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Homilética
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Homilética – I Domingo de Cuaresma

POR QUÉ PERMITE DIOS QUE SEAMOS TENTADOS

1. Entonces… ¿Cuándo? Después de bajar el Espíritu Santo, después de oírse aquella voz venida del cielo que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido . Y lo de verdad maravilloso es que le lleva el Espíritu Santo—así lo afirma expresamente el evangelio—. Y es que, como el Señor toda lo hacía y sufría para nuestra enseñanza, quiso también ser conducido al desierto y trabar allí combate contra el diablo, a fin de que los bautizados, si después del bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por ello, como si fuera cosa que no era de esperar. No, no hay que turbarse, sino permanecer firme y soportarlo generosamente como la cosa más natural del mundo. Si tomaste las armas, no fue para estarte ocioso, sino para combatir. Y ésa es la razón por que Dios no impide que nos acometan las tentaciones. Primero, para que te des cuenta que ahora eres ya más fuerte. Luego, para que te mantengas en moderación y humildad y no te engrías por la grandeza de los dones recibidos, pues las tentaciones pueden muy bien reprimir tu orgullo. Aparte de eso, aquel malvado del diablo, que acaso duda de si realmente le has abandonado, por la prueba de las tentaciones puede tener certidumbre plena de que te has apartado de él definitivamente. Cuarto motivo: las tentaciones te hacen más fuerte que el hierro mejor templado. Quinto: ellas te dan la mejor prueba de los preciosos tesoros que se te han confiado. Porque, si no te hubiera visto el diablo que estás ahora constituido en más alto honor, no te hubiera atacado. Por lo menos al principio, si acometió a Adán, fue porque le vio gozar de tan grande dignidad. Y, si salió a campaña contra Job, fue porque le vio coronado y proclamado por el Dios mismo del universo. —Entonces, ¿por qué dice más adelante el Señor: Orad para que no entréis en tentación —Por la misma razón por que el evangelio no te presenta simplemente a Jesús camino del desierto, sino conducido allí conforme a la razón de la economía divina. Con lo que nos da a entender que no debemos nosotros adelantarnos a la tentación; más, si somos a ella arrastrados, mantenernos firmes valerosamente.

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Miércoles de Ceniza

TEXTOS LITÚRGICOS [accordions title=”TEXTOS LITÚRGICOS”] [accordion title=”LECTURAS” load=”hide”]LECTURAS Desgarren su corazón y no sus vestiduras Lectura de la profecía de Joel 2, 12-18 Ahora dice

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Homilética – VII Domingo de Tiempo Ordinario

TEXTOS LITÚRGICOS [accordions title=”TEXTOS LITÚRGICOS”] [accordion title=”LECTURAS” load=”hide”]Amarás a tu prójimo como a ti mismo Lectura del libro del Levítico 19, 1-2. 17-18 El Señor

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Homilética – VI Domingo de Tiempo Ordinario

TEXTOS LITÚRGICOS [accordions title=”TEXTOS LITÚRGICOS”] [accordion title=”LECTURAS” load=”hide”]A nadie le ordenó ser impío Lectura del libro del Eclesiástico 15, 15-20 Si quieres, puedes observar los

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Homilética – V Domingo de Tiempo Ordinario

¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la “azucena de los Mohawks”. Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!

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La Santísima Trinidad – El misterio íntimo de Dios

Es evidente, pues, que la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra mente –como si se tratase de un teorema intrincado–, cuanto, y mucho más, de un misterio para nuestro corazón (cf 1Jn 3, 20), puesto que es un misterio de amor. Y nunca entenderemos, no digo tanto la naturaleza ontológica de Dios, sino la razón por la que nos amó hasta tal punto que a nuestros ojos se identificó con el Amor mismo (cf. Jn 4,16)

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Homilética – IV Domingo de Tiempo Ordinario, Fiesta de la presentación del Señor

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.»

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Homilética – III Domingo de Tiempo Ordinario

Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres».
Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.
Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó.
Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.

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He aquí al Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo

Gran bien es la confianza y la libertad en expresarse y saber posponerlo todo a la confesión de Cristo: ¡tan grande es y tan admirable que el Hijo Unigénito al hombre que lo posee, lo proclama delante de su Padre! Aunque, a decir verdad, la recompensa no es igual. Tú confiesas a Cristo en la tierra, y Él te confiesa en el cielo; tú, delante de los hombres; Él, delante del Padre y de los ángeles. Así era el Bautista: no atendía a la multitud, tampoco a la gloria ni a otra cosa alguna, sino que todo eso lo pisoteaba; y con la libertad que conviene, a todos predicaba lo tocante a Cristo. El evangelista nota el lugar para declarar por aquí la confianza y seguridad del Bautista, quien con resonante y clara voz, no en un esquina, no en una casa, no en el desierto, sino junto al Jordán, ante una multitud, presentes todos cuantos se habían bautizado (pues había ahí aun judíos), hizo su admirable confesión de Cristo, llena de sublimes, arcanas y altas verdades; y dijo que no se sentía digno de desatar la correa de sus sandalias.

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