El viaje de Saint-Exupéry a Rusia tuvo lugar en abril y mayo de 1935, luego de su gira por el Mediterráneo en Conty y Prévot, donde dio una serie de conferencias, y antes de partir para el trágico raid París-Saigón por el Simún.
Saint-Exupéry llegó el 29 de abril a Moscú.
En las últimas páginas de Tierra de Hombres figuran recuerdos de ese viaje: «Mozart asesinado».
Cf. «Paris-Soir», del 3, 14, 16, 19, 20 y 22 de mayo de 1935.
Hacia la U.R.S.S.
El otro día describí el 1° de mayo en las calles de Moscú adonde había llegado la víspera. Cedí de ese modo a la actualidad. Pero antes debía haber contado mi viaje. El viaje es algo así como un prefacio que prepara a comprender un país. Hasta puede ser que la misma atmósfera del rápido internacional enseñe algo. No se trata sólo de un convoy en marcha, de noche, en el campo, sino de un instrumento de penetración. Sigue directamente su senda en una Europa desgarrada por las inquietudes y la ira. Y, por más fácil que sea en apariencia esta penetración, quizás algún signo secreto muestre los desgarrones.
Es medianoche y, tendido en mi camarote, bajo la pálida luz de la lamparilla, me dejo llevar. Los ejes se entrechocan. A través de los cobres y las maderas recibo el mensaje de esos latidos arteriales. Algo, afuera, corre. La calidad del sonido varía. Un puente o un muro raspa contra nosotros; pero una estación con sus amplias calzadas produce el silencio como un lecho de arena. Y no sé nada más.
Cientos de viajeros duermen en los coches, dejándose llevar con la misma facilidad que yo. ¿Sienten la misma inquietud que yo siento? Quizá no logre lo que busco. No creo en lo pintoresco. Puede que haya viajado demasiado como para no conocer cuánto engaña. Si un espectáculo nos entretiene, y nos intriga, es porque lo juzgamos aún desde el punto de vista del extranjero. Porque no comprendemos su esencia. Pues lo esencial de una costumbre, de un rito, de una regla de juego, es el sabor que dan a la vida, es el sentido de la vida que crean. Pero, cuando poseen ese poder, ya no aparecen como pintorescos, sino como naturales y simples. Sin embargo todos adivinan confusamente la profunda naturaleza del viaje. El viaje se nos presenta un poco a todos como una mujer que viene hacia nosotros. Una mujer perdida en la multitud y a la que hay que descubrir. Una mujer que en un comienzo no se diferencia en nada de las demás. Pero aunque abordásemos a mil mujeres, habríamos perdido nuestro tiempo pasando de largo junto al descubrimiento si no supimos reconocer a ésa, la única vulnerable. Así es el viaje.
Quise visitar la pequeña patria en que me encerré por tres días, prisionero durante tres días de ese ruido de guijarros que ruedan en el mar, y me levanté.
A eso de la una de la mañana recorrí el tren en toda su longitud. Los coches dormitorios estaban vacíos. Los coches de primera estaban vacíos. Me recordaban esos hoteles de lujo de la Riviera, que se abrían todo un invierno para algún único cliente, último representante de una fauna extinguida. Señal de tiempos amargos.
Pero los coches de tercera albergaban centenares de obreros polacos despedidos, que regresaban a su Polonia. Y yo avanzaba por los corredores pasando por encima de sus cuerpos. Me detenía para mirar. En esos vagones sin división que se parecían a una cuadra que olía a cuartel o a comisaría, distinguía de pie bajo la lamparilla, toda una población confusa, entremezclada por las sacudidas del rápido. Una muchedumbre sumida en pesadillas que retornaba a su miseria. Cabezotas rapadas que rodaban sobre la madera de las banquetas. Hombres, mujeres, niños, todos se revolvían de derecha a izquierda, como atacados por todos esos ruidos, todas esas sacudidas que los amenazaba en su olvido. No habían encontrado la hospitalidad de un buen sueño. Y yo tenía la impresión de que habían perdido a medias la calidad humana, arrojados de un extremo a otro de Europa por las corrientes económicas, arrebatados a la casita del Norte, al minúsculo jardín, a las tres macetas de geranio que viera antaño en la ventana de las casas de los mineros polacos. Sólo pudieron reunir los utensilios de cocina, las mantas y las cortinas en paquetes mal atados, estallando de hernias. Pero tuvieron que separarse de todo lo que acariciaron o hicieron grato, todo lo que habían logrado domesticar en cuatro o cinco años de residencia en Francia: el gato, el perro y el geranio, y sólo llevaban consigo esas baterías de cocina.
Un niño mamaba de una madre tan cansada que parecía adormecida. La vida se trasmitía en medio del absurdo y del desorden de ese viaje. Miré al padre. Un cráneo tosco y desnudo como una piedra. Un cuerpo doblado en el incómodo sueño, aprisionado en las ropas de trabajo hechas de bultos y concavidades. El hombre parecía un puñado de arcilla. Así, por la noche, restos de naufragio que perdieron su forma pesan sobre los bancos de la estaciones. Y yo reflexionaba:
«El problema no reside en esta miseria, en esta suciedad, ni en esta fealdad. Pero ese hombre y esa mujer se conocieron cierto día. Y sin duda el hombre sonrió a la mujer. Sin duda le ha traído flores, después del trabajo. Tímido y torpe, quizá temía ser rechazado. Pero la mujer por coquetería natural, la mujer, segura de su gracia, se complacía en inquietarlo Y el otro, que hoy no es más que una máquina de cavar, golpear, sentía así en su corazón una deliciosa angustia. El misterio consiste en que se haya convertido en ese montón de arcilla. ¿Por qué molde terrible ha pasado, marcado por él como por una máquina de forjar? Un ciervo, una gacela, un animal, conservan su gracia al envejecer. ¿Por qué esta hermosa pasta humana se ha arruinado?».
Y proseguí mi viaje entre ese pueblo de sueño turbio como una casa mal afamada. Flotaba un ruido vago, hecho de ronquidos sordos, de quejas oscuras, del raspar de zapatones de quienes, doloridos de un costado, probaban volverse sobre el otro…
Y siempre, en sordina, ese incesante acompañamiento de guijarros sacudidos por el mar.
Me senté frente a una pareja. Entre el hombre y la mujer, el niño, como pudo se había hecho un huevo y dormía. Se dio vuelta durmiendo y su rostro se me apareció bajo la lamparilla. ¡Ah! qué rostro adorable. De esa pareja había nacido un fruto dorado. ¡De esos toscos trapos había nacido ese triunfo de la gracia y el encanto! Me incliné sobre esa frente lisa, sobre ese dulce hociquito, y me dije: «Este es un rostro de músico, este es Mozart niño, ¡qué bella promesa de vida! Los principitos de las leyendas en nada se diferenciaban de él. Protegido, cuidado, cultivado, ¿qué no podrá llegar a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva, todos los jardineros se conmueven. Se aísla a la rosa, se la cultiva, se la favorece… Pero para los hombres no hay jardinero. Mozart niño será marcado como los demás por la máquina moldeadora. Mozart tendrá sus mayores alegrías de música corrompida en el hedor de los café-concerts. Mozart está condenado…».
Volví a mi vagón. Me dije:
«Esta gente no sufre por su suerte. Lo que me atormenta no es la caridad. No se trata de conmoverse ante una llaga perpetuamente abierta. Los que la llevan ni la sienten. Quien está herido, lastimado, no es el individuo, sino quizá la especie humana. No creo en la piedad. Lo que esta noche me atormenta es el punto de vista del jardinero. Lo que me atormenta, no es esta miseria en la que después de todo es tan fácil instalarse como en la pereza. Generaciones de orientales viven en la mugre y se complacen en ello. Lo que me atormenta no puede ser remediado por las sopas populares. Lo que me atormenta no son ni esa concavidades ni esos bultos, ni esa fealdad. Es, que en cado uno de esos hombres, hay algo de Mozart asesinado».
Volví a mi coche. El mozo de dirige a mí. Vacila en el balanceo seco, bajo la lamparilla. Me habla. En los trenes todas las voces, de noche, parecen confiar secretos. Me pregunta a qué hora deseo me despierten. Aquí no hay misterio aparente. Sin embargo, entre ese hombre glacial y yo, siento todos los espacios vacíos que separan a los hombres. En la ciudades se olvida lo que es el hombre. Este está reducido a su función: cartero, vendedor, vecino que incomoda. En el fondo del desierto se descubre mejor lo que es un hombre. Luego del desperfecto del avión hay que marchar largo rato rumbo al fortín de Noutchott. Se espera verlo, al abrirse los espejismos de la sed. Sólo está allí un viejo sargento, perdido hacía meses en las arenas y tan emocionado que llora. Uno llora también. Y se abre una noche inmensa en que cada uno cuenta toda su vida, da al otro todo ese peso de recuerdos en que se descubren parentescos humanos. Dos hombres se han encontrado y se otorgan presentes con dignidad de embajadores[1].
El coche comedor. Para llegar a él, tuve que volver a atravesar todos los coches de los polacos. De día, han varado aquí. Y ya se ha extinguido por completo la verdad de la noche. Han recogido sus miembros, limpiado las narices de sus hijos, arreglado sus ropas. Miran el paisaje y bromean. Uno de ellos canta. Lo trágico se ha desvanecido. Comprendo que se puede vivir en paz considerándolos tal como son. No sabrían hacer con sus manos toscas otra cosa que cavar. No plantean problemas, ya que, moldeados por su destino, parecen haberlo sido para su destino.
Podría alegrarme al verlos sacar tranquilamente su comida de entre papeles grasientos y sentir un sencillo placer al ver pasar los campos. Me tranquilizaría decirme que no hay problemas sociales. Esos rostros están cerrados como bloques de piedra. Pero la magia nocturna me ha mostrado, bajo la ganga, a Mozart niño que dormía…
El coche comedor va a través de llanuras y bosques. Ya aparecen las tierras pobres a las que se adhieren bosques ralos como una piel raída. El coche comedor se sumerge en el corazón de Alemania. Los mozos circulan con una amabilidad fría de grandes señores. ¿Por qué, ya sean alemanes, polacos o rusos, tendrán hasta el fin ese aire de grandes señores? ¿Por qué se descubre, cada vez que se sale de Francia, que en Francia había algo relajado? ¿Por qué habrá en Francia esa atmósfera un tanto vulgar de complacencia electoral? ¿Por qué los hombres se desinteresan de sus funciones, se desinteresan de lo social? ¿Por qué esa somnolencia? Resultan simbólicas estas inauguraciones de provincia en que algún ministro, en el transcurso de un discurso que no ha escrito, frente a la estatua de algún mediocre arribista al que no ha conocido, vierte sobre él mil alabanzas en las que ni la gente ni él, piensa un solo instante. Juegan a un juego que no compromete a nada, algo así como un juego benévolo. ¡Y todos piensan en el banquete!
Bruscamente, del otro lado de la frontera, se siente que los hombres retoman sus funciones. El mozo del coche comedor, impecablemente vestido, sirve impecablemente. El ministro, si inaugura, toca puntos que ganan a los hombres. Sus palabras llegan al corazón y la pesada armadura de la policía cubre la erección de la más insignificante estatua a causa del fuego subterráneo. El juego compromete algo. Sí, pero en Francia esa dulzura de vivir, esa sensación de parentesco universal… Ese chófer de taxi que, por efecto mismo de su familiaridad, acepta al pasajero en la intimidad: esa oficiosidad de los mozos de los cafés de la rue Royale, que conocen medio París y todos sus secretos, que consiguen los teléfonos más íntimos y, cuando es preciso, prestan 100 francos; que cuando se abren los primeros brotes se vuelven hacia sus viejos clientes para alegrarlos con la buena noticia y anuncian:
–¡Ahora sí que llegó la primavera!
Todo es contradictorio. Lo trágico es optar o descubrir hacia dónde va la vida. Pienso en ello al escuchar al alemán de enfrente que me dice: «Francia y Alemania unidas serán dueñas del mundo. ¿Por qué los franceses temen a Hitler que es una barrera contra Rusia? Sólo ha devuelto al pueblo su calidad de pueblo libre. Es de los que construyen y dejan a la ciudades avenidas rectas que llevan su nombre. Representa el orden».
Pero, en la mesa de al lado, unos españoles que, como yo, se dirigen a Rusia, ya se entusiasman. Los oiga hablar de Stalin. Y del plan Quinquenal. Y de todo lo que allá florece… ¡Como ha cambiado el paisaje! Una vez que se ha franqueado la frontera francesa, ya no se piensa en la primavera, pero quizá preocupa más el destino del hombre.
[…]
* En «Un sentido de la vida», Editorial Troquel, Buenos Aires, 1962, pp. 22-29.
[1] Saint Exupéry cuenta este lindísimo episodio en «Tierra de Hombres», Cap. 6, y también hace referencia al mismo en «Correo del Sur», Cap. VI. (Nota de «Decíamos ayer…»).
Comentarios 2
Cuidadito, que Exupéry era masón y tenía serios problemas mentales…
Estimado José. Respecto de su comentario le recomiendo, además de profundizar en la obra de Saint Exupéry, este pequeño artículo del Dr. Montejano, aparecido hace poco en el blog de Infovaticana “La Cigüeña de la Torre”, que resulta clarificador, además de lo de Maurras, en cuanto a aquél atañe: https://infovaticana.com/blogs/cigona/113709/ Un saludo.