Hace unos días, con un par personas con quienes hicimos el típico recorrido por los lugares ignacianos aquí en Manresa, tuvimos una amena conversación que me dieron pie a escribir estas líneas.
La Iglesia es un misterio y como tal, inabarcable. Lo que no implica, como otros misterios, que nada podamos afirmar o saber sobre ella. De hecho, entre otras muchas cosas sabemos que es UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA. Y todo esto es de fe, es decir que negarlo, como otras verdades de fe, sería pecado, justamente contra la fe.
Y como todas las verdades de fe –o, mejor dicho, como todas las verdades– con el tiempo, no cambian. La Iglesia es tan santa ahora, aún con la crisis en que se vive, como lo fue en la gloriosa edad media, como también lo fue en otra gran crisis –la arriana–, y como lo será hasta el último instante de la existencia de esta humanidad aquí en la tierra, porque lo dijo el Señor: “las puertas del infierno, no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
Claramente lo afirma el Catecismo:
“La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama ‘el solo santo’, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” (Lumen Gentium, 39). La Iglesia es, pues, ‘el Pueblo santo de Dios’ (LG 12), y sus miembros son llamados ‘santos’ (cf. Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).
Puntualicemos un poco más; aunque sea un tanto teórico, vale la pena refrescar estas verdades. La Iglesia es Santa porque:
a) Santo, Santísimo es su fundador. Nuestra Iglesia Católica es la única fundada por nuestro Señor Jesucristo, Dios hecho hombre, y está unida a Él indisolublemente; Bossuet afirmará: “La Iglesia es Cristo extendido y comunicado”. Y esto, por supuesto, es fuente inexhausta de santificación. Enseña el Catecismo: “La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora” (824).
b) El principio vital de la Iglesia es el Espíritu es Santo. Él es el alma de la Iglesia y uno de los aspectos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia es ser fuente de santidad. La santidad eclesial resplandece en el día de Pentecostés donde “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4).
Uniendo los dos primeros puntos digamos con San Juan Pablo II:
“EL Verbo, «Primogénito de toda la creación», se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés”[1].
c) Santos sus “módulos operativos”, es decir los medios con los cuales la Iglesia alcanza su fin: las enseñanzas de Cristo, sus mandamientos y preceptos, sus consejos, el sacrificio Eucarístico, los sacramentos, la Liturgia, todos los dones y carismas están ordenados a la santidad de la Iglesia. Citemos nuevamente el Catecismo:
“En la Iglesia es en donde está depositada ‘la plenitud total de los medios de salvación’ (UR 3). Es en ella donde «conseguimos la santidad por la gracia de Dios» (LG 48)”.
Y Pío XII comenta en la enc. Mystici Corporis:
“Y esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe que en todo tiempo conserva incontaminada; en las santísimas leyes con que a todos manda y en los consejos evangélicos con que amonesta; y, finalmente, en los celestiales dones v carismas con los que, inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores” (30).
d) Santos son muchos miembros de la Iglesia y nunca han faltado en todo tiempo ejemplos de santidad heroica en tantos de sus miembros, muchos de ellos canonizados:
“Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf LG 40; 48-51)”. (CEC 828)
e) Santa es también su finalidad: que no es otra que la gloria de Dios y la salvación de los hombres (cfr. 1 Ts 4,3; cfr. Ef 1,4). A los obispos brasileros les predicaba Benedicto XVI: “Ésta es la finalidad, y no otra, la finalidad de la Iglesia, la salvación de las almas, una a una”[2].
La Iglesia y el pecado
También es de fe que a la Iglesia no pertenecen tan sólo miembros santos, sino también pecadores, pues en la Iglesia conviven buenos y malos, cuya separación se hará sólo al fin del mundo (cfr. parábola de trigo y cizaña, Mt 13,24-30).
La doctrina de que todo el que peca mortalmente cesa de ser miembro de la Iglesia conduce a negar la visibilidad de la Iglesia, porque la posesión o carencia del estado de gracia no es cognoscible externamente.
Pío XII en la Mystici Corporis hace la siguiente observación: “no cualquier pecado, aunque sea una transgresión grave, aleja por su misma naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía” (n.10).
La permanencia del gravemente pecador en la Iglesia tiene fundamento intrínseco en cuanto éste sigue estando unido con Cristo, cabeza del cuerpo místico, al menos por medio de la fe y de la esperanza cristiana[3],
Dirá San Pablo VI en el comentario al Credo (n.19):
“Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la Sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.”
Amemos mucho a la Iglesia, porque, como decía San Cipriano “nadie tendrá a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre”. Es tan importante ese amor que dirá San Agustín: «En la medida que cada uno ama a la Iglesia de Cristo posee al Espíritu Santo»[4].
Y como “obras son amores”, si queremos asegurarnos que este amor es verdadero, imitemos al Beato Cardenal Alois Stepinac:
“En el transcurso de sus primeros días en Krasic, un periodista extranjero le hace la siguiente pregunta: «¿Cómo se encuentra? – Tanto aquí como en Lepoglava, no hago más que cumplir con mi deber. – ¿Y cuál es su deber? – Sufrir y trabajar por la Iglesia»”[5].
Tratemos de conocerla cada vez más (no se ama lo que no se conoce), porque como bien se ha dicho a la Iglesia: “Madre, nunca te ha conocido aquel que te abandona”.
Seamos buenos hijos del Concilio Vaticano II, el cual, como enseñó San Juan Pablo II: “se sabe que éste ha sido especialmente un Concilio ‘eclesiológico’, un Concilio sobre el tema de la Iglesia”[6].
Hagamos también caso al Catecismo y recurramos a aquella que se encumbra por sobre todos los miembros de la Iglesia:
“‘La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María” (LG 65): en ella, la Iglesia es ya enteramente santa”. (829)
[1] Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 52.
[2] Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los obispos del Brasil (Catedral da Sé, San Pablo, 11 de abril de 2007
[3] cf. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, 8, 3, ad 2.
[4] San Agustín. Citado en n el comentario de Santo Tomás al Evangelio de San Juan: 32, 8: PL 35, 1646.
[5] Carta Espiritual de la Abadía San José de Clairval
[6] Juan Pablo II, Dominum et vivificantem sobre el Espíritu Santo en la Vida de la Iglesia y del Mundo, 26