A la memoria de los profesores Jordán Bruno Genta y Carlos Alberto Sacheri, que donaron su sangre generosa por el honor de Dios y la grandeza de la Patria.
«¡Señor, da a cada uno su propia muerte!».
Rainer María Rilke
Un hombre no es totalmente un hombre, escribió Ortega y Gasset en un artículo de juventud, si no tiene en su espíritu algo por lo que está dispuesto a morir. No hay hombre cabal, es cierto, si no siente latir en su interior un ideal por el que esté resuelto a dar la vida. Y Rainer María Rilke, el poeta de la propia muerte, dice que todo hombre construye, día a día, con minucia, entre aspiraciones, renuncias y afanes, la muerte que coronará la vida como un corolario de la existencia, feliz o desgraciada de cada uno: «La muerte propia».
Hay muchos modos de morir. Están los que mueren hinchados de ansiedad, de deseos no logrados, de asfixiantes frustraciones; aquellos en cuyos pechos agonizantes los deseos insatisfechos rumian hasta convertirse en el lúgubre ronquido del último estertor. Otros en la muerte se encogen, se desinflan y arrugan, como un globo que pierde aire y se extingue con un silbido sin grandeza, como última manifestación de una vida mediocre.
Pero, los hay –los menos– para quienes la muerte viste sus mejores galas. No se cuida del aparato externo que anuncia su proximidad. No es el caso de sorprender a quien está familiarizado con ella, y la aguarda con una sonrisa, fruto de una vida serena, o la ve llegar como el término que se espera o casi se anhela.
De una muerte así hablamos hoy, a cien años de ocurrida.
Quito, capital de Ecuador, 6 de agosto de 1875.
Amanece en Quito, encantadora ciudad colgada del cielo en la altura de los Andes. El «techo del mundo» llaman algunos al lugar de su enclave.
A las primeras luces del día la ciudad colonial abre su caserío coronado de rojas tejas como la corola de una gran flor, a las tiernas caricias del sol naciente.
Los tejados rojos se acurrucan en torno a las iglesias gallardas, ejemplo estupendo y conmovedor de la fusión del barroco español con la ingenua y devota artesanía indígena.
¡Iglesia de Santo Domingo, de altares y columnas deslumbrantes pobladas de ángeles mofletudos que tocan trompetas sin sonido a la gloria de Dios! ¡San Francisco, llamado justamente el Escorial de los Andes! ¡La Compañía, monumental sagrario, templo dorado del techo al suelo que envuelve a quien penetra en ella en un incendio de oro!
Y, más allá, la catedral, custodia y guía de un pueblo sencillo y cristiano.
En el cementerio de la ciudad, quieto y silencioso recinto, parece que nada despierta a la brisa mañanera. De pronto, chirría sobre sus goznes la pesada reja de la puerta y se cierra con estrépito metálico porque alguien ha salido a cumplir con su diaria tarea. Es el justiciero de Dios: la Muerte.
Sale la Muerte con su capa gris movida por la brisa de la mañana. Su paso es lento y majestuoso; hay algo grave y solemne en su pálido rostro. Porque hoy va en busca de alguien acostumbrado a tratar con ella y que quizás la aguarda, diría alguno que supiera adivinar su letal presencia en el viento frío del amanecer andino.
Continúa la Muerte su lento caminar, se dirige al centro de la ciudad y se detiene con respeto ante una antigua casona de amplio portal. Ahí debe esperar hasta que salga quien mora en ella. Se trata de un hombre de porte distinguido, enjuto, de fino rostro en el que las muchas responsabilidades han dejado sus huellas. Sus ojos penetrantes pueden lanzar llamaradas de indignación o miradas de ternura.
Este hombre ha pasado casi toda la noche en vela, inclinado ante su escritorio, frente a unos pliegos blancos que fue llenando con letra apretada y nerviosa.
Se trata del mensaje que don Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador, habrá de leer ante el Parlamento al inaugurarse el período presidencial, para el cual acaba de ser reelegido por un asentimiento popular avasallador.
En torno a este hombre, en su país no hay diferencia: o se le ama hasta la exaltación o se le odia. Pero es lo cierto que la fuerza de su figura es tal, que ha conseguido atraer las miradas inquisitivas del mundo hacia esta pequeña república de América que parecía no haber salido aún de la noche de la Historia.
Al final de la mañana piensa dirigirse a la Casa de Gobierno para dar a conocer el mensaje a sus ministros. Por lo tanto, ha pedido a su servidumbre que no permita entrar a nadie a la casa porque debe terminar el trabajo en que está empeñado.
Sin embargo, un sacerdote llega e insiste en ver al Presidente con tanto empeño que logra que García Moreno lo reciba. «Vengo a anunciarle –le dice– que sus días están contados. Está resuelto su asesinato en el más breve plazo. Mañana, quizás. Tal vez hoy mismo. Tome usted sus medidas». –«¿Qué medidas me aconseja?» –pregunta el Presidente–. –«Una buena escolta». –«En la escolta hay hombres a sueldo, eso quiere decir que puede haber quien pague más. La única medida que debo tomar es estar pronto a comparecer ante el tribunal de Dios». Dicho lo cual despide tranquilamente al sacerdote. La servidumbre referirá que luego pasó gran parte de la madrugada en oración.
Cuando la Iglesia sufrió el despojo de sus Estados temporales, ante el silencio de todas las naciones poderosas, sólo el Ecuador elevó una protesta a los gobiernos de Europa y de América que, o no fue contestada, o apenas motivó notas de compromiso. El hecho de haber otorgado el gobierno del Ecuador el diezmo de sus rentas para la ayuda del Pontífice despojado dio lugar a un cambio de cartas entre éste y don Gabriel García Moreno. Gratitud emocionada en las cartas de Su Santidad Pío IX. Protestas de fidelidad y sentimientos cristianos en las del Presidente. En una última de éste, pocos días antes del fatídico 6 de agosto en el que nos hallamos, García Moreno termina la carta con las siguientes palabras:
«Ahora que las logias de los países vecinos, hostigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda clase de injurias y calumnias, necesito más que nunca de la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión. ¡Qué felicidad tan inmensa sería para mí, Santísimo Padre, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!».
Hoy, seis de agosto, es el día de la Transfiguración del Señor, y, además, primer viernes de mes, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, al que en ocasión solemne García Moreno le había consagrado oficialmente su querida Patria. Por ese motivo sale de su casa hacia la iglesia de Santo Domingo. Allí oye misa y comulga. La gente que lo vio dirá luego que el Presidente prolongó su acción de gracias por largo tiempo. De Santo Domingo el Presidente volvió a su casa y estuvo con su familia por la que sentía particular ternura. Porque la preocupación por los negocios públicos no le posponía los afectos familiares. Pocas veces se vio un padre tan solícito con sus hijos. A su mujer, Mariana, la idolatraba. En una ocasión en que se hallaba enferma le escribió: «Tu salud y tu vida me interesan más que la mía». Y en otra oportunidad concluye una carta con estas palabras: «Te quiero, amorcito, con tanta vehemencia que después de Dios y de la Virgen tú eres lo primero en mi pensamiento y lo único en mi corazón».
Pero ni los cuidados familiares ni los negocios de Estado le impedían a este hombre extraordinario visitar hospitales, atender personalmente a enfermos, enseñar catecismo y recorrer el país acercándose amorosamente al pueblo para administrar justicia.
Como su admirado San Luis Rey de Francia bajo la encina de Vincennes, García Moreno lleno de amor y compasión se acercaba a las pobres gentes para ayudarlas o darles algún consuelo.
Su forma de administrar justicia era, a veces, no por pintoresca, menos eficaz. El anecdotario es inmenso. Hoy todavía se oye contar a quienes han oído los hechos de boca de sus mayores. Un ejemplo entre muchos: cierto día, en una de sus correrías, encuentra a una pobre viuda que le cuenta acongojada que ha sido despojada de su tierra por un individuo que, al adelantarle en un momento de apuro la suma inicial de un préstamo, le hizo firmar un documento por el cual quedaba legalmente dueño del patrimonio de la mujer. El fino sentido de García Moreno advirtió que oía la exacta verdad.
Hizo llamar al presunto culpable, el cual se concretó a exhibir los papeles en regla que había obtenido por coacción en un momento de apuro económico de la viuda. Entonces el Presidente le dijo: «Amigo, quizás haya pensado mal de usted y quiero reparar mi falta. Necesito un hombre probo de sus condiciones para un cargo que acabo de crear: gobernador de las islas de las Galápagos (islas ecuatorianas que se encuentran en medio del océano Pacífico habitadas sólo por pájaros marinos y enormes tortugas). Pero como no conviene que usted viaje sin escolta lo acompañarán hasta allí dos guardias de la mía».
El hombre, desesperado, llamó a la viuda y le devolvió los documentos rogándole que intercediera para que el Presidente no llevara a cabo su nombramiento. Esta así lo hizo. «Yo lo había nombrado gobernador –se cuenta que dijo García Moreno sonriendo–; mas ya que tiene tan poco apego por las dignidades, se le puede comunicar que acepto su dimisión».
Al dar la una en un reloj de la casa tomó el Presidente los folios en los que había escrito el mensaje, noble documento que hoy se encuentra cubierto de sangre, conservado dentro de un estuche de cristal de roca en el Vaticano como una apreciada reliquia, desde que el gobierno del Ecuador lo ofreciera a Su Santidad León XIII.
Después de la breve estación en su casa, salió en dirección al Palacio de Gobierno, pero al pasar frente a la casa de su suegro, al que mucho estimaba, entró en ella para saludarle. «No deberías salir —le dijo éste—. No puedes ignorar que tus enemigos te están siguiendo los pasos». –«Qué suceda lo que Dios quiera», contestó García Moreno, y recitó el Salmo de David: «Nisi dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam» («Si el Señor no custodia la ciudad, en vano vigilan los que la guardan»). «Yo estoy puesto en manos de Dios. A mí me podrán matar, pero…¡Dios no muere!».
¡Dios no muere! Ese fue el leit-motiv de su vida, sobre todo desde los últimos tiempos en que sintiera que se iba cerrando en torno a él el cerco del odio anticristiano.
A un amigo querido, camarada desde el colegio que partía para Europa, al darle un abrazo le dijo: «Ya no nos veremos más. Sé que voy a morir asesinado. Nos encontraremos en el cielo…».
Mientras caminaba hacia la Casa de Gobierno la campana de la Catedral empezó a tañer advirtiendo que estaba expuesto «Nuestro Amo», como entonces se llamaba castellanamente –costumbre que permanece hoy– a Dios en la Eucaristía. Resolvió hacer un rato de adoración.
Ahora entraba en la Catedral como un simple fiel. Un tiempo antes, terminaba una misión en Quito de los Padres Redentoristas que habían levantado en la plaza mayor una gran cruz de madera, destinada a quedar luego dentro de la Catedral. Al disponerse su traslado, el pueblo de Quito vio adelantarse al presidente de la República que tomó el madero sobre sus hombros y lo introdujo personalmente hasta el altar de la Virgen de los Dolores.
Desde temprano los pasos del Presidente fueron seguidos de lejos por varios individuos con el corazón lleno de odio. Se había pensado darle muerte a la salida de Santo Domingo, pero la gran afluencia de gente en ocasión del primer viernes desbarató el propósito.
Ahora los conjurados confluyen en la Plaza Mayor por las cuatro esquinas, se acercan unos a otros, se hablan y se retiran cautelosos. Por último se reúnen en un café al que convierten en cuartel general de la infamia.
Los conjurados son varios: dos ex seminaristas de los jesuitas, uno de los cuales expulsado de la Orden; un colombiano, Rayo, el más resuelto, y otros.
Todos tienen ocultas sus pistolas. Rayo lleva entre sus ropas un afiladísimo machete, arma que sirve a los campesinos para abrirse paso en la selva.
Entre tanto, García Moreno está de hinojos ante Dios en el último coloquio con Él. Recorre las primeras palabras de su Mensaje: «Desde que poniendo en Dios toda nuestra esperanza y apartándonos de la corriente de impiedad y apostasía que arrastra al mundo en esta aciaga época nos reorganizamos en 1869 como nación realmente católica, todo va cambiando día a día, para bien y prosperidad de nuestra querida patria».
Y repasa así ante el Señor todo el curso de realizaciones debidas a su tenacidad y a su esfuerzo, animados siempre por el favor divino: los caminos y carreteras que cruzan el país y unen el litoral con la montaña; las múltiples escuelas; la elevación y cristianización del indio por medio de órdenes religiosas europeas, muchas de las cuales perseguidas en sus países de origen.
Pero la obra de elevación cultural no descuida el orden económico. Así el sucre (signo monetario ecuatoriano), caso asombroso, llega a paridad con el dólar y se mantiene en ella durante los años de sus mandatos. Son tales los logros, que García Moreno termina el mensaje con estas cristianísimas palabras «Si he cometido falta, os pido perdón mil veces y lo pido con lágrimas sincerísimas a todos mis compatriotas, seguro que mi voluntad no ha tenido parte en ella. Si, al contrario, creéis que en algo he acertado, atribuidlo primero a Dios y a la Inmaculada dispensadora de los tesoros inagotables de la Misericordia, y, después, a vosotros, al pueblo, al ejército, y a todos los que me han secundado con inteligencia y lealtad a cumplir mis difíciles deberes».
Mientras en Europa la ideología liberal va construyendo una concepción del Estado libre de toda norma trascendente, creador de su propio derecho, García Moreno quiso aplicar en su país los principios cristianos, el rigor del SYLLABUS. Por eso consagró la nación al Sagrado Corazón de Jesús, precisamente cuando Europa era invadida por el laicismo y se hallaba en una apostasía progresiva.
Lo que admira en este hombre, sobre todo, es su autenticidad. Quien al visitar la hermosa ciudad de Quito, al pie del Pichincha, haya tenido el privilegio de llegar hasta los objetos íntimos de este hombre insigne que se guardan religiosamente, como me sucedió a mí, no podrá menos de emocionarse ante el ajado ejemplar de la IMITACION DE CRISTO, de Tomás de Kempis, que fuera compañero inseparable de su vida. Allí, en la última página en blanco está escrita de su puño y letra una lista de propósitos que revelan el temple de su alma cristiana y constituye todo un retrato moral: «Oración de mañana y pedir particularmente la humildad. Misa y rosario diarios y meditación con el Kempis. Conservar la presencia de Dios sobre todo al hablar, para refrenar la lengua. Ofrecer todas las obras a Dios antes de empezarlas. Contenerme viendo a Dios y la Virgen. Hacer lo contrario de lo que me incline en caso de cólera; ser amable con los importunos».
Este era, pues, el hombre que los feligreses de Quito veían de rodillas ante el Santísimo, recorriendo interiormente la obra de su gobierno contenida en el Mensaje. Es un jefe de Estado, tiene derecho, pues, a un lugar en el estado de los que mandan. Pero cuando aparece en el escenario de los grandes, naturalmente, choca. Es como el Bautista, el profeta airado y fiel, cuya sola existencia es un reproche vivo, imposible de soportar. Como aquél, lleva una cintura de penitencia que le hiere la carne poca; y la hoguera del corazón le sube a los ojos en llamaradas de amor o de ira.
¡Qué duro contraste! Sus contemporáneos en el poder son de aquella catadura oligárquica y distante que, en la parábola divina, permitió al levita y al sacerdote pasar junto al pobre robado y herido, camino de Jericó, sin oír los lamentos helados de su agonía.
El panorama europeo es desconsolador; poderes civiles envilecidos, fastos lujosos organizados para la adulación. Oportunistas trepadores hábiles en subir a las alturas válidos de sus sucias garras de roedores. Epulones ocupados en evitar que las migajas caigan de las mesas. Festines en torno a carnes y vinos con los lamentos de los lázaros agonizantes como música de fondo del hartazgo. Funcionarios que gobiernan indiferentes sobre pueblos en los que sólo hay dos formas de vivir: la miseria o la prosperidad. Y, por consiguiente, también sólo dos formas de muerte: por hambre o por indigestión.
El panorama de las naciones no es mejor. En Francia, después de una trayectoria militar brillante, domina una monarquía sensual, advenediza. En Inglaterra, los banqueros hebreos ofrecen libras a cambio de alcurnia. La aristocracia inglesa preocupada sólo por las formas externas y el confort se corrompe, y admite al judaísmo en su sangre para así dominar mejor el mundo económico. En Rusia, donde brillan los últimos chisporroteos bizantinos –oro, incienso y pedrerías–, la monarquía se distancia del pueblo y hace posible futuras tiranías. En España, el liberalismo de los Borbones acentúa la decadencia de una nación tradicionalmente fiel a Cristo y a su Iglesia. Allí la voz apocalíptica de Donoso Cortés salva el honor de España. En Alemania, en pleno kulturkampf, el protestantismo de Prusia, ácido y violento, genera una guerra abierta al catolicismo. En Italia, tras la acción de masones y carbonarios, se invade el reducto temporal de la Iglesia de Cristo. ¡Y todos callan!, tanto las naciones cristianas como las otras que se conforman sólo con llamarse justas.
En medio del silencio cómplice de los grandes, sólo una voz disuena. Es la voz del más pequeño, del más humilde. Parte de un lugar perdido en medio de los Andes. Y aquí está el responsable de la gallarda protesta: don Gabriel García Moreno, de hinojos ante el Santísimo en la Catedral de Quito el 6 de agosto de 1875. Él no busca honores ni aplausos en el escenario mundial; únicamente quiere ser fiel a la Verdad, a Cristo y a la Iglesia. Pero su compañía se hace intolerable para sus poderosos contemporáneos.
«¡No es de los nuestros» –gritan los oportunistas–. «¡Qué pretende hacer aquí este retrógrado, esta criatura medieval!», corean los liberales.
Hasta que, por último, de la masonería de Alemania parte la sentencia: «Este hombre debe morir». Su solo existir es un reproche vivo que quema la conciencia.
Y así salen los emisarios con el mandato hacia los cuatro puntos cardinales. Pero entre tanto, en Quito, este hombre cristiano continúa construyendo con fiebre de amor su propia muerte.
Ha terminado su oración ante el Santísimo. Entonces sale de la Catedral. Apenas atravesar la calle y se encontrará ante los escalones que suben a la Recova y conducen al Palacio de Gobierno. Mientras los sube, nos gusta imaginar que su memoria recuerda la Epístola a Fabio, poema escrito por él hace un tiempo cuando se enteró de un complot contra su vida, y que Menéndez y Pelayo incluye en su antología de la poesía hispanoamericana:
«Préstego, triste el pecho me lo anuncia
en sangrientas imágenes que en torno
siento girar en agitado ensueño…
Plomo alevoso romperá silbando
mi corazón tal vez; mas si mi Patria
respira libre de opresión, entonces
descansaré feliz en el sepulcro».
Ya ha llegado a la parte superior. Comienzan los arcos de los soportales. Pasa el primero lentamente; luego el segundo; enseguida sigue el tercero. En el cuarto, oculto por la ancha pared está Rayo, pegado a ella. El corazón le late con violencia. La mano aprieta con fuerza el plomo del machete.
Ya está García Moreno ante su vista, dándole las espaldas: ¡Las espaldas! El blanco preferido por los miserables. Levanta el asesino el afilado machete y lo deja caer con violencia sobre su víctima. Para los golpes siguientes se anima con imprecaciones: «¡Muere tirano!»; «¡Muere jesuita hipócrita!»… García Moreno con el rostro ensangrentado alcanza a decir con voz potente: «¡Dios no muere!»…
Un mulato que advierte lo que pasa acude en su ayuda gritando «¡Matan al Presidente!» Pero él también es herido por el asesino.
Rayo, actuando como un poseso, empuja a García Moreno y lo hace caer a la Plaza. Allí están los otros que descargan sus pistolas sobre el cuerpo del infortunado. Enseguida llega Rayo y continúa su odiosa carnicería. Gente que cruza la plaza y muchos vecinos acuden a auxiliar al Presidente. No es el pueblo liberado de una tiranía –como esperaban los conjurados– el que reacciona así. Es el pueblo que advierte que pierde un padre.
Un sacerdote que se acerca le imparte los últimos sacramentos. Le interroga, ante la gente apiñada en torno al malherido, si perdona a sus asesinos. García Moreno asiente con la cabeza.
Los asesinos se dispersan rápidamente. Rayo, cojeando, porque una bala destinada al Presidente le ha atravesado una pierna, quiere huir, pero una multitud enardecida lo sigue y comienza a darle golpes. Llega un cabo del ejército y para terminar con el linchamiento del desgraciado le dispara un balazo en la cabeza y le da muerte. De esta manera el asesino muere en la calle antes que su víctima lo haga en la Catedral.
Entre tanto atraviesa la plaza una triste procesión que lleva el cuerpo agonizante de García Moreno hacia la Catedral, porque él ha pedido que allí lo conduzcan. Al entrar se dirige al altar de Nuestra Señora de los Dolores y lo depositan a los pies de la Virgen. Así la Madre Dolorosa recibe otro hijo desclavado de su Cruz. De esa Cruz alta de madera que, en su día, García Moreno llevó hasta allí cargándola sobre sus hombros, donde hoy todavía se encuentra, y a cuyos pies exhala el último suspiro.
Manuel Gálvez en su Vida de Don Gabriel García Moreno ha seguido la huella de los asesinos como un sabueso policial para saber cuál fue su fin. Muchos de los que han huido son arrestados en distintos puntos del país y fusilados. Hay uno que enloquece y muere sin salir de su noche mental. Esto le hace concluir al ilustre escritor argentino: «¡Asesinados, fusilados, enloquecidos… no ha ocurrido en América una tragedia más espantosa!».
¡Todos los actores de este drama tuvieron al fin su propia muerte! Pero sólo uno, la víctima, el principal actor, cultivó en su espíritu algo superior y trascendente por lo cual se sintió capaz de dar la vida.
Esa coherencia entre su noble vida y su trágica muerte convirtió a don Gabriel García Moreno en el más egregio ciudadano de su patria andina y en uno de los mayores próceres de América.
Hoy, a cien años de su holocausto, nuestra oración y nuestro pensamiento se elevan hacia él con gratitud porque valoramos el ejemplo formidable que nos dejó para orientar la conducta de los que, en nuestra tierra americana, por encima de fronteras endebles o artificiales, quieren luchar por la buena causa de Dios y de la Patria.
* En «Revista Verbo» (Argentina), N°155, agosto de 1975; y reproducido en «Juan Carlos Goyeneche», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° IX – Ediciones Dictio – 1976, págs. 292-303.