pero con la condición de que el ambiente exterior esté en consonancia con los ritmos secretos del alma, ya que, según la palabra del Evangelio, el reino de los cielos está, en primer lugar, dentro de nosotros.

No olvidemos tampoco que vivimos en la época de las muchedumbres y del ruido. El clima de la ciudad moderna hace cada vez más difícil el acceso a la soledad y al silencio. ¿Dónde iremos a buscar estos dos bienes esenciales del alma sin los cuales ninguna oración verdadera es posible, si no los encontramos en la Iglesia? Todo conspira hoy a separarnos de nosotros mismos: sería desastroso que, so pretexto de «estar a la moda» y de «seguir el movimiento», nos uniéramos, hasta en nuestras relaciones con Dios, a esa vana agitación del siglo. El recogimiento es necesario más que nunca, pues, según las palabras de Emerson, en él está la fuente de toda sabiduría, mientras que la dispersión es el principio de todos los males: «The one prudence in life is concentratios; the one evil is dessipation».

* En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1978.

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