El progresismo rechaza el reinado social de Cristo

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Presentamos este magnífico prólogo al libro El progresismo cristiano del padre Julio Meinvielle, publicado en 1983 como una colección de conferencias y escritos de este tan benemérito sacerdote. Su pensamiento sigue siendo actual, quizás hoy más que nunca ante la nueva reedición de antiguos errores (una reedición más). Publicamos la introducción a dicha edición, escrita por quien fuera discípulo directo suyo y tanto aprendiera de su maestro.

Prólogo al libro “El Progresismo cristiano” [1]

1. Pensaba pugnativamente

Leyendo el índice de esta recopilación, un tanto despareja y desordenada, de conferencias, artículos y predicaciones de muy distintas épocas del Padre Julio Meinvielle, viene a la mente lo que decía Gilbert Keith Chesterton sobre Santo Tomás de Aquino: “pensaba pugnativamente… (lo cual) no quiere decir amarga o despectivamente, sin caridad, sino combativamente”.

Al igual que Santo Tomás, de quien se sabía deudor, el Padre Julio pensaba pugnativamente, como a todas luces es evidente. (El talentoso Cornelio Fabro admiraba su “vis” polémica). Sostiene Ramiro de Maetzu que: “La cultura es polémica. No sé de ninguna obra ni de ninguna vida que haya marcado huella en la historia de la cultura que no haya sido obra y vida de polémicas”. Solía decir el Padre Julio: “Luchar es una gracia”.

Y si, impertérrito, durante casi cincuenta años, se mantuvo “firme en la brecha” (Sal. 106, 23), es decir, estando siempre preparado y dispuesto para combatir los combates de Dios, es porque su alma se alimentaba, asiduamente, en la contemplación de Jesucristo, el Logos hecho carne: en Sí mismo, en su Iglesia, en la Eucaristía, en cada hombre. Si alguien, para reprimir su indoblegable fortaleza, le hubiese aconsejado que se contentara con decir Misa, le hubiese respondido como lo hiciera Fray Francisco de Paula Castañeda: “es precisamente la Misa lo que me enardece, y me arrastra, y me obliga a la lucha incesante”.

De allí que haya podido detectar y denunciar “desde los tejados” (Mt. 10, 27) el alud progresista de los años 60, tarea que llega a su plenitud, a mi entender, en su obra cumbre “De la Cábala al progresismo” (Ed. Calchaquí, Salta, 1.970, 470 págs.). Era imposible que no advirtiera y nos advirtiera las desviaciones del neo-modernismo, porque su fin principal, como todos los errores que se dan acerca de las verdades que profesa la Iglesia es “disminuir a Cristo en su dignidad” (Santo Tomás, “Contra los errores de los griegos”, Ed. Marietti, n. 1078/9).

2. Disminuir la dignidad de Cristo

Disminuyen la dignidad de Cristo, los progresistas liberales, que no quieren el imperio de Cristo Rey sobre la sociedad, sobre la política, la economía, la cultura, las naciones y los estados. Disminuyen la dignidad de Cristo, todos los progresistas, que no afirman la necesidad absoluta de la gracia para la solución de los problemas del hombre -incluso de los problemas temporales – “Si Dios no cuida la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal. 127, 1) “frustrando así la venida del Hijo de Dios en carne: “La gracia y la verdad vienen por Jesucristo” (Jn. 1, 17). Disminuyen la dignidad de Cristo, los progresistas marxistas, que pretenden poner a Cristo y a su Iglesia al servicio de la revolución, vaciándoles de su contenido sobrenatural.

Atentan contra la dignidad de Cristo, al atentar contra la fe y moral enseñada por Cristo. Léanse las Declaraciones de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe: “para salvaguardar de algunos errores recientes, la fe en los misterios de la Encarnación de la Santísima Trinidad” (21/2/72), “sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales” (24/6/73), “sobre algunas cuestiones referentes a la escatología” (17/5/79), “sobre el aborto” (18/11/74), “sobre ciertas cuestiones de ética sexual” (relaciones prematrimoniales, homosexualidad, masturbación, etc. 29/12/75), “sobre la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial” (15/10/76), la recientísima del 6/8/83 “sobre algunas cuestiones concernientes al Ministerio de la Eucaristía”, ¿ello no indica que algunos han llegado alguna vez a oponerse a la fe y moral católica e incluso en cosas fundamentales? ¿Acaso el “Credo del Pueblo de Dios” (30/6/68), no salió al cruce de los que derribaban verdades de la doctrina cristiana, como algunos católicos “cautivos de cierto deseo de cambiar y de innovar”?

Repugnan, manifiestamente, a la dignidad de Cristo, los errores doctrinales sobre la Eucaristía, que merecieron la Encíclica Mysterium Fidei de S.S. Pablo VI, al igual que degrada la dignidad de Cristo tanta “liturgia” populachera, chabacana, cursi y de mal gusto que destruye el “sacrum” del misterio (cf. la carta de Juan Pablo II a todos los sacerdotes para el Jueves Santo de 1980). Y, ¿no hay que hablar aquí de la campaña orquestada a nivel internacional, en contra del celibato de los ministros de la Eucaristía, que ocasionó la encíclica Sacerdotales Coelibatus (24/6/67), ¿habrá que hacer resaltar “el significado cristológico del celibato” (cf. dicha encíclica n.19/25)?

Rebaja la dignidad de Cristo todo lo que rebaja la dignidad de su Madre Santísima, la Virgen María. Pablo VI no tuvo empacho en recordar la doctrina del culto de la Ssma. Virgen en textos “sobre los que no será inútil volver para disipar dudas” (cf. Marialis Cultus, 2/2/74). Un perito en pastoral llegó a afirmar públicamente que era necesario derribar los santuarios marianos “porque eran focos de superstición” (sic).

Ensayan deshacer a Cristo buscando disminuirlo en su dignidad los que no aceptan – de hecho, o de derecho – la verdadera y única cabeza visible de la Iglesia, el Papa, porque diluyen, patentemente, la unidad del Cuerpo Místico: no puede ser un solo Cuerpo, si no tuviese una sola Cabeza; ni una sola comunidad, si no tuviese un solo jefe, como lo enseñó su Fundador: “un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10, 16).

3. El progresismo cristiano

Recuérdese, por ejemplo, las desviaciones de Hans Küng y de tantos otros, y, siguiendo un camino aparentemente opuesto, la experiencia de Ecône, y en la exacerbación, los del Palmar de Troya, etc. Véase, asimismo, por poner dos ejemplos bien visibles, la falta de obediencia de los progresistas a la única cabeza visible de la única Iglesia fundada por Cristo, en el manoseo desacralizante de la liturgia y en el no vestir el hábito eclesiástico.

Buscan, los progresistas, disminuir la dignidad de Cristo al impedir el desarrollo de su vida en nuevos seres humanos por estar en contra de la transmisión de la vida humana, de allí la necesidad de la encíclica Humanae Vitae (27/5/68), y en contra de la transmisión de la vida divina, de allí la necesidad de la Evangelii Nuntiandi y de tratar en el próximo Sínodo, entre otras cosas, de la importancia insustituible del sacramento de la Confesión. También hemos leído que “los sacramentos son la rémora de la Iglesia” (sic), siendo, como en verdad son, los que impulsan con bríos impetuosos e imparables, con fuerza, vigor, resolución y energías arremetedoras, a la nave de la Iglesia, ya que son, en el decir de Santo Tomás “instrumentos separados de la Divinidad” y “como reliquias divinas de la Encarnación”. Disminuyen la dignidad de Cristo al tratar de bautizar la llamada filosofía moderna – lo que no connota una razón cronológica, sino ontológica-, en cuanto cerrada a la trascendencia y, por tanto, negadora a priori de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, “creando de esta manera una nueva gnosis” (Pablo VI, 24/5/76).

Los progresistas rebajan la dignidad de Cristo al meterse en lo temporal olvidándose de lo eterno; al no llevar las soluciones adecuadas para los acuciantes problemas temporales de falta de justicia, de paz, de pan y de techo; al hacer silencio no denunciando a los verdaderos enemigos del progreso y desarrollo de los hombres y de los pueblos; al diluir, los sacerdotes, su carisma sacramental que los identifica con Cristo Sacerdote, invadiendo campos que son privativos de los seglares; al no tener vigor para tomar una posición, clara, firme y sabia, frente a la cultura moderna; al no enseñar que todo – cultura, política, economía, trabajo, familia, etc.- se debe subordinar, respetando las legítimas autonomías, al señorío del único Rey de reyes y Señor de los señores. Clama Juan Pablo II: “¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo”.

En años ya pasados, el enfriamiento del ímpetu misionero, el vacío y liquidación de los seminarios y noviciados, el abandono de su generosa entrega en tantas almas consagradas, la ausencia de grandes convertidos, fueron señales indubitables de la esterilidad y de la destrucción que caracteriza al fenómeno progresista, como justa réplica por tratar de experimentar buscando derogar la dignidad de Cristo.

4. Verdadero objetivo y exhortación

Han buscado la disolución de Cristo al difundir errores en la fe y en la moral que causaron -y causan- muchísimas muertes espirituales, ya que “El Hijo de Dios con su Encamación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (Gaudium et Spes, 22). En fin, disminuyen la dignidad de Cristo al trabar el verdadero progreso, material y espiritual, del hombre, imagen de Cristo. Era un absurdo para un alma contemplativa del misterio del Verbo Encarnado, como lo era el Padre Julio, excusarse de dar testimonio comportándose como “un perro mudo” (Is 56, 10) frente a los que rebajan la majestad de Jesucristo. Tenía el don de pensar pugnativamente porque defendía la dignidad de Jesucristo y ello como fruto de la caridad. Escuché a alguien decir con cierta sorna: “¡Qué habrá dicho si se encontró con Maritain en el cielo!”, inmediatamente pensé: “¡Se habrá alegrado sobremanera!”. Amaba a los enemigos y, porque quería la salvación eterna de todos, odiaba el error. Nos enseñaba que “el amor cubre multitud de pecados” (1 Pe 4, 8) y que hay que rezar y hacer penitencia por los que están en el error y por los que nos persiguen, perdonándoles de corazón: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7, 60). Finalmente, de hecho, les debemos muchísimo, ya que, a su pesar, trabajan para nuestro bien, si de verdad amamos a Dios: “Todo sucede para bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28), y debemos estarles agradecidos ya que sus errores son ocasión de que clarifiquemos y profundicemos en la fe, y su persecución injusta nos posibilita vivir la octava bienaventuranza, nos hace ganar muchos méritos para la vida eterna y nos obtiene una fecundidad sobrenatural insospechable. En forma parecida, los que rebajan la dignidad de Cristo nos agradecerán que no les hayamos dejado hacer, con más libertad y en mayor extensión su obra a favor del error y del engaño.

Por tanto, como lo pidió la Virgen de Fátima, siempre debemos rezar y hacer penitencia, especialmente en este tiempo, por aquellos que “menosprecian el señorío y blasfeman de las glorias. Apacentándose a sí mismos; son nubes sin aguas arrastradas por los vientos; árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; olas bravas del mar, que arrojan la espuma de sus impurezas; astros errantes a los cuales está reservado el horco tenebroso para siempre” (Jud 8, 12-13). Por ellos decimos con el Beato Luis Orione: “Colócame, Señor, sobre la boca del infierno para que yo por tu misericordia lo cierre”, como lo vivió Meinvielle, y como cabalmente lo entiende todo aquel que no disminuye la dignidad del amor de Cristo.

Sobre su sepulcro se grabó: “Amó la Verdad” (Cf. 2 Tes 2, 10) porque lo vivió en el más estricto sentido de la palabra. Amó la verdad reflejada en cada partícula del universo por ser una chispa de la infinita Verdad, que es Dios. Amó la verdad y por ello estudiaba los problemas, incluso temporales, para lograr las soluciones que nos llevasen a un mundo mejor para nuestra Patria y para toda la humanidad doliente y angustiada, sabía que “la verdad es la primera y fundamental condición de la renovación social” (Juan Pablo II, 19/6/83). Amó la verdad enseñada por la Iglesia Católica: “¡Sine illa peritur!”, recordó Juan Pablo I.

Amó a Jesucristo, la Verdad, y por amor a la Verdad arguyó contra “los murmuradores, querellosos, que viven según sus pasiones, cuya boca habla con soberbia, que por interés fingen admirar a las personas” (Jud. 16), buscando su salvación “arrancándolos del fuego” (Jud 22) al refutar sus errores para que no disminuyan a Jesucristo, que es el Único que tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

[1] C. Buela, “Prólogo” a El progresismo cristiano, Cruz y Fierro Editores, Buenos Aires, 1983.

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