Recensión del libro: George Pell: Diario en prisión; vol. 1: El cardenal recurre la sentencia (27 de febrero – 13 de julio de 2019); ed. Palabra, Madrid 2021; 478 pp.
El 7 de abril de 2020, el Tribunal Superior de Australia dictó una sentencia unánime que anulaba la condena de culpabilidad y absolvía al cardenal George Pell, ex arzobispo de Sídney, ex arzobispo de Melbourne y ex secretario de Finanzas del Estado Vaticano, revocando la incomprensible condena penal del cardenal por “abusos sexuales en el pasado”. Pell había pasado 405 días en prisión desde su primera condena. Durante su larga estadía, escribió el Diario en Prisión, cuya primera parte vio la luz a finales de 2020.[1]
Las palabras citadas son casi textuales del famoso periodista George Weigel, que escribió el prefacio de este volumen, un “diario de prisión que jamás debería haberse escrito”, como él mismo dice. Creemos, sin embargo, que es un gran acierto que haya visto la luz, porque constituye a su vez una auténtica luz para nosotros y para la Iglesia de hoy, que se ha encerrado tanto en sí misma y que tiene un peso tan insignificante a la hora de afrontar y resolver los grandes y urgentes problemas de este mundo.
Es bueno que haya visto la luz porque es un bálsamo para el espíritu; está escrito en un estilo sencillo, propio de la sucesión diaria de acontecimientos. Describe los detalles más sencillos: el alimento que comía, el trato generalmente respetuoso de los guardias, el ruido de algunos de sus compañeros en las celdas vecinas, las visitas que recibía, el inmenso número de cartas (unas treinta al día) que recibía de todo el mundo, aunque la mayoría se las entregaban con retraso. También hay páginas con reflexiones muy profundas y esclarecedoras sobre la gran crisis que atraviesa la Iglesia. Escribe, por ejemplo: “Cuando nos creemos que podemos mejorar a Jesucristo eliminando las enseñanzas duras o haciendo de menos la oración, la fe, la cruz, etc., entonces no debería extrañarnos que las personas se vayan y no vengan. Una religión demasiado fácil es una religión falsa” (p. 78). A continuación, habla de ciertas fuerzas reformistas en la Iglesia y de los cambios que pretenden conseguir. Afirma, sin dudarlo: “Nunca ponen las cartas sobre la mesa. Para mí fue un momento relevador cuando le dije a un alto eclesiástico europeo que el primer criterio para descubrir si un obispo era bueno consistía en saber si daba testimonio de la fe católica y apostólica. Mi interlocutor enrojeció de indignación y rechazo (p. 78).
La situación de angustia que vive la Iglesia, como la percibe Pell: la falta de energía, de vocaciones, de presencia en el mundo, no tiene otro origen y causa que el olvido y el rechazo de lo sobrenatural, que es un elemento característico de ciertas corrientes de la Iglesia actual. El cardenal lo señala con agudeza: “Lo sobrenatural es una parte indispensable del mensaje cristiano, y cuando se reduce el catolicismo a una organización de servicios agnóstica, se traiciona a la tradición, las conversiones se esfuman y el éxodo se adelanta” (p. 123). Reconforta, sin duda, la visión de un alto prelado como George Pell, que sabe redescubrir, en el crisol del sufrimiento inmerecido, la clave de la grave crisis que vive la Iglesia en el mundo moderno, cuando se olvida de proclamar el Evangelio y de seguir la tarea marcada por su Maestro. Pell reconoce los efectos devastadores de esa actitud, muchos de los cuales se gestaban ya en el pasado: “La situación actual es la opuesta a la posterior al Concilio Vaticano II, cuando todos los sacerdotes y religiosos jóvenes eran «progresistas», entregados a las reformas conciliares mientras empezaban a emerger lentamente las diferencias entre aquellos dedicados a seguir la liberalidad de los documentos conciliares y los que los consideraban meros acuerdos que podían utilizarse como trampolín para lanzarse a otras opciones distintas y «mejores». Treinta mil hombres abandonaron el sacerdocio, y más religiosos aún colgaron los hábitos” (p. 91).
Las consecuencias del progresismo para la sociedad y para la Iglesia resultaron ser un verdadero desastre, y aún lo son, tanto en los círculos protestantes como en los católicos. El cardenal da un ejemplo de ello cuando habla de los panegíricos celebrados en honor de Bob Hawke, ex primer ministro australiano, ceremonia que vio por televisión desde la cárcel: “Todo se hizo bien, sin repeticiones; la música incluyó el Aleluya de Händel; la ópera de Sydney estaba a rebosar y 1.500 personas se quedaron afuera. Sin embargo, no se dijo ni una palabra sobre Dios, sobre Cristo o sobre la vida tras de la muerte, aparte de lo que cantó el coro” (p. 389). Al mismo tiempo, una sociedad sin Dios y sin Cristo se vuelca masivamente hacia la crueldad y la injusticia, olvidando las virtudes que la edificaron e hicieron sólida: “Dios es el Espíritu de amor que creó el universo por medio de su Hijo, y que perdona todo pecado cuando uno se arrepiente sinceramente (…) Si el cristianismo sigue en declive, la sociedad tenderá menos al perdón” (p. 96). El relativismo, como actitud de rechazo e imposibilidad de búsqueda y posesión de la verdad objetiva, cobra aún más fuerza con el olvido de Dios: “Pero cuando sólo existe mi verdad o tu verdad, cuando la verdad es resultado del poder y los más poderosos pueden imponérsela a otros, entonces la búsqueda de pruebas se convierte en algo superfluo e incluso molesto” (p. 449).
El núcleo del problema radica sin duda en la jerarquía de la Iglesia, y en los obispos en particular. Hemos expresado ya su opinión sobre cuál debe ser la principal tarea y actitud de un obispo católico. He aquí otra exposición: “El Papa Benedicto y el cardenal Sarah tienen razón al afirmar que en el corazón de nuestros problemas está la ausencia de Dios, y si un obispo tiene que desdeñar los consejos o a la opinión pública para devolver a Dios al centro de la escena, o para mantenerlo ahí, que así sea” (p. 385). La actitud de quienes no defienden la Fe ni se arraigan en las verdades inmutables del NT sólo fomenta el crecimiento del secularismo y del anticristianismo como mentalidad políticamente correcta, que es la realidad a la que asistimos hoy: “Las fuerzas de la corrección política, cada vez más toscas, no se dan por satisfechas con que se trate a todo el mundo con respeto y cariño y exigen, en nombre de la tolerancia, no sólo que las actividades homosexuales sean legales, igual que el matrimonio entre personas del mismo sexo, sino que se impida que nadie apoya la doctrina cristiana sobre el matrimonio y la sexualidad en cualquier foro público. Eso supondría el fin de la libertad religiosa” (p. 426). Al mismo tiempo, dicha actitud empuja a los espíritus cristianos a una mentalidad totalmente subjetivista, sobre todo en lo que respecta a la vida eterna: “[Existe] un extendido sentimiento de que la gente tiene un derecho (casi) universal a ser feliz en el cielo. Lo complicado es que en un par de generaciones este derecho, asumido y no meditado, acabará llevando al escepticismo sobre la vida futura. Cada vez más personas están convencidas que la aniquilación tras la muerte es preferible a un Dios que juzgue. Sin embargo, nuestras opiniones acerca de lo que sucederá tras la muerte no cambia un ápice la realidad, creamos lo que creamos” (p. 460).
En su diario, el cardenal alterna la narración de los acontecimientos cotidianos con interesantes reflexiones sobre la política, sobre la situación religiosa en Australia, Irlanda, Quebec y Europa, con opiniones sobre artículos de exégesis bíblica, o sobre la espiritualidad y los autores espirituales, sobre la conciencia moral y las teorías relativistas, sobre las acusaciones de abusos en la Iglesia, sobre el desarrollo de su propio caso y su próxima apelación, sobre los problemas de la Iglesia y la educación católica, especialmente en las universidades del mundo anglosajón (pp. 379 y ss.): “Las universidades católicas actuales están muy bien financiadas, con un personal laico cualificado y comprometido con la excelencia, con unas instalaciones espléndidas, pero son muchas las que ya ni siquiera se definen como católicas” (pp. 379-80). Cita en particular la reseña de un libro de un sacerdote jesuita amigo suyo, acerca de la vida y obra de Ted Hesburg, el sacerdote jesuita que fue decano de la famosa Universidad de Notre Dame en Indiana durante 35 años. Consiguió multiplicar el presupuesto de la universidad de 10 a 176 millones de dólares, y las donaciones de 9 a 350. En opinión del autor del libro – que Pell también hace suya – esto “sustituyó la búsqueda de la verdad por la de la excelencia de tal forma que el catolicismo dejó de ocupar el corazón de la universidad, sin que el mismo reconociese o admitiese ese desastre” (p. 381). []
El cardenal es consciente de hallarse injustamente encarcelado, y de la necesidad de confiar, más aún, de entregarse a la voluntad de Dios, al mismo tiempo que emplea todos los medios legales posibles para intentar demostrar la verdad de su inocencia. En lo personal, afirma perdonar y haber perdonado: “Lo he hecho y sigo haciéndolo (…) He ofrecido el Rosario por cada uno de esos sospechosos” (p. 466). En fin, un hombre que piensa, que sabe que hay que emplear los legítimos medios humanos y librar las grandes batallas de Dios, pero que al mismo tiempo cree en lo sobrenatural, y que vive de la Fe, esperando en Dios, incluso convencido de que ésta debe ser la tarea de todo verdadero pastor en la Iglesia católica. El relato de cada día en su periódico termina siempre con una oración, a veces tan hermosa y significativa como ésta: “Señor, concédeme paciencia en la tribulación y la gracia para que mi voluntad se conforme en todo con la tuya, para que pueda decir con verdad: ‘Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo´. Por aquello que te pido, Señor, otórgame tu gracia para que luche por conseguirlo. Amén” (p. 406).
Aún estamos lejos de poder cumplir los deseos y los sueños de este gran sucesor de los Apóstoles, pero es bueno y consolador saber que tales pastores existen y que el Señor sabe purificarlos en el crisol de la persecución injusta, para hacerlos semejantes a Él. Que el Señor se apiade de su Iglesia y nos envíe pastores de la magnitud y visión del cardenal George Pell. Los necesitamos. Que la intercesión de la Madre de Dios obtenga esta gracia para su Iglesia, para su bien y la salud del mundo.
R. P. Carlos D. Pereira, IVE
[1] La obra original es: George Cardinal Pell, Prison Journal: Vol. I © 2020 Ignatius Press, San Francisco.
Otro artículo nuestro sobre el caso del Cardenal Pell en: https://biblia.vozcatolica.com/2020/04/17/justicia-de-los-hombres-y-justicia-de-dios-caso-del-cardenal-pell/
Artículos interesantes sobre la investigación realizada en Francia sobre la pedofilía, y sus falencias (y falacias): Cultura jedionda, por R.P. Miguel A. Fuentes: http://miguelfuentes.teologoresponde.org/2021/10/09/cultura-jedionda-p-miguel-a-fuentes-ive/#_ftn4
“No estamos contando arvejas”, por Antonio Torres: https://lamurallacatolica.com/2021/10/06/no-estamos-contando-arvejas/
Comentarios 3
Brillante…Es Verdad,si nuestra amada Iglesia Católica Apistolica y Romana.
Sólo, se dedicará a Adorar a Dios ,amarlo por sobre todas las cosas …a mi modo de ver está, bien.
Pero también ama al prójimo,con sus infinitas obras de misericordia…
Porqué el que ama a Dios,a quien no ve con los ojos humanos,pero si con los del alma,y no ama a su prójimo,es un mentiroso.
Es verdad,sólo se destaca lo humano, como pecado,como caída.
Pero no lo Divino.
Sr,ten piedad del mundo entero ,junto a tu madre Maria Vírgen
Es la pura verdad. El mundo quiere hacer a Dios a su manera y se “endiosa “ a sí mismo. Quiere hacer las reglas y vivir como le place, y decirle a Dios y al mundo que así es.como debemos de vivir. Se comete el mismo pecado desde el principio de la creación. El de orgullo y soberbia. Cree que obedeciendo a Dios es una condena porque no puede hacer lo que le parece. Pero es lo contrario. Tenemos la libertad de los Hijos De Dios. Dios nos creo Hijos. Somos creación y no Dios. Reconociendo y asumiendo nuestro papel como tales, obedeciendo y cumpliendo la misión para la que hemos sido hechos, sólo así somos felices. El Padre Dios en su Divina Providencia sabe mejor que nosotros lo que es bueno para nosotros. El es un Padre que nos quiere con locura. Nos guía, proteje y hasta nos Salva!!!
Somos pocos Catlivos, pero seamos más fieles que nunca, .aryires como el Csrdensl Pell