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«La justicia conmutativa y la reciprocidad en los cambios» – Carlos Alberto Sacheri (1933-1974)

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Se cumplirá este año el 50° aniversario del asesinato de Carlos Alberto Sacheri. Como preludio a los homenajes que merecidamente recibirá, publicamos este artículo de su autoría, que bien resulta oportuno ante la situación que hoy se vislumbra en nuestra dolida Argentina. De su lectura bien se sigue su rotunda oposición a las políticas que actualmente tratan de implementarse.

La ley de reciprocidad en los cambios es la que permite fijar las condiciones del intercambio de bienes y servicios económicos, según criterios de justicia.

Su primera formulación fue establecida por Aristóteles en la Ética a Nicómaco (libro V), al determinar los principios y alcances de la justicia conmutativa, que es precisamente aquella forma de justicia que regula las transacciones entre los particulares. A lo largo de la historia de la Iglesia la doctrina aristotélica fue profundizada en particular por S. Tomás de Aquino y por los teólogos bajo el nombre de justo precio de los bienes.

La idea esencial de la ley consiste en afirmar que en todo intercambio de bienes, las condiciones han de ser tales que, en virtud de dicho intercambio, el productor pueda mantener la situación que ocupaba dentro de la sociedad, antes de realizarlo.

Trátase de un principio fundamental de la economía social, de universal vigencia, por cuanto cada miembro del cuerpo social reviste simultáneamente dos funciones económicas; la de productor y la de consumidor. En efecto, cada ciudadano realiza una actividad económica habitual cuyo producido intercambia por aquellos bienes y servicios indispensables para su subsistencia y la de su familia. La aplicación efectiva de la ley de reciprocidad en los cambios le garantiza el mantenimiento de su status social, sin variaciones excesivas. De ahí que esta ley constituya el más eficaz correctivo y regulador de la ley de la oferta y la demanda. Cuando esta última rige el mercado en forma exclusiva, su propia dinámica la lleva a las peores distorsiones, pues la falta de todo elemento regulador no puede sino traducirse en la despiadada opresión de los grupos más poderosos sobre los más débiles, imposibilitados de hacer respetar sus legítimas exigencias frente a los monopolios y “cartels”.

El proceso de «compensación» se verifica igualmente en el orden de la economía nacional, pues los distintos sectores socioeconómicos que participan en el intercambio de bienes (obreros, industriales, productores agropecuarios, comerciantes, etc.) deben poder mantener la posición social que a cada uno corresponde en justicia. En caso contrario, si uno de los grupos participantes en el intercambio de bienes se enriquece y mejora excesivamente su propia posición, ello no puede provenir sino de un empobrecimiento proporcional de alguno de los demás sectores sociales, lo cual afecta el equilibrio del conjunto. Así por ejemplo, los comerciantes que perciben ganancias desmesuradas con relación a los beneficios de los productores industriales o agropecuarios, o los grupos financieros que presionan injustamente al sector empresario imponiéndole elevados intereses, so pena de reducir el giro de las empresas o de tener que cerrarlas.

El error liberal

Dichos desequilibrios constituyen la causa de un sinnúmero de tensiones y conflictos de intereses entre grupos, dificultando el normal funcionamiento del cuerpo social.

El liberalismo capitalista ha negado sistemáticamente el principio de reciprocidad en los cambios, con su desmesurado afán de lucro, invocando absurdamente la utopía de que los egoísmos individuales se armonizan espontáneamente; lo cual traducido en buen romance equivale a sostener que cien mil injusticias individuales engendran automáticamente un orden social justo. Olvida el liberalismo capitalista que la riqueza económica de un pueblo no depende solamente de la abundancia global de bienes, sino también, y principalmente, de su efectiva distribución entre todos los sectores, según normas de justicia («Mater et Magistra»). La malicia del liberalismo económico ha quedado definitivamente denunciada por Pío XI en «Quadragesimo Anno» en términos de excepcional vehemencia: «Salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino también se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el capital a su voluntad y arbitrio. Estos potentados son extraordinariamente podreosos; como dueños absolutos del dinero, gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto. Diríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía y que de tal modo tienen en su mano, por así decirlo, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su voluntad. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originaria de la economía contemporánea, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan su conciencia. A su vez, esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la lucha se encamina primero a alcanzar ese predominio económico; luego se inicia una fiera batalla para lograr el predominio sobre el poder público y, consiguientemente, de poder abusar de su fuerza e influencia en los conflictos económicos; finalmente, se entabla el combate en el campo internacional, en el que luchan los Estados pretendiendo usar de su fuerza y el poder político y económico sean los que resuelvan las controversias originadas entre las naciones» (n° 105-108).

Tres aplicaciones básicas

El respeto de la ley de reciprocidad en los cambios constituye la única posibilidad de poner término efectivo a los intereses legítimos de los distintos grupos y personas. Todo el orden económico debe estar regido por este principio fundamental. Pero dentro de la economía contemporánea existen tres niveles principales que reclaman su urgente aplicación.

En primer lugar, las relaciones entre el sector obrero y el sector patronal. Al respecto cabe reconocer que la institución de las convenciones colectivas, el desarrollo de la legislación laboral y la difusión de los distintos sistemas de seguridad social, constituyen progresos importantísimos en la línea de un real entendimiento entre patronos y asalariados. Mucho queda por hacer, sin embargo, sobre todo en la actividad agropecuaria y en la minería.

En segundo lugar, y en el plano de la economía nacional; las relaciones entre el sector agropecuario, el sector industrial y el sector financiero. Hoy se ha tomado amplia conciencia del desequilibrio existente entre el sector agropecuario y el sector industrial, al desmejorarse progresivamente la situación del primero con relación al segundo por una serie de factores que concurren a limitar los beneficios de aquél, mientras los de este último crecen en proporción constante. Pero se habla demasiado poco de la común sumisión de ambos sectores frente al sector financiero que los domina cada vez más. Anteriormente, el sector industrial coincidía con el financiero, como lo evidencia la crítica marxista al capitalismo, crítica constantemente dirigida al empresariado. Hoy en día, el sector financiero se ha independizado progresivamente del industrial y tiende a dominarlo por las constantes necesidades crediticias de éste y la enorme movilidad de desplazamiento de las inversiones, que pueden cambiar de una empresa a otra, de un sector a otro y de un país a otro, mediante un simple télex, siempre al acecho de rendimiento óptimos.

Finalmente, las relaciones entre economías subdesarrolladas y economías desarrolladas, tema analizado en «Mater et Magistra» y en «Populorum Progressio» y que traduce al nivel de la economía internacional, el desequilibrio antes señalado a nivel nacional. La desproporción entre ambos tipos económicos se traduce en el deterioro progresivo de los países más pobres, deterioro que terminará por alterar la economía de los mismos países desarrollados (cf. Gunnar Myrdal, Solidaridad o desintegración, FCE R. México).

El rol del Estado

Precisamente en este triple nivel de relaciones económicas debe asumir el Estado su función esencial: la de árbitro supremo entre los distintos sectores en conflicto. Como realizador del bien común político, por encima de banderías e intereses sectoriales, el Estado debe asumir dicho arbitraje a fin de dar vigencia práctica al principio de reciprocidad en los cambios. De este modo, la legítima persecución del bien particular que cada grupo procura para sí, se verá contenida dentro de márgenes equitativos, respetando el bien propio de los tres grupos. Así por ejemplo, una legislación tendiente a reprimir monopolios y trusts en tal o cual rama de la producción o de la comercialización, obrará como eficaz defensa de productores y consumidores. La función de arbitraje se verá considerablemente facilitada en la medida en que las distintas profesiones se organicen y vayan asumiendo el rol vital que deben desempeñar en una economía social.

* En «Revista Verbo» (Argentina), n° 245, Año XXVI, Agosto 1984.

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