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Hacía mucho que no tenía la gracia de estar presente en imposiciones de sotanas; y en este caso se dieron, en Italia, junto con la toma de hábito de algunas novicias.

No es difícil imaginar lo que significa para un novicio o novicia recibir el santo hábito… es algo que no se te olvida nunca más… es “un antes y un después” en la vida, sin lugar a dudas. Se trata, nada más y nada menos, que de un ¡revestirse de Cristo! Y aunque lo más importante va por dentro, no cabe duda que lo externo ayuda, y no poco, y cuando lo externo es tan notorio y significativo, ayuda más y marca más.

Estar presente en una ceremonia así, aunque ya después de muchos años de haberla vivido en primera persona, no es algo que te deje indiferente: fácilmente se reviven cosas… fácilmente se mira atrás… se agradece… también se pide perdón y se mira el futuro. Dependiendo el modo de cada uno, tampoco es raro que alguna lágrima asome…

Pero, sobre todo, lo que quería traer a colación con estas líneas –luego de participar de la toma de hábito de 7 novicios y 9 novicias (de 7 países)– es lo que el P. Diego Pompo, quien presidió la Santa Misa, refirió en la excelente homilía que nos predicó. Hizo referencia a que estábamos ante milagros… ¡verdaderos milagros! Estando el mundo como está –incluso con las dificultades en las que vive nuestra amada Iglesia–, que 16 jóvenes digan un rotundo sí a Cristo habla realmente de una obra prodigiosa de medidas tales que pueden enmarcarse en lo milagroso.

Los milagros tienen como causa primera y principal siempre y en todo lugar a Dios. ¡Sí, sí, y sí! ¡Dios sigue haciendo milagros! Es más, digámoslo más claro, más contundente, más contracorriente, más desafiante: Jesucristo, nuestro único Señor, ¡sigue haciendo milagros!

Aclaro por las dudas que no estamos hablando de milagros “estricte dictum”, porque no hay suspensión de las leyes de la naturaleza, etc., sino de, podríamos llamarlo “milagros morales”, en el sentido de que algo sucede en el obrar humano sin que haya causa natural proporcionada que pueda darle explicación.

El milagro del Señor es el mismo que hizo hace dos mil años y que viene repitiendo una y otra vez sin haber posibilidad en fuerza humana o diabólica que pueda impedirlo; es más, cuánto más aprietan y más hostigan, más fuerza muestra el Señor y más respuestas de los suyos. El milagro consiste en decir: “¡Sígueme!”, y que esas palabras produzcan el efecto que persiguen, como los apóstoles en el evangelio: “inmediatamente lo siguieron”.

Se lo sigue al Señor dejando todo y a todos, con absoluta conciencia y libertad y, a la vez, sin saber todo lo que implica, porque no se conoce el futuro y sus pormenores… pero eso no importa, porque lo que realmente importa es Quien llama (Jesús, Dios mismo encarnado), a Qué llama (en primer lugar, a estar con Él) y los medios que da para ir adelante en ese seguimiento: nada más y nada menos que su infinito poder.

Infinito poder no solamente como Verbo eterno, es decir en cuanto Dios mismo que es, sino también por ese poder que adquirió en la sagrada palestra, muriendo y resucitando por nosotros.

Después de adorarlo, en Galilea, no mucho antes de su ascensión, los Once escucharon de labios del Señor: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y sobre la tierra” (Mt 28,18).

Comenta muy bien Fulton Sheen:

“Se trataba de un poder que había merecido por su pasión y muerte y que fue predicho por Daniel, quien en una visión profética vio al Hijo del hombre con poder y gloria eternos. La potestad que le fue dada había sido profetizada en el Génesis, a saber, que la simiente de una mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. Los reinos de la tierra que Satán prometió a Jesucristo si éste se avenía a ser un salvador político, resultaba que ahora eran suyos por derecho propio. Su autoridad se extendía por toda la tierra porque todas las almas habían sido compradas al precio de su sangre. Esta autoridad del Hijo del hombre no sólo se extendía a la tierra, sino también al cielo. Las palabras de Jesús combinaban la resurrección y la ascensión; así como la resurrección le daba poder sobre la tierra, al vencer tanto al pecado como a la muerte, de la misma manera la ascensión le confiere el poder de actuar en el cielo como único mediador entre Dios y el hombre”1.

El mismo Señor había llamado a Satanás “príncipe de este mundo” pero también había aclarado que sobre Él no tenía ningún poder (cf. Jn 14,30) y que “sería echado fuera” (cf. Jn 14,30).

Jesús venció los poderes de las tinieblas venciendo al demonio, atando y saqueando la casa del fuerte: “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. «O, ¿cómo puede uno entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte? Entonces podrá saquear su casa”. (Mat 12,28-29). San Juan Crisóstomo comenta: “A mí me parece ser una profecía todo esto, porque no sólo lanza los demonios, sino que disipará el error de toda la faz de la tierra, y hará inútiles todos los esfuerzos del diablo. Y no dice: «quitará», sino «arrebatará», indicando con esta palabra que lo hará con fuerza”2.

El Señor no escatimó maneras y modos para mostrar su poder, aún antes de su muerte y resurrección; poder en cuanto Dios y Señor. Poder para juzgar: “como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre” (Jn 5,26-27).

Poder para perdonar los pecados que corroboraba con milagros: “él se levantó y se fue a su casa” –se dice del paralítico–, y dejaba a todos estupefactos: “Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres” (Mt 9,7-8).

Poder sobre su vida: “nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,18). Mostró esto con hechos en el “Yo soy” que en el huerto hizo caer de bruces a quienes venían a prenderlo; y también con el último grito ante de expirar (muriendo de asfixia, era imposible, humanamente, hacer algo así).

Y ya con alusión al combate de la cruz declara ser Dueño y Señor“Padre, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti, conforme al señorío que le conferiste sobre todo el género humano, dando vida eterna a todos los que Tú le has dado” (Jn 17,1-2).

Poder del cual también da testimonio San Pablo al decir: “El Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la tenacidad de Cristo” (2Ts 3,5).

Ese mismo Jesús y su poder sigue mostrándose tal como ningún otro en el mundo y con una actualidad también única. Como decíamos, Él sigue con su “sígueme” y sigue habiendo y seguirán habiendo respuestas afirmativas y generosas, movidas por el mismo poder de quien llama. Y así también sigue llamando a la conversión y a la santidad.

Por eso, en esta Navidad que se avecina, al ver ese pequeño y tierno Niño en el pesebre, no olvidemos que tiene en sus manos los mundos y los corazones, y que es el brazo de Dios que dispersa a los poderosos y soberbios, ensalza a los humildes y, sobre todo, deja bien atado a Satanás, que sólo podrá dañar a quien se acerque a él –por algo se lo caracteriza como perro atado– o, lo que es lo mismo, a quien no se revista de la gracia de Cristo, único capaz de vencerlo.

Si el mundo está como está es porque le ha dado las espaldas al Señor Jesús… pero este mundo así no perdurará demasiado porque el diablo destruye todo cuanto toca… o vendrá el Señor dentro de poco o de las cenizas de lo que el demonio y sus secuaces van dejando, surgirá algo nuevo –que de hecho ya se empieza a vislumbrar– por la fuerza y el poder de quien hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).

––––

Junto al Niño, o sosteniéndolo en sus brazos, hay, como no podría ser de otra manera, una madre. Si el Niño tiene tanto poder, no podrá no participar de él quien lo ha engendrado. El Señor ha querido que primero sea el talón de su madre quien aplaste la cabeza de la serpiente… y Él no se desdice de sus quereres… por tanto aún hoy, no quiere mostrar su poder sino por Ella; no sigue llamando a su seguimiento sino por Ella y ha prometido, también por Ella, su triunfo definitivo… “al final mi Inmaculado Corazón triunfará”.

¡Muy feliz Navidad para todos!

¡Ave María y adelante!

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