Santa Catalina de Siena en medio de la peste, un milagro narrado por su confesor, el beato Raimundo de Capua
“Después de haber hablado de otros, creo que no debo pasar en silencio lo que Catalina hizo por mí.
Cuando la epidemia estaba haciendo en Siena los más terribles estragos, yo resolví sacrificar mi vida por la salvación de las almas y acudir al llamado de cualquier enfermo por pestífero que fuese su estado. Cierto que la enfermedad era muy contagiosa, pero yo sabía muy bien que Nuestro Señor Jesucristo es superior a Galeno y que la gracia puede más que la naturaleza.
Vi también que muchos habían huido y que no pocos morían sin asistencia. Y como la bendita Catalina me había enseñado que la caridad obliga a amar al prójimo más que al propio cuerpo, yo estaba deseoso de asistir al mayor número posible de enfermos, cosa querealicé con la ayuda de Dios.
Yo estaba casi solo en aquella vasta ciudad y apenas tenía tiempo para tomar un poco de alimento y dormir. Una noche, mientras descansaba y se acercaba la hora de recitar los oficios divinos, sentí un violento dolor en donde primero atacaba la enfermedad; mi mano descubrió la hinchazón fatal y atemorizado por este descubrimiento, no me atreví a levantarme de la cama, resolviendo aplicarme a mi preparación para la muerte.
Deseé que llegase pronto el día para tratar de ponerme en contacto con Catalina antes de que la enfermedad progresase. La fiebre y los dolores de cabeza ya habían hecho presa de mí; mis temores aumentaron, pero tuve suficiente fuerza para recitar mis oraciones.
Cuando llegó la mañana, me arrastré con un compañero hasta la residencia de Catalina, pero esta ya había salido para visitar a un enfermo. Resolví esperar, pero como no podía tenerme en pie, me acosté en una cama que allí había, después de rogar a las personas de la casa que fuesen en busca de ella. Cuando regresó, y vio lo mucho que sufría, se arrodilló al lado del lecho y me puso una mano sobre la frente, empezando a orar mentalmente, como solía.
La vi entrar en éxtasis y entonces pensé que de allí podía resultar algo bueno tanto para mi alma como para mi cuerpo.
Permaneció en aquel estado durante casi hora y media, cuando de pronto sentí un movimiento general en todos mis miembros. Entonces pensé que esto era un preludio de los vómitos, como había presenciado en muchas personas a quienes había visto morir de la epidemia.
Pero estaba en un error. Me pareció como si algo escapase de todas las extremidades de mi cuerpo con violento impulso y empecé a sentir una mejoría que aumentaba por momentos.
Antes de que Catalina hubiese vuelto en sí del éxtasis, ya había recuperado yo el uso de mis facultades y estaba completamente curado, a no ser por cierta debilidad que era una prueba de mi enfermedad o un efecto de mi falta de fe.
Catalina, conocedora de la gracia que acababa de obtener de su divino esposo, volvió en sí y se dispuso
a prepararme algún alimento. Cuando lo hube recibido de sus manos virginales, me ordenó que durmiese un poco. Obedecí, y cuando desperté, me encontré tan dispuesto para el trabajo como si nada me hubiese ocurrido.
Entonces ella me dijo: «-Ahora váyase a salvar almas y dé gracias a Dios que le ha librado de este peligro». Yo retorné a mis anteriores fatigas glorificando al Señor que había otorgarlo tal poder a su fiel servidora.”
Esta y muchas otras gracias obtuvo Santa Catalina de Siena en medio de la peste, sirviendo a todos los enfermos y viendo en ellos al mismo Cristo.