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Algunos expertos en moderna exégesis bíblica pretenden que las palabras de Cristo, tal como se hallan relatadas en los Evangelios, deben tomarse como auténticas únicamente en cuanto a su sentido, pero no en cuanto a su expresión literal[1].

Mientras que prescindimos aquí de la cuestión de si esta teoría es verdadera o falsa, no puede menos de surgir la pregunta: ¿Por qué la expresión literal –el texto mismo que leemos en los Evangelios– debería sustituirse por otra expresión literal, por otro texto?

Los que patrocinan este cambio parten del supuesto de que Cristo habló a los hombres de su época en un lenguaje que ellos entendían y que estaba acomodado a ellos, y que, por tanto, la Iglesia debería traducir el mensaje de Cristo a cada época actual. Esta hipótesis se basa en un equívoco. Mientras se refiere a la predicación, es una hipótesis correcta. Está bien claro que una predicación tiene que estar relacionada con el tiempo presente, aunque esa proximidad al tiempo debe ir asociada también con sencillez e intemporalidad, con una atmósfera sagrada. Pero cuando esta suposición se refiere a las parábolas (y comparaciones) y a las palabras de Cristo, entonces es completamente incorrecta. Toda alteración de las palabras de Cristo, tal como nos han sido transmitidas, sería una catástrofe. Porque las palabras de Cristo tienen una irradiación singularísima. No sólo suscitan un mundo sagrado, sino que en ellas hay también una fecundidad y vigor misterioso e inagotable. La sencillez y realismo de las palabras de Jesús están inmersos en una atmósfera intemporal y divina. Han conmovido a innumerables almas durante dos milenios: desde la persona más sencilla e ingenua hasta los mayores genios. Han cambiado sus vidas y les han mostrado el camino de la salvación. El sonido de las palabras de Cristo –ese sonido que tienen en el texto que poseemos– es insustituible.

¿Será casualidad que Jesús haya nacido en Belén, en Palestina, en un momento determinado de la historia? La elección del tiempo y del lugar, ¿no pertenecen también al plan salvífico y a la revelación de Dios? ¿Y no habrá que recibir y acoger con el máximo respeto el texto evangélico del mensaje de Cristo, tal como ha sido trazado por los evangelistas, quienes lo tomaron de la tradición viva y santa de la naciente Iglesia? ¿No fueron esas palabras la sal de toda la liturgia y la energía que fecundó la vida y el pensamiento de los Padres y Maestros de la Iglesia? ¿Qué habría sido de la Iglesia si en cada generación un nuevo texto evangélico se hubiera acomodado al correspondiente estilo de la época? ¿Qué habría ocurrido, si en el siglo XVIII se hubiera hecho una redacción racionalista de las palabras de Jesús, y a principios del siglo XIX una redacción romántica, y así sucesivamente?

¿No pertenece a la esencia misma de la revelación divina el que el texto del mensaje de Cristo, en su hermosura sin igual, siga resonando a través de todos los siglos, con su atmósfera intemporal (y, al mismo tiempo, tan cercana a todos los tiempos) y sagrada y su poder jamás disminuido? ¿No pertenece a la naturaleza de la revelación divina el que esas palabras sean independientes de todos los estilos y modas y de todas las formas especiales de expresión que son características de una época determinada, de todo dialecto y de todo lenguaje familiar? ¿Acaso una historia de dos milenios no ha demostrado esa plenitud inagotable no sólo del contenido sino también de la singularísima expresión de la Sagrada Escritura? ¿Acaso su expresión no ha sido conservada respetuosamente por todos los protestantes, por no hablar de la Iglesia Ortodoxa? ¿No pertenece a la esencia del mensaje de Cristo el que, tanto por su contenido como por su expresión literal, transporte a los hombres desde la cambiante atmósfera de este mundo hasta el mundo santo, el mundo de Dios?

Es un error fundamental creer que el mensaje divino hay que presentarlo en vasos profanos y seculares a fin de que se convierta en parte orgánica de la vida de los creyentes. Antes, al contrario, toda la liturgia se basa en el principio de que los misterios del culto divino deben presentarse en vasos que, en cuanto sea posible, irradien una atmósfera que corresponda a la sacralidad de su contenido.

En vez de eso, hallamos hoy una tendencia ¡a traducir el Nuevo Testamento en un lenguaje familiar descuidado, por no decir vulgar! Pero esto es –¡repitámoslo!– un gran error. Se olvida que Cristo es plenamente hombre y plenamente Dios, que su humanidad es santa, que Cristo es Dios y hombre en la unidad de una sola persona. Por tanto, su humanidad irradia una indescriptible santidad. En efecto, esa santidad de la humanidad de Cristo es precisamente el fundamento de nuestra fe. Esa epifanía de Dios en Jesús es la que subyugó a los Apóstoles y les impulsó a seguir a Cristo relictis ómnibus («dejadas todas las cosas»). Se trata de la santa humanidad de Cristo, la cual está más allá de todos los posibles ideales forjables por hombres, y que nos mueve, por tanto, a adorarle como Dios-Hombre. Presentar las palabras de Cristo de una manera vulgar y cotidiana, es una manera de destruir en las almas de los fieles la imagen de Cristo y de poner en peligro su fe. Si todos los profetas nos hablan en tono solemne, si las cartas de San Pablo, de San Pedro y de San Juan expresan de manera excelsa y solemne la revelación de Cristo, sólo una audacia aventurera ha podido mover a unos hombres a traducir las palabras: Amen, amen, dico vobis («En verdad, en verdad, os digo») por expresiones tan vulgares como Let me tell you («Os diré»). Tales personas no se han fijado en que hay un texto de suprema importancia profética: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

Se arrebata al estilo toda su solemnidad y grandeza. Se le quita eso que es siempre inherente a los textos religiosos, principalmente a las palabras de los profetas del Antiguo Testamento, y, sobre todo, al mensaje del Dios-Hombre Cristo. Y todo eso se hace con la pretensión de acercar más a los hombres el mensaje de Cristo. Ahora bien, ese esfuerzo psicológicamente torpe y primitivo conduce en realidad a velar la imagen de Cristo y a socavar la fe en su mensaje.

* En «El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios», Ediciones Fax, Madrid – 1969, págs. 229-232.
[1] Al respecto enseña Santo Tomás: que «El primer sentido, según el cual las palabras expresan las cosas, es el histórico literal. El sentido según el cual las cosas expresadas por las palabras significan a su vez otras cosas, se llama espiritual, que tiene por base el sentido literal, y lo supone». Y agrega que, a su vez, este sentido espiritual se divide en tres, el sentido alegórico, el moral, y el anagónico, según claramente lo expone. Y agrega que «…esta multiplicidad de sentidos no produce ni ambigüedad ni complicación alguna, porque, como ya lo hemos dicho, los sentidos no se multiplican, porque las misma palabra signifique muchas cosas, sino porque las cosas expresadas por las palabras puedan a su vez ser signos de otras cosas. De este modo no hay confusión en la Sagrada Escritura, puesto que todos los sentidos están fundados en el literal, único que puede servir de base a la argumentació…» (Suma Teológica, I. 1, 10 ad 1). (Nota de «Decíamos ayer…»).  
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Comentarios 3

  1. Agustín Ambrosini dice:

    Texto muy interesante que revela un fenomeno recurrente en el progresismo: en su tentativo de adaptar y acercar el misterio al hombres, deforman el misterio. Y lo que tenía como fin hacer llegar el evangelio a más gente, produce el efecto contrario. Es interesante notar como es un fenómeno que se repite en diversas áreas: biblia, liturgia, pastoral, etc.

  2. silvio o medina dice:

    Excelente recordatorio, muy apropiado para estos momentos en los que el mundo zarandea la barca de nuestra fe.

  3. Rosmira dice:

    Estoy muy agradecida con Dios y con los sacerdotes de voz Católica, por su dedicación, tiempo y sabiduría que nos Dan a través de sus enseñanzas.
    . Bendiciones

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