«El Matrimonio» – P. Leonardo Castellani (1899-1981)

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El Evangelio de las Bodas de Caná es el Evangelio del Matrimonio, que es base de la familia, como la familia es la base de la sociedad, por ser el hombre «animal societario», como dice Aristóteles; –el cual dice «politikós», pero no significa «animal político»; aunque pareciera que esa definición cumple a la Argentina actual.

El matrimonio está un poco tocado por la locura de la época; aunque menos aquí que en otras naciones. Hay una locura de esa época (supongo habrá habido una en cada época) pero yo la que conozco y sufro es ésta. Días pasados una señora a quien un auto atropelló de atrás al suyo estando parado ante una luz roja y la dejó desmayada solamente; y el atropellador, que era un judío, no hacía más que gritarle: «no chora, siñora, no chora, la siguros paga». La señora me dijo: «La locura de esta época es el frenesí de la velocidad, la falta de responsabilidad y la mala educación». La mala educación desde luego y la falta de religión también. Todos esos desastres que dejan un tendal de muertos, la mayoría de ellos podrían evitarse con el uso de la razón; no son hijos de la «fatalidad», como dice el diario, sino de la sinrazón, de la falta de educación y de religión, como decía doña Marta: más bien que fatalidad habría que decir el diablo. Pues bien, la falta de religión ha tocado al Matrimonio, que es un Sacramento. Ya era una especie de Sacramento entre los hebreos. Ahora en algunos es un Antisacramento.

«¿Cuándo instituyó Cristo este Sacramento?» pregunta Lutero. En efecto, no hay en el Evangelio ningún lugar en que Cristo diga: «Yo levanto este contrato natural a la dignidad de Sacramento»; y en consecuencia, el heresiarca sajón no admitió más que dos Sacramentos, Bautismo y Eucaristía. En el Evangelio sólo hallamos que el primer acto público de Cristo fue concurrir a unas bodas y hacer en favor de los novios (haciendo de madrina su Santísima Madre) su primer milagro, que Él declaró era anticipado; y después, cuando lo declaró indisoluble, refirió su fundación al Padre de los Cielos. No es poco; es bastante, pues, como dije, entre los hebreos el Matrimonio era un acto religioso, un «presacramento», como los llama Santo Tomás; o «Sacramento de la Antigua Ley».

Después de Cristo, el Matrimonio está tratado por la Iglesia como Sacramento, ya en la «Didajé» del siglo I, en las cartas de San Ignacio Mártir en el año 100, el cual escribe a Policarpo Obispo que «no haga matrimonios sin que los concierte (no solamente los bendiga) el Obispo; y San Pablo estampa en su Epístola a los de Éfeso la mayor alabanza que se ha hecho de él: «éste es un Sacramento grande, quiero decir, en Cristo y en la Iglesia»; los cual algunos traducen: «esto representa un misterio grande porque es figura de la unión de Cristo con su Iglesia»; pero no es esa la traducción exacta, sino «éste es un Sacramento cuando se recibe en Cristo y en la Iglesia»; o sea, como dice prosaicamente el Catecismo: «con las debidas disposiciones».

Entre los muchos escritos que hay hoy contra el Matrimonio (de los cuales el más horroroso es la Historia del Matrimonio de Engels, el socio de Marx) se hallan los dos filósofos diametralmente opuestos Nietzsche y Kirkegord: el primero, el colmo del ateísmo, el otro el colmo de la religiosidad: y los dos despotricaron conta el Matrimonio en forma feroz. Pero mirándolos de cerca, uno ve que despotrican en realidad contra los malos matrimonios, los que no son Sacramento. Ellos miraban alrededor y veían Matrimonios hechos «sin las debidas disposiciones»; o sea, la unión de dos intereses o de dos instintos, como dijo ya el filósofo pagano Séneca. Del Matrimonio bien concretado dicen los dos, maravillas.

¿Cuáles son las «debidas disposiciones» para el Matrimonio? Las mismas que para la Eucaristía, o sea «estar en gracia de Dios y saber los que se va a recibir». Antes de la Primera Comunión se da a los chicos un cursillo de Catecismo, para que sepan lo que van a recibir; y antes de la Confirmación, otro cursillo, que es muy completo y severo en los países anglosajones; antes del Matrimonio no hay cursillos[1]; pero en realidad, el cursillo es el noviazgo. En el noviazgo, los esposos aprenden a conocerse; por lo cual no conviene que sea muy corto, y más en nuestros días, en que hay gran confusión social que hace a veces que los que se casan sean entre sí dos desconocidos; antes las familias se conocían desde siempre, y la sociedad no estaba tan mezclada y agitada. Es claro que el noviazgo no es el Matrimonio; y los novios llevan fácilmente cada uno una especie de disfraz; pero si el noviazgo es largo, el disfraz es horadado.

«Y es bueno que espere,

pues no es firme el amor que no espera»,

dice el poeta; pero el vértigo de la velocidad afecta hoy día no sólo a los automóviles sino también a los Matrimonios.

Marido, no intentes «reformar» a tu mujer, a no ser con el ejemplo, como diría hoy San Pablo; en todo caso se reformará ella misma, pero no por medio de sermones o regaños. Peor es la ilusión de la mujer que se casa con un «bandido» (un vicioso o un impío) con la esperanza de «reformarlo» o convertirlo. Eso casi nunca sucede; por supuesto cuando lo hacen es porque están enamoradas –demasiado. Es verdad que un buen Matrimonio puede hacer milagros, no milagrotes. Y tiene que ser un buen Matrimonio, no cualquier Matrimonio: el amor debe estar presente soberanamente.

Si se casa un vicioso con una cabecita hueca, predecir el desastre a corto plazo no es ninguna hazaña; lo extraño es que a veces se produce el desastre después de todas las condiciones y promesas de un Matrimonio feliz; uno se santigua y dice: «será el aire del tiempo, la malaria que dice el italiano». En realidad, el Matrimonio es un Sacramento que debe renovarse continuamente, como la Eucaristía: los esposos deben tratar de conservarse novios –como la Virgen y San José. Porque digamos la palabra final: el fin final del Matrimonio no es otro que el llevar a la perfección a los esposos –como el fin de todos los otros Sacramentos– es decir, a la caridad sobrenatural, que es el «vínculo de la perfección». Los dos «Sí» que se pronunciaron delante de Dios, no son un momento fugaz; deben repetirse siempre y el mismo Dios debe permanecer entre los casados; o si quieren, mejor, sobre los casados –mentor invisible.

Como postdata de todo esto, diría una casuística que me parece útil: los casados en sus relaciones no pueden cometer más que dos pecados graves: el adulterio y el impedir los hijos. Tengo experiencia del tiempo en que confesaba, que algunos se acusan, por un sentimiento de culpabilidad o escrúpulo, de cosas que no son pecados: «no me diga nada, no me explique nada, los casados pueden cometer solamente dos pecados graves, son estos: Ud. no los ha hecho, vaya tranquilo –o tranquila». Claro que pueden cometer faltas contra la justicia o la caridad; pero éstas no son faltas contra el Sacramento, sino contra el prójimo en general; como sería negar el deber conyugal sin razón, o matar a disgustos al cónyuge por el vicio de la ira o la necedad.

Terminaré con las palabras de Tertuliano en su libro Ad Uxorem«¿De dónde voy a ser yo capaz de describir la felicidad del Matrimonio; aquello que la Iglesia arregla, que el Sacramento confirma, que sella la bendición, que los ángeles anotan, y que el Padre Celestial aprueba?».

* En «Revista Gladius» n°53, Pascua de 2002. Artículo que fue enviado a dicha revista por el Dr. Luis A. Barnada.

[1] En la actualidad, y creemos que desde el Concilio Vaticano II, se ha implementado, de modo obligatorio, que los novios antes de contraer matrimonio deben realizar los llamados «cursillos prematrimoniales», los cuales, lamentablemente, salvo excepciones, dejan mucho que desear… (Nota de «Decíamos ayer…»).

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