La Misericordia que nace en la Navidad – Hna. María de la Fe

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“Contemplando los atributos divinos que se revelan en el Niño de Belén”

Queridos lectores:

Estamos comenzando, por la gracia de Dios, un nuevo año litúrgico con el santo tiempo de Adviento que nos es propicio para prepararnos al Nacimiento de Jesús. La Navidad nos traerá, si estamos bien dispuestos, su gracia propia. 

En esta oportunidad quiero referirme al misterio Dios y de algunos de sus atributos, para poder profundizar en su divina Misericordia.

Dice el P. Rozycki: “El lugar que ocupa la Devoción a la Misericordia Divina, en el ámbito de la devoción religiosa, que sólo se debe a Dios, está determinado por la doctrina revelada sobre la naturaleza de Dios Uno y Trino. Dios, pues, a la luz de esta doctrina, es absolutamente simple e indivisible, no hay en Él ninguna parte, es decir, todo lo que hay en Él, en su esencia, es Él mismo. Así pues, Dios no sólo es sabio, sino que es la misma Sabiduría, no sólo es omnipotente, sino que es la misma Omnipotencia; en relación al mundo, no sólo es providente, sino que es la Providencia misma; no sólo nos ama sino que es el Amor mismo; no sólo es misericordioso, sino que es la Misericordia misma. De donde, la Sabiduría, la Providencia, la Omnipotencia, el Amor y la Misericordia, que son el mismo Dios, pueden ser objeto de veneración religiosa por nuestra parte.” (Różycki, Miłosierdzie Boże, La Misericordia de Dios. Rasgos esenciales de la Devoción a la Misericordia de Dios.)

Un día le dijo Jesús a Santa Faustina:

“Quién es Dios en Su esencia, nadie lo sabrá, ni una mente angélica ni humana. Trata de conocer a Dios a través de meditar Sus atributos.” (D.30)

Veamos otro texto de Santa Faustina: … “delante de Él tiemblan todas las Potencias y todas las Fuerzas. Los espíritus puros encubren sus rostros y se sumergen en adoración permanente, y la única expresión de su adoración sin límites es Santo… La Santidad de Dios es derramada sobre la Iglesia de Dios y sobre cada alma que vive en ella pero no en grado igual. Hay almas completamente divinizadas, pero hay también almas apenas vivas. El segundo atributo que el Señor me dio a conocer, fue Su Justicia. Su Justicia es tan grande y penetrante que llega hasta el fondo de la esencia de las cosas y delante de Él todo se presenta en desnuda verdad, y nada podría continuar subsistiendo. El tercer atributo fue el Amor y la Misericordia. Y entendí que el mayor atributo es el Amor y la Misericordia. El une la criatura al Creador. El amor más grande y el abismo de la misericordia los reconozco en la Encarnación del Verbo, en Su redención, y de esto entendí que éste es el más grande atributo de Dios.” (D 180)

De este texto, podemos concluir con el P. Rozycki que la misericordia es el más grande atributo de Dios, porque la misericordia se identifica con el más grande atributo de Dios en el mundo. O, según ks. Jan Machniak y otros teólogos, “Santa Faustina habla muchas veces sobre la Divina Misericordia como atributo de Dios, llamándola «el mayor atributo de Dios» en su significado bíblico, es decir, la comprende como la manifestación del amor de Dios en la historia del género humano y del mundo, y sobre todo en la obra de salvación de Jesucristo.” (La devoción a la Divina Misericordia según Santa Faustina Kowalska)

Entendemos, que no puede haber un más o un menos en los atributos de Dios por que en su Ser simple, todos los Atributos de Dios se identifican con su esencia. Por eso el decir de Santa Faustina tiene que ser en otro sentido: por la grandes obras de Dios (ad extra) que es la creación y la redención, la Misericordia sobrepuja a la Justicia.

Así dice Santo Tomás:

“La obra de la justicia divina presupone la obra de misericordia, y en ella se funda, pues a la criatura no se debe algo, a no ser por algo preexistente o presupuesto; incluso esto se deberá también por algo previo. Y como no se puede llevar un proceso indefinido, es necesario llegar a algo que dependa de la exclusiva bondad de la voluntad divina, que es el fin último.” (I Q 21 a.4)

En esta ocasión y para continuar el tema de la Divina Misericordia, sin entrar todavía de lleno en el nuevo culto quiero dejar asentados algunos cimientos teológicos para entender un tema tan delicado como el que acabo de exponer.

Veremos primero de la Summa Teológica y luego, algunas ideas y reflexiones de Garrigou Lagrange en su libro “La Providencia y la confianza en Dios”.

1) Sobre la Bondad de Dios.

En la Summa IQ 20, Santo Tomás habla sobre el amor de Dios.

En el artículo primero se pregunta el Santo Doctor, si en Dios, hay amor y responde que donde hay voluntad y apetito es necesario que haya amor. Así como el ojo no puede dejar de ver, la voluntad no puede dejar de amar. 

Ya había demostrado (IQ19 a.1) que en Dios hay voluntad. Por eso, es necesario también que en Él haya amor. Y dice el libro de la Sab11,25: “Amas todo lo que existe, y nunca has odiado lo que creaste.” Por eso el Santo Doctor va a decir en el artículo 2 de la misma Cuestión: Dios ama todo lo existente. Pues todo lo existente, por existir, es bueno; ya que el mismo ser de cualquier cosa es bueno, como también lo es cualquiera de sus perfecciones. 

Y como la Voluntad de Dios es la causa de todo (I Q.19 a.4) es necesario que algo tenga ser o algún bien, en cuanto es querido por Dios. Por lo tanto, Dios quiere algún bien para cada ser existente. Por eso, como amar no es más que desear el bien a alguien, resulta evidente que Dios ama todo lo existente.

Sin embargo, no ama como nosotros lo hacemos. Pues, como nuestra voluntad no causa la bondad de las cosas, sino que es movida por ella como por el objeto, nuestro amor, por el que queremos el bien para alguien, no causa su bondad. Sino que sucede al revés, es decir, su bondad, real o aparente, provoca el amor por el que queremos que el otro conserve el bien que posee y alcance el que aún no tiene. A ello nos entregamos. Pero el amor de Dios infunde y crea bondad en las cosas.

Por lo tanto, Dios es causa de todo y por lo inmenso de su bondad amorosa, sale de su propio interior para colmar todo lo existente.

Y aún cuando las criaturas no existan desde la eternidad más que en Dios, sin embargo, Dios, por el hecho de que todo existe en Él desde la eternidad, las conoció en sus propias esencias; y por eso mismo las amó.

Santos Tomás completa el artículo respondiendo algunas objeciones. A nosotros nos interesa aquí, lo que dice acerca de los seres irracionales y los hombres dotados de razón: dice que Dios no ama a las criaturas irracionales con amor de amistad, sino que las subordina a las criaturas racionales y también a sí mismo. No porque lo necesite, sino por su bondad y para nuestra utilidad. Y la respuesta a otra objeción, creo que nos da luz para otra pregunta que muchas veces podemos hacernos: ¿Dios ama a los pecadores, es decir, a los hombres que están alejados de Él, y que por la gravedad de sus pecados les son contrarios?

Con la clarividencia que caracteriza su pensamiento responde el Angélico que “nada impide que a alguien por algo se le ame y por algo se le odie. A los pecadores, por ser hombres, Dios los ama como seres que existen y que existen por Él”. Pero, por ser pecadores, no existen, ya que les falla el ser. La expresión puede parecernos muy fuerte, pero es así con rigurosidad metafísica, porque: “la falta de ser no proviene de Dios”. Concluye diciendo: “En este sentido se dice que son odiados por Dios”. En definitiva, lo que Dios odia es el pecado y ama al pecador al punto tal que el mismo Hijo de Dios se hizo Hombre para redimirnos muriendo. Derramó su Sangre para salvarnos del pecado – el no ser- aquello que nunca quiso y que nunca creó.

2) La Providencia

Este otro atributo divino es como una prolongación de la Sabiduría divina, “que abarca fuertemente de un cabo al otro todas las cosas y las ordena todas con suavidad,” (Sab 8,1; 14,3). “Siendo Dios por la inteligencia (unida a la voluntad), dice Santo Tomás, la causa de las cosas, debe tener el conocimiento del orden según el cual se relacionan todas con el fin. El es quien así las ordena; y precisamente en esa ordenación, que es la razón del orden de las cosas, consiste la Providencia.” (I,Q. 22, a. 1) El gobierno divino, propiamente dicho, consiste en la ejecución del plan providencial. (Ibid.,ad 2)

La Providencia en Dios es lo que para los hombres es la prudencia, que ordena los medios para los fines que trata de conseguir y prevé las necesidades para proveer a ellas. En Dios hay Providencia que ordena todas las cosas para el bien del universo, es decir, para la manifestación de la bondad divina en todos los órdenes, desde los seres inanimados, los hombres, hasta los ángeles y los santos del cielo. 

La causalidad divina, dice Santo Tomás, “se extiende a todos los seres, ora corruptibles, ora incorruptibles, tanto en su generalidad como en su individualidad. De donde todas las cosas que tienen ser, por cualquier título que sea, están ordenadas por Dios a un fin.” (I.Q, 22, a. 2). Este fin, es la manifestación de su bondad, de su infinita perfección y de sus diversos atributos. 

La Sagrada Escritura, afirma repetidas veces, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, que el plan providencial ha sido trazado hasta en sus mínimos pormenores inmediatamente por Dios, cuya ciencia práctica sería imperfecta si no se extendiera tanto como su causalidad, sin la cual nada llega a la existencia. Se ve, entonces, que Dios es causa de cuanto de real y de bueno hay en todas las criaturas y en cada una de las acciones de las mismas; es decir, que Dios, a título de Causa primera, es causa de todo, excepto del mal, de esa privación, de ese desorden, que se llama el pecado. Cuanto al mal físico y al dolor, Dios no los quiere, sino accidentalmente, para un bien superior, por ejemplo, la paciencia en la enfermedad supone el dolor; el heroísmo de los santos supone los padecimientos que sufren. 

Hay que entender también que la Divina Providencia no sólo garantiza nuestra libertad, sino que también la pone en acción precisamente porque se extiende hasta el modo libre de nuestros actos que ella produce en nosotros y con nosotros; porque el modo libre de nuestra elección, ese querer nuestro, es también un ser, y todo ser lo es por Dios. 

La Providencia conoce todas las particularidades de nuestro temperamento y de nuestro carácter, por pequeñas que sean, las consecuencias de la herencia, la influencia de la sensibilidad sobre el juicio, penetra los repliegues de nuestra conciencia y puede otorgarnos todas las gracias que iluminan, fortalecen y atraen. Hay en su dirección suavidad y fortaleza. Con suavidad y fortaleza siembra y conserva en nuestro corazón la semilla divina y con solicitud vigila su desarrollo. (Cf I, Q. 22, a. 4). 

Por fin hay que decir que la Providencia, en cuanto es ordenación divina, abarca directamente todo lo que hay de real y bueno, hasta la última fibra de los seres, sin embargo, cuando se trata de la ejecución del plan providencial, Dios gobierna las criaturas inferiores por medio de las superiores, a las cuales comunica la dignidad de la causalidad. (I, Q. 22, a. 3). Por ejemplo, Dios manda a los Ángeles para que sean custodios nuestros.

La Providencia se une con la Justicia y la Misericordia, que son las dos grandes virtudes del Amor divino para con el hombre. 

La Misericordia tiene por fundamento el soberano Bien en cuanto que es difusivo, comunicativo de sí mismo- La Justicia estriba en los imprescriptibles derechos del soberano Bien a ser amado sobre todas las cosas. 

Estas dos virtudes, dice el Salmista, van juntas en todas las obras de Dios: (Sl. 24,10), Pero, como advierte Santo Tomás (I, Q. 21, a. 4), en ciertas obras divinas, como los castigos, se manifiesta más la Justicia; en otras, como en la justificación o conversión del pecador, resplandece la Misericordia.

3) La Justicia, que atribuimos a Dios por analogía, no es la justicia conmutativa, que regula las transacciones humanas, pues nada podemos ofrecer a Dios que no le pertenezca. La Justicia que se le atribuye es la justicia distributiva, semejante a la del padre para con sus hijos. 

Tres cosas hace Dios por medio de su Justicia: primero, da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin; segundo, premia los méritos; tercero, castiga las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora misericordia.

La Providencia y la Justicia se unen para darnos durante la vida presente los medios necesarios para conseguir nuestro fin, es decir, para vivir honradamente, según la recta razón, conocer a Dios de una manera sobrenatural, amarle, servirle, y obtener la vida eterna. 

Hay sin duda entre los hombres gran desigualdad de condiciones naturales y sobrenaturales. Unos son ricos, otros pobres; éstos poseen buenas dotes naturales, aquéllos, temperamento áspero, salud precaria, carácter melancólico. Pero el Señor nunca pide lo imposible, y nadie es tentado sobre sus fuerzas ayudadas de la gracia. El que es ignorante y por de más simple, ha recibido quizás mucho menos que nosotros; pero si cumple cuanto su conciencia le dicta, la Providencia le concederá gracias sobre gracias, hasta la de la buena muerte, por donde llegará a alcanzar la vida eterna. Es cierto que estamos obligados a evangelizar para que bautizados los infieles alcancen la salvación por Cristo y su Iglesia y por eso Dios provee misioneros para tal fin; pero en el caso que estos no lleguen aún, Dios asiste, y si el alma responde a la gracia, se salva dentro de la Iglesia que Jesucristo ha instituido para que todos se salven.
Jesús murió por todos los hombres; y sólo son privados de la gracia necesaria para la salvación quienes a ella se resisten. Dios, que nunca manda lo imposible, a todos ofrece las gracias necesarias para su salvación. 

Y todavía más; ya que no es cosa extraordinaria que la Providencia y la Justicia compensen la desigualdad de los dones naturales mediante la distribución de bienes sobrenaturales.

 No es raro que el pobre agrade más a Dios y reciba de él mayores gracias que el rico. Recordemos la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro. (Luc. 16,19-31)

Nos dicen las bienaventuranzas evangélicas que quien se ven privado de las alegrías terrenas, se siente a veces más atraído que los demás por las alegrías de la vida interior. Nos lo da a entender Nuestro Señor cuando dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu…, bienaventurados los mansos…, bienaventurados los que lloran…, los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Hemos examinado las relaciones de la Providencia con la Justicia divina, que a todos dispensa las gracias necesarias para alcanzar su fin, recompensa los méritos y castiga las faltas y los crímenes. Trataremos ahora de las relaciones de la Providencia con la Misericordia divina. 

4) La Misericordia

 Parece a primera vista que la Misericordia es contraria a la Justicia; diríase que se opone a ella y restringe los derechos de la misma. En realidad, dos perfecciones divinas, por muy diferentes que sean, no pueden ser contrarias la una de la otra; no puede la una ser negación de la otra; ambas se armonizan y componen, como se dijo, hasta identificarse por modo eminente en la Deidad o en la vida íntima de Dios.
La Misericordia, lejos de oponerse a la Justicia imponiéndole La Misericordia, lejos de oponerse a la Justicia imponiéndole restricciones, únese a ella haciéndole ventaja, dice Santo Tomás. (I, Q .21, a4) “Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad (o justicia)”, leemos en el Salmo 24,10. Pero, añade el Apóstol Santiago: “la Misericordia sobrepuja a la Justicia”. (Sgo. 2,13)
¿En qué sentido se ha de entender esto? En el sentido dice Santo Tomás, de que “toda obra de Justicia supone una obra de Misericordia o de bondad completamente gratuita y se funda en ella. En efecto, si Dios debe algo a su criatura, es en virtud de un don anterior … Si está obligado a concedernos las gracias necesarias para la salvación, es porque primero nos creó por pura bondad suya y nos llamó a una felicidad sobrenatural; y si debe remunerar nuestros méritos, es porque antes nos concedió la gracia de merecer. De esta manera, la Misericordia (o la pura Bondad) es como “la raíz y el origen de todas las obras de Dios, les infunde su virtud y las domina». Como fuente primera de todos los dones, no hay influencia superior a la suya; y por lo mismo aventaja a la Justicia, que ocupa el segundo lugar y le está subordinada.  La Justicia es como una rama del árbol del amor de Dios; la Misericordia o la pura Bondad, comunicativa y radiante, es el árbol mismo. 

Si en la vida presente la Justicia da a cada uno lo necesario para vivir como se debe y alcanzar su fin, la Misericordia nos concede mucho más de lo estrictamente necesario. En este sentido sobrepuja a la Justicia. Así, por ejemplo, Dios podía haber creado al hombre en un estado puramente natural, dándole solamente el alma espiritual e inmortal, sin la gracia; mas por pura bondad nos concedió desde el día de la creación el participar sobrenaturalmente de su vida íntima; nos dio la gracia santificante, principio de nuestros méritos sobrenaturales.
De igual modo, después de la caída, pudo en Justicia abandonarnos en nuestra desgracia. También pudo levantarnos del pecado, por algún otro medio sencillo, anunciado por algún profeta, bajo determinadas condiciones. Pero hizo por nosotros muchísimo más: por pura Misericordia nos dio a su propio Hijo por víctima redentora; de donde siempre podemos apelar a los méritos infinitos del Salvador. El está a nuestro servicio en lo referente al perdón de nuestras faltas si de ellas estamos arrepentidos, es verdaderamente nuestro Salvador, nuestro reparador. La Justicia no pierde sus derechos, pero triunfa la Misericordia. 

Después de la muerte de Jesús, bastaba que nuestras almas fueran movidas por gracias interiores y por la predicación del Evangelio; la Misericordia divina nos otorgó mucho más: nos dio la Eucaristía, que perpetúa sustancialmente en nuestros altares el sacrificio de la Cruz y nos aplica sus frutos.

 Y si ya acá en la tierra la Justicia divina recompensa nuestros méritos, la Misericordia los remunera con creces. 

Termino estas reflexiones con un texto, de un sermón, de San Bernardo: “Jesucristo vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente. ¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes concluir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, cuanto más se abajó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor.”

Que la Virgen, Madre de la Misericordia, nos disponga a recibir en esta Navidad a su divino Hijo; en ese Niño descubrimos el rostro mismo de la Divina Misericordia. Y que Jesús, precioso don de Dios, derrame sobre nosotros toda bendición.

Hna María de la Fe, SSVM

 

 

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