La oración –como la define magistralmente Santa Teresa– es un trato de amistad con quien sabemos que nos ama, es decir, con Dios. Este trato, esta relación de amistad, se da por medio de la fe; es decir, los sentimientos, la sensibilidad, no juegan el papel más importante. Incluso puede darse una oración muy alta, en medio de grandes arideces y tentaciones. En otras palabras, la oración es ejercicio de la fe. Es la fe que busca a Dios en medio de la oscuridad, porque “a Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1, 18).
Pero, como sigue diciendo San Juan en su Prólogo: “El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha dado a conocer”. Qué quiere decir esto? Que para llegar a Dios debemos ir por medio de Jesucristo. Él se ha revelado a sí mismo como el Camino, como la revelación plena del Padre: “Quien me ve a Mí, ve al Padre”.
Santa Teresa nos enseña esto mismo. Y nos da pautas muy concretas para «rezar como es razón», es decir, para rezar como se debe.
«La examinación de la conciencia y decir la confesión y santiguaros, ya se sabe ha de ser lo primero. Procurad luego, hija, pues estáis sola, tener compañía… Representad al mismo Señor junto con vos… y creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle junto a vos, y Él ve que lo hacéis con amor y que andáis procurando contentarle, no le podréis echar de vos» (Camino de perfección, 26,1).
Esto de buscar la compañía de Jesucristo en la oración (y siempre) es una de las notas fundamentales de la espiritualidad teresiana. No se trata de llamarlo con pensamientos sublimes, ni enredarse con fórmulas bellas. Se trata de hacerle compañía, hablándole con sencillez:
«Si estáis alegre, miradle resucitado… Si estáis con penas o triste, miradle camino del huerto… Hablad con Él, no oraciones compuestas, sino de la pena de vuestro corazón» (CP 26, 4.5.6.).
Y entonces, Santa teresa ensaya delante nuestro un diálogo con Jesucristo, para ilustrar lo que nos está enseñando:
«¿Tan necesitado estáis, Señor mío y Bien mío, que queréis admitir una pobre compañía como la mía, y veo en vuestro rostro que os habéis consolado conmigo? Pues, ¿cómo, Señor, es posible que os dejan solo los ángeles, y que aun no os consuela vuestro Padre? Si es así, Señor, que todo lo queréis pasar por mí, ¿qué es esto que yo paso por vos?, ¿de qué me quejo yo?» (CP 26,6).
Y dice enseguida Santa Teresa a sus hijas:
«Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos los estados, y es un medio segurísimo para ir aprovechando en la oración, y andar seguros de los peligros que el demonio puede poner» (Vida 12,3).
De esta manera, declara que este modo de oración es obligatorio para todos: todos debemos hacer oración con Cristo. Esta afirmación de Santa Teresa, siempre tan tolerante y comprensiva con las necesidades y dificultades de las almas, tan preocupada por respetar su libertad y la voluntad de Dios sobre ella, debe ponernos en guardia, y hacernos tomar muy en serio sus consejos.
También ella fue muy combatida por este punto: «Me han contradicho en ella y dicho que no lo entiendo» (6M 7,5). Pero ella no se inquieta por esto, sino que va respondiendo a las distintas objeciones para ayudar a las almas en un tema de tanta importancia.
En primer lugar, para algunas personas es muy difícil representarse a Jesucristo; ¿cómo podrán entonces estar a su lado y hablarle? Santa Teresa responde a esta objeción con su propia experiencia: ella nunca pudo utilizar su imaginación para la oración, pero eso no le impidió practicar lo que está enseñando:
«Tenía tan poca habilidad para representarme cosas con el entendimiento, que si no era lo que veía, no me aprovechaba nada de mi imaginación, como hacen otras personas que pueden hacer representaciones adonde se recogen. Yo solo podía pensar en Cristo como hombre; mas es así que jamás le pude representar en mí, por más que leía su hermosura y veía imágenes, sino como quien está ciego o a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella (porque sabe cierto que está allí, digo que entiende y cree que está allí), mas no la ve. De esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor» (Vida 9,6).
Otros tienen un temperamento tal que no pueden tener controlado el pensamiento, y eso les impide producir largos razonamientos para conversar con el Señor. A estos les dice la santa:
“No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis. Pues ¿quién os quita volver los ojos del alma (aunque sea por un momento, si no podéis más) a este Señor?” (CP 26,3).
Lo que nos está diciendo aquí Santa Teresa es que siempre es posible esta mirada de fe, y lo atestigua con su experiencia:
«¡Oh hermanas, las que no podéis tener mucho discurso del entendimiento, ni podéis tener el pensamiento sin distraeros!, ¡acostumbraos, acostumbraos!; mirad que sé yo que podéis hacer esto, porque pasé muchos años por este trabajo de no poder sosegar el pensamiento en una cosa» (CP 26,2).
En resumen, podemos ponernos en contacto con Jesucristo de muchos modos: por representación imaginaria, por discurso del entendimiento, por una simple mirada de la inteligencia o de la fe: todos los modos son buenos y siempre es posible utilizar uno u otro.
Una vez que nos ponemos en contacto con Él, hay que conversarle:
«Como habláis con otras personas, ¿por qué os han de faltar más las palabras para hablar con Dios? No lo creáis; al menos yo no os lo creeré, si lo hacéis así» (CP 26,9).
Otra objeción resuelve Santa Teresa, esta vez de parte de algunos directores espirituales “medio-letrados”, como les llama ella. Algunos sacerdotes aconsejaban a las personas de oración, que «cuando ya han pasado de los principios, es mejor tratar en cosas de la divinidad y huir de las corpóreas», y entre estas cosas corpóreas de las que había que huir estaba –para ellos– incluida la humanidad de Cristo. En otras palabras, para estos directores, pensar en la Pasión de Cristo o imaginarse a Cristo en cualquiera de sus misterios, durante la oración, era algo imperfecto. Santa Teresa, al comienzo se impresionó con estos argumentos de hombres que parecían sabios y virtuosos en extremo. Y pronto comenzó a percibir las consecuencias de este engaño: «[comencé] a no gustar de pensar en nuestro Señor Jesucristo, sino andarme en aquel atontamiento, como aguardando aquel regalo» [de que Dios la levantase a eso otro tan elevado y espiritual, sin mezcla de cosa corpórea] (6M 7,15).
Enseguida se dio cuenta de que iba mal, y esto fue motivo de muchas lágrimas, como lo confiesa ella misma: «Me parece que hice una gran traición… ¿Es posible, Señor mío, que cupo en mi pensamiento, ni una hora, que Vos me habíais de impedir para mayor bien?» (Vida 22,3.4).
Por eso, después de esta experiencia amarga, y por guardar a las almas de este engaño, no tendrá miedo de contradecir a estos ‘maestros’: en todas las etapas de la vida espiritual es necesario volver a la humanidad de nuestro Señor y jamás alejarse de ella, en tanto que la gracia no nos arrastre a otra parte. Y argumenta con las palabras de nuestro Señor:
«El mismo Señor dice que es camino y que no puede ninguno ir al Padre sino por Él; y “quien me ve a mí ve a mi Padre”» (6M 7,6).
Después de refutar a estos pseudo maestros espirituales, Santa Teresa aporta su propia experiencia para probar la inutilidad de esta “oración atontada”. Durante el tiempo en que siguió el consejo de estos medio-letrados, en la oración «andaba el pensamiento de aquí para allí y el alma, me parece, como un ave revolando que no halla adónde parar, y perdiendo harto tiempo y no aprovechando en las virtudes ni adelantando en la oración» (6M 7,15).
Ella ve que con esta oración no adelanta ni en la virtud ni en la misma oración. ¿Por qué? En primer lugar, porque pretender ir a Dios por otro medio distinto del que Él nos ha indicado –por medio de su Hijo hecho hombre- es poca humildad, y “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Sant 4, 6).
Y junto con esta falta de humildad, siempre hay un poco de necedad, pues el deseo de alcanzar a Dios por nuestros propios medios y con las solas fuerzas nos hace menospreciar el favor de ser admitidos al pie de la cruz con San Juan. ¿Cómo puede Dios hacer fructificar una obra tal? El Verbo se encarnó para salvarnos, pero también para ponerse a nuestro alcance, adaptar sus enseñanzas a la dualidad de nuestra naturaleza que está compuesta de cuerpo y de espíritu. Jesús vivió entre nosotros y con nosotros se ha quedado. ¿Y nosotros pretendemos buscar a Dios prescindiendo de esta humanidad santísima y del uso de nuestras potencias naturales? Santa Teresa responde:
«Nosotros no somos ángeles, sino [que] tenemos cuerpo; querernos hacer ángeles estando en la tierra es desatino; al contrario, es necesario tener arrimo el pensamiento para lo ordinario… En negocios y persecuciones y trabajos, cuando no se puede tener tanta quietud y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo» (Vida 22,10).
Así pues, todos debemos recurrir a la humanidad de Cristo, tal es la ley: «Si no pueden pensar en la Pasión, pues menos podrán [pensar] en la sacratísima Virgen, ni en la vida de los santos, que tan gran provecho y aliento nos da su memoria. Yo no puedo pensar en qué piensan; porque apartados de todo lo corpóreo, es de espíritus angélicos estar siempre abrasados en amor, no para los que vivimos en cuerpo mortal, sino que es menester trate y piense y se acompañe de los que teniendo [cuerpo como nosotros], hicieron tan grandes hazañas por Dios; cuanto más grave es apartarse de la causa de todo nuestro bien y remedio, que es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Y no puedo creer que lo hacen, sino que no se entienden, y así harán daño a sí y a los otros» (6M 7,6).
Este recurrir a la humanidad de Cristo, a los misterios de su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección, no se limita sólo al tiempo de la oración personal, sino que también es muy útil para participar mejor de la celebración eucarística, durante el rezo del Rosario, y durante las horas del día en que nuestro pensamiento debe ocuparse de las tareas cotidianas. Cumplir con nuestras obligaciones, en compañía de Jesucristo. Este “mirar” a Jesucristo llagado, o haciendo milagros, perdonando a la pecadora, trabajando en el taller de carpintero, o rezando en la soledad de un monte, es un modo excelente de oración y un medio de alcanzar el hábito del recogimiento, agradable para nosotros y también para Él, pues busca nuestra compañía para ofrecernos su amistad y sus dones.
Por tanto, no debemos buscar otro camino que Cristo. Considerar a Cristo, imitarle en sus acciones, en sus pensamientos, en sus sentimientos y deseos, seguirle desde Belén hasta el Calvario, es el camino más seguro y más corto. La única santidad verdadera es transformarnos en Cristo por medio de la gracia y la práctica cada vez más perfecta de las virtudes teologales. Toda doctrina o camino que aleje de Cristo o no conduzca a Él será doctrina falsa o camino sospechoso.
Nota:
Sigo libremente a Eugenio María del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, cap. 5.