Cuando el recordado Papa Pío XII incluyó en el tesoro de nuestros dogmas el misterio de la Asunción de la Santísima Virgen realizó, sin duda, un acto histórico. Porque aparte de lo que implica esta verdad en alabanza de nuestra Madre del cielo, encubre un contenido que se adecua perfectamente a las necesidades del mundo actual y a los problemas que lo agitan.
En el mundo moderno coexisten dos actitudes fundamentales igualmente equivocadas. Para algunos, todo es negativo, el devenir histórico carece de sentido, el hombre mismo es sustancialmente absurdo, un ser que navega entre dos nadas, una náusea. Otros, en cambio, se sienten plenamente cómodos en este mundo, y en él pretenden echar raíces definitivas; pura éstos la historia evoluciona siempre en una línea de progreso indefinido, ¡qué digo!, ya hemos llegado al fin de la historia, pero dentro de la historia, el hombre ha visto satisfechas todas sus expectativas; ya hemos construido el paraíso en la tierra, sólo nos resta gozar de nuestros logros.
El misterio de la Asunción constituye un correctivo a estas dos concepciones erróneas del hombre y de la historia. El mundo —y el hombre que lo habita— no es absurdo que desemboca en el vacío, porque María, que pertenece a esta humanidad como nosotros, ha vencido su caducidad, ha entrado en la felicidad sin fin. Y por otra parte, el mundo no es la morada definitiva de la humanidad, ni resulta posible edificar un paraíso en la tierra, porque María, que es asumida al cielo, nos recuerda nuestra esencial condición de peregrinos en camino hacia el más allá, hacia la plenitud indeficiente.
La proclamación solemne del dogma de la Asunción, precisamente en esta época, sale así al paso a las dos desviaciones concretas del mundo moderno, según aquello de Chesterton de que cada generación de la historia encuentra en la doctrina de la Iglesia la insistencia en aquel misterio que corrige sus desvíos y la conduce al buen camino.
Reiterémoslo. Si María se encuentra en el cielo con cuerpo y alma no cabe el pesimismo absoluto: la humanidad no está condenada a la corrupción. Si María ha sido asunta al ciclo, no cabe el orgullo prometeico: el hombre no es un ser autosuficiente, sino que para alcanzar su realización final depende de las manos de Dios.
Entremos a considerar ahora el contenido mismo de la fiesta que nos ocupa. El misterio de la Asunción es como la contrapartida del misterio de la Anunciación. Cuando el ángel anunció a María la buena nueva de la Encarnación del Verbo, tras el consentimiento de Nuestra Señora el Hijo de Dios se anidó en su seno. Si en ella hubiera existido la más mínima sombra de mancha, Dios no se habría encarnado en sus entrañas. Pero su pureza inmaculada, don puro de la gracia divina, sedujo a Dios.
Al decirle el ángel que se alegrara porque era llena de gracia, mostró con esas palabras que Dios nada tenía que reprocharle de aquello que había hecho culpable a la humanidad. Nuestra naturaleza, aleada por el pecado de Adán, quedó en cierto modo embellecida en la pureza de María. Y, revestida con los encantos de la Virgen, apareció hermosa a los ojos de Dios. Como si acabara de salir rozagante de sus manos creadoras.
Dios se enamoró de María. Y Aquel que se había irritado con los hombres por causa del pecado, se hizo hombre por causa de María. Dios vio en ella el espejo de lo que debía ser el hombre, una imagen florecida capaz de desencadenar su omnipotencia, una imagen convincente. Pero en la Anunciación, no fue un instrumento puramente pasivo. Pronunciando su Fíat, hágase, a la invitación del ángel, expresó su correspondencia la gracia. En el plano de las cosas concretas, nuestra redención hubiera sido tan irrealizable sin ella como sin la decisión de la Trinidad.
Dios no quería una redención por mero decreto: pretendía hacer de María su libre colaboradora para obrar la salvación del género humano. Al asentir gustosamente, ella se hizo Madre del Hijo de Dios no sólo por el hecho de haberle prestado su cuerpo, sus entrañas, sino también por haber consentido con su inteligencia, con su voluntad, con todo lo que era: una madre que hizo participar a todo su ser en ese parlo inefable. Tal es, en síntesis, el misterio de la Anunciación, gracias al cual María hizo posible la entrada del Hijo de Dios en el mundo. Ella fue, así, la puerta de la tierra: a través suyo entró Dios en la esfera de la historia, en el ámbito de nuestro mundo pecador.
En simetría con ese misterio inicial, se ubica el misterio de hoy, el misterio de la Asunción. María es asunta al ciclo. Si ella fue el trono de Dios, el árbol de donde brotó Jesús, la madre del Señor, ahora el trono es devuelto al Rey, el árbol al Fruto, la madre al Hijo. Su Asunción prolonga la Ascensión del Señor: ella es la primera planta de la redención obrada por Cristo, María alcanza la redención total, no sólo de su alma sino también de su cuerpo, que entra en la eternidad, que florece en eternidad. Dios le otorga todo lo que había soñado dar a los hombres cuando en Adán creó a la humanidad.
No como Jesús, sube María a los cielos, por sus propias fuerzas. Porque si todos los misterios de su vida fueron gracia de Dios, no lo fue menos su Asunción gloriosa. María es por Dios atraída al ciclo como por un imán, enamorada extática del Amado. Misterio que, como decíamos antes, resulta la contrapartida de la Anunciación. Así como entonces, ese abismo de humildad que es María provocó el vértigo de Dios que descendió a su seno, así en la Asunción, Nuestra Señora se rinde a la nostalgia vertical del Dios que enamoró su juventud y que ahora la atrae a las alturas. Y así como por la Anunciación, María franqueó a Dios la entrada a este mundo haciéndose en cierto modo puerta de la tierra, así por la Asunción es llevada a la gloria como Madre nuestra, convirtiéndose de esta manera en la puerta del cielo, “ianua caeli”, según se la llama en las letanías lauretanas. Ella es, así, la nueva escala de Jacob por la que Dios desciende a los hombres, y por la que los hombres ascendemos hasta Dios.
Amados hermanos, esta fiesta no sólo atañe a María, nuestra Madre. Lo que sucedió con María, sucederá también con la Iglesia, con cada uno de nosotros. La gloria que Dios nos promete es en María una realidad ya presente. El presente de María es el futuro de la Iglesia. En ella, la Iglesia tomó posesión del ciclo, al menos de manera incoativa. Alegrémonos, pues, en este día. Ya ha comenzado la redención perfecta, no sólo de nuestras almas sino también de nuestros cuerpos mortales. El mundo —en María— ya ha iniciado su peregrinación hacia las alturas. Es cierto que, antes que ella, Cristo se había elevado a las alturas en su Ascensión. Pero no es lo mismo, porque primero Cristo había venido de lo alto, había bajado del cielo; en cambio María es, de manera total, una de nosotros, una persona como nosotros, que brota integralmente de abajo. En ella lo terrestre entra en lo incorruptible, el tiempo ingresa en la eternidad. María es, así, como la llama admirablemente la liturgia, “el vértice de nuestra naturaleza”, “la aurora que comienza a amanecer”, nuestra aurora, la aurora de nuestra victoria.
Henos, pues, aquí, en esta fiesta solemne, en la que todas estas cosas comenzaron, el día natal no sólo de la Virgen, sino también de todos nosotros. Ahora la tierra dio en verdad su fruto, antes ahogado entre espinas y malezas. Hoy el cielo comprende que Cristo no corrió en vano su aventura redentora.
Desde lo alto, María prepara la nueva tierra y el nuevo cielo. María es ya la primicia de la nueva tierra y del nuevo cielo.
Pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús. Pidámosle al Señor que al sembrar en nuestro interior la semilla de la resurrección, nos infunda un poco de nostalgia del cielo. Que no permita que echemos raíces demasiado hondas en esta tierra, la cual, al fin y al cabo, es y seguirá siendo un valle de lágrimas, que no nos afinquemos demasiado en este mundo, que no pongamos en él nuestras expectativas supremas y nuestra morada definitiva. Así sea.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 305-309)