Navegar mar adentro es tomar en serio, a fondo,
las exigencias del Evangelio: ve, vende todo lo que tienes… (Mt 19,21),
es el ansia de nuestro corazón inquieto, que anhela poseer el Infinito,
es el ímpetu de los Santos y de los Mártires, que lo dieron todo por Dios.
(Directorio de Espiritualidad n. 216)
Una monja sencilla y buena como el pan: la hermana Catalina, carmelita descalza en el convento de Beas de Segura. Era cocinera y pasaba con frecuencia por la huerta, junto a la balsa donde tomaban sol unas ranas andaluzas. Cada vez que se acercaba, las ranas saltaban y se zambullían al fondo.
Un día le preguntó al confesor del convento, que no era otro que san Juan de la Cruz:
La hermana Catalina —¡Padre!, ¿por qué cuando yo salgo a la huerta y me sienten las ranas escapan enseguida y se ocultan en el fondo del estanque? —Pues, ¡hija!, porque ese es el lugar y centro donde tienen seguridad, responde fray Juan. —¡Ah!, claro; pero yo no quiero hacerles ningún daño. Y el confesor añade: —Así, así ha de hacer, hermana Catalina: huir de las criaturas que la puedan perjudicar, y zambullirse en su hondo y centro que es Dios, escondiéndose, refugiándose en Él.
La hermana no olvidó nunca esta lección. Y, con el tiempo, cuando pasaba por la huerta, hacía ruido a propósito para ver a las ranas esconderse. Era su recordatorio diario de lo que tenía que hacer también ella: zambullirse en Dios.
Mas tarde, cuando el santo escribe a las monjas de Beas, no se olvida de poner algo para la hermana Catalina: “Y a nuestra hermana Catalina, que se esconda y vaya a lo hondo”.
En la superficie del agua pasa de todo: viento, sol, remolinos, basura. Las ranas lo saben. Por eso se zambullen. En cuanto sienten que algo viene, no se quedan a mirar si es peligroso o no: al fondo, sin vueltas. El fondo es seguridad. El fondo no se agita.
A nosotros nos pasa al revés. En lugar de bajar, nos quedamos flotando arriba, expuestos a todo. Al qué dirán, al qué pensarán, al qué hizo fulano… perdemos miserablemente el tiempo en nada o peor aún haciéndonos daño con pensamientos y comentarios sobre cosas todas que suceden en la superficie. Nos agitamos por lo que no importa, nos desgastamos por lo que no salva.
Y sin embargo tenemos un centro. El alma tiene profundidad. Allí habita Dios. Allí habla. Allí se está seguro.
El santo de Fontiveros lo escribió sin necesidad de ranas: «…de mi alma en el más profundo centro», canta en la Llama de amor viva. Y en sus comentarios, explica que el alma ha de recogerse hasta lo más hondo, donde Dios se oculta y se entrega. En el Cántico espiritual llega a decirle al alma: «¿Qué más quieres, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. (…) no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti. (…) gran cosa es saber el lugar donde está escondido para buscarle allí a lo cierto» (CB 1,8).
Pero hay que zambullirse. Y eso cuesta. Cuesta silencio. Cuesta no responder. Cuesta apagar pantallas. Cuesta bajar del ruido al centro. Cuesta quedarse a solas con uno mismo y con Dios.
¡Cómo lo barato nos atrae!: la superficie, el chismerío, el “enterarse de todo”. El alma superficial vive como mosquito en charco: siempre zumbando, siempre picando, siempre inquieta. El alma que se zambulle, en cambio, se calla y ve; y lo que ve no es una pavada: ve a Dios y ve las cosas en Él, ve el lugar de todas las cosas en sus planes para con los hijos de los hombres. Y cuando se lo ve, ya no se discute si vale la pena apagar la pantalla o quedarse mudo y perdonar; se hace, y punto.
Porque la profundidad es lo contrario de la complicación. El estudio hondo simplifica la mente; la virtud honda simplifica el corazón; el deber hecho por amor simplifica la vida. Arriba hay espuma, abajo hay agua limpia. Arriba todo se agita, abajo todo se sostiene. El alma que se queda arriba es arrastrada; el alma que baja halla peso, halla centro, halla calma.
El padre Buela, que sabía de honduras, dejó escrito y probado que el misionero sin estudio personal se vuelve pluma al viento; que el que no hace su guía de lecturas vive de rumores; que el que no conoce el suelo que pisa ni la lengua que oye es como forastero perpetuo en su propia casa. Y sobre todo, hincar el diente en la oración y en las virtudes lisas y llanas. Allí está la profundidad: en callar, en leer, en rezar, en obedecer. Lo demás es espuma que se la lleva el viento.
Las ranas de la hermana Catalina sabían lo que hacían. San Juan de la Cruz también. Catalina aprendió. Nosotros, a veces, todavía estamos parados en la orilla.
Pues entonces a zambullirse. Dios está en el fondo.
¡Oh dulcísimo amor de Dios, mal conocido! El que halló sus venas descansó. (D 16)
P. Gabriel María Prado, IVE



Comentarios 3
¡Gracias, padre!
En mis oraciones ustedes, sacerdotes.
Rosana,
Terciaria del IVE ♥️
Gracias por esta hermosa reflexión..que llena nuestras vida y nos permite cada dia aprender y conocer de como hacernos mas a la palabra de Dios..
Dios les siga bendiciendo grandemente
Que bella reflexión, mil gracias.
Dios les pague.
Dios los bendiga
Lucia af