En nuestro pensar y meditar sobre Dios, en Dios y para Dios, no debemos olvidar aquello de santo Tomás:
“En esta vida tanto más perfectamente conocemos a Dios, cuanto mejor entendemos que sobrepasa toda capacidad intelectual”[1].
Por eso no es aventurado pensar que, si conociésemos más a Dios, lo amaríamos más, e incluso llegaríamos a las locuras de amor de los santos, que no son otra cosa que un conocer más profundo cuánto nos ama el Señor y hacer todo lo posible para devolver “algo” al menos –casi nada en comparación– de tanto bien recibido y hacer lo posible para que los demás “despierten” y reconozcan también ese amor.
Como también enseña santo Tomás en la tercera cuestión de la Suma Teológica[2], recordemos que Dios es “verdadera y absolutamente simple”[3] y, por tanto, en Él, al no haber composición de “partes” no puede distinguirse su ser de ninguno de sus atributos. Es decir que su poder, su magnificencia, su bondad, etc. son “Él mismo”, o sea, pensar o hablar de un atributo divino es lo mismo que pensar o hablar de “todo” Dios. Todo lo creado, más aún lo material, es compuesto; nosotros por ejemplos somos: cuerpo y alma; en el alma tenemos inteligencia y voluntad; el cuerpo se divide muchísimas partes, etc., etc. Puedo decir por ejemplo que una persona es muy inteligente, pero tiene muy poca voluntad; un médico podrá decir que el hígado de un paciente funciona muy bien pero no así los pulmones, etc. En Dios, repito entonces, no hay ese tipo de distinciones.
Valga esta introducción –un poco larga…– para hacer notar que, al hablar de la misericordia de Dios, estamos hablando de “todo” Dios, de Él mismo y, por tanto, así como no nos alcanzará toda la eternidad para conocerLo acabadamente, así tampoco será suficiente la inacabable felicidad del Paraíso, para conocer en tu totalidad, Su misericordia.
Y si bien a simple vista esto podría producirnos cierto desánimo en nuestra búsqueda de conocer cada vez más a Dios; si lo consideramos con un poco más de detenimiento nos daremos cuenta que es todo lo contrario: Dios es tan pero tan infinitamente grande y perfecto que siempre puedo conocerlo un poco más, y así siempre me puede sorprender un poco más, y alegrarme un poco más, y amarlo un poco más… y así, vivir la vida buscando a Dios, su voluntad, la santidad, etc., es vivir una vida de un dinamismo y plenitud únicas… la vida de los santos nos lo enseña de manera irrefutable.
En este día en que celebramos la divina Misericordia sería bueno, entonces, poder decirnos a nosotros mismos: “no tengo ni idea cuán misericordioso es el Señor” y, claro, justamente con eso suplicarLe poder conocer aunque sea un poco más, ese insondable e inabarcable tesoro de su misericordia.
Como sabrán, en el año 2000, cuando san Juan Pablo II canonizaba a su compatriota, Faustina Kowalska, también agregaba esta fiesta al calendario litúrgico, como él mismo lo indicó en el sermón de la Santa Misa:
“Es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de ‘Domingo de la Divina Misericordia’”[4].
La revelación pública, es decir, todo lo que Dios tenía que darnos a conocer de sí mismo –y de todo lo referente a Él– para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna, terminó con la muerte del último apóstol, san Juan. Pero justamente la misericordia de Dios ha querido, a lo largo de la historia, “enfatizar” (si se me permite la palabra) algún aspecto de la revelación que pudiese estar más olvidado o combatido. Así fue que, en el siglo XX, donde, entre otras cosas, el hombre comenzaba a manifestar su lejanía de Dios por medio de las guerras mundiales, quiso Él recordar al mundo que “es eterno su amor” como repite tantas veces el salmo 117.
Además de darse a conocer y mostrar una vez más su misericordia, Nuestro Señor le recomendó a santa Faustina, para ella y para todos nosotros, una actitud frente a esa misericordia y esta es la confianza.
Y volviendo a lo que veníamos diciendo, deberíamos tratar de afirmar lo siguiente: “como no sé cuánto Dios me ama, cuán grande es su misericordia, cuánto desea perdonarme y hacerme santo, etc., etc., entonces tengo que aprovecharme de ese desconocimiento para confiar cada vez más, porque sé que, como Dios es mucho más de lo que pienso y me ama mucho más, etc., siempre me quedará mucho más para confiar de lo que confío”.
Transcribo aquí algunos textos del Diario de santa Faustina y pongo en negrita aquellas cosas en las cuales les sugiero que se detengan, que las lean pausadamente tratando de reconocer en cuanta medida no llegamos a entender qué es lo que el Señor nos está diciendo allí (de lo contrario ya tendríamos que ser santos…).
Antes permítanme dos párrafos para recordar algunos puntos importantes de las apariciones.
El 22 de febrero de 1931, se le aparece Nuestro Señor, vestido con una gran túnica blanca, con una mano levantada en un gesto de absolución, y con la otra sobre su divino Corazón. De su hábito entreabierto, a la altura del Corazón, salen dos haces de rayos de luz, uno rojo y otro blanco.
“Yo contemplaba al Señor en silencio –escribe–; mi alma estaba llena de temor, pero también rebosaba de gozo. Al cabo de un instante el Señor Jesús me dijo: ‘Pinta una imagen semejante a este modelo y escribe: Jesús, en ti confío. Deseo, en primer lugar, que esta imagen sea venerada en la capilla, y después en el mundo entero. A quienes la veneren les prometo que no perecerán. Les prometo desde este mundo la victoria sobre el enemigo, pero sobre todo en la hora de la muerte. Yo mismo les defenderé, como gloria mía’”.
En cuanto a los rayos que salen del Corazón del Señor:
“Significan el agua y la sangre. El agua que justifica las almas y la sangre que es la vida del alma. Brotan de mi Corazón abierto en la Cruz”.
Ahora sí, los textos, todos tomados del Diario espiritual de Santa Faustina:
“Quiero que los sacerdotes proclamen mi gran Misericordia. Quiero que los pecadores se acerquen a mí sin temor de ninguna clase. Las llamas de mi Misericordia me consumen. Ningún pecado, aunque sea un abismo de abyección, agotará mi Misericordia, pues cuanto más se bebe de ella más aumenta. Mi Corazón sufre, pues incluso las almas consagradas ignoran mi Misericordia, tratándome con desconfianza. ¡Cuánto me hiere la falta de confianza!”.
“Yo soy Santo, y el menor de los pecados me horroriza. Pero cuando los pecadores se arrepienten, mi Misericordia no tiene límites… Los peores pecadores podrían convertirse en santos extraordinarios si confiaran en mi Misericordia… Mi Misericordia sólo puede alcanzarse con la copa de la confianza: cuanto mayor es la confianza más se obtiene… Para mí es una alegría cuando los pecadores recurren a mi Misericordia. Entonces los colmo más allá de lo que esperan».
Como en todos los santos, se da en santa Faustina aquello que nos invita a hacer san Ignacio en la meditación de “Pecados propios”[5]: comparar nuestra nada con el “todo” de Dios. El 10 de octubre de 1937, ella escribía lo siguiente:
“En medio de una enorme luz, he visto el abismo de mi nulidad, y me he acurrucado en el Corazón de Jesús con tanta confianza que, aunque hubiera tenido sobre mi conciencia todos los pecados de los condenados, no habría dudado de la divina Misericordia, sino que me habría precipitado, con corazón contrito, en el abismo de tu amor, ¡Señor Jesús! Bien sé que no me habrías rechazado, sino que me habrías perdonado con la mediación de tu sacerdote”.
Así que… ¡a confiar! Digamos con santa Teresita: “Se cansará Dios de probarme antes de que yo deje de confiar en Él”. Y con santa Faustina quien, en una prueba de fe muy dura que sufrió durante dos años y medio, comenta que “Entonces me prosternaba ante el Santísimo Sacramento, repitiendo estas palabras: «¡Aunque me mates, tendré confianza en ti!»”. Y con santa Teresa de Ávila:
“Levántense contra mí todos los letrados, persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme los demonios, no me faltéis Vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien sólo en Vos confía”[6].
Agrego un ejemplo predicable que ya cité alguna vez en este blog pero puede venir bien recordar; confieso que al predicarlo, cuando llego a la parte final por lo general tengo que hacer un esfuerzo para que no se me corte la voz por la emoción:
«Había un hombre muy rico que poseía muchos bienes, una gran estancia, mucho ganado, varios empleados, y un único hijo, su heredero.
Un día, el viejo padre, ya avanzado en edad, dijo a sus empleados que le construyeran un pequeño establo. Dentro de él, el propio padre preparó una horca y, junto a ella, una placa con algo escrito: “PARA QUE NUNCA DESPRECIES LAS PALABRAS DE TU PADRE”.
Más tarde, llamó a su hijo, lo llevó hasta el establo y le dijo: ¡Ella es para ti! Quiero que me prometas que, si sucede lo que yo te dije, te ahorcarás en ella.
El joven se rio, pensó que era un absurdo, pero para no contradecir a su padre le prometió que así lo haría, pensando que eso jamás sucedería.
El tiempo pasó, el padre murió, y su hijo se encargó de todo, y así como su padre había previsto, el joven gastó todo, vendió los bienes, perdió sus amigos y hasta la propia dignidad.
Desesperado y afligido, comenzó a reflexionar sobre su vida y vio que había sido un tonto. Se acordó de las palabras de su padre y comenzó a decir:
-
- Ah, padre mío… Si yo hubiese escuchado tus consejos… Pero ahora es demasiado tarde.
Yo nunca seguí las palabras de mi padre, no pude alegrarle cuando estaba vivo, pero al menos esta vez haré su voluntad. Voy a cumplir mi promesa. No me queda nada más…
Entonces, él subió los escalones y se colocó la cuerda en el cuello, y pensó:
-
- Ah, si yo tuviese una nueva oportunidad…
Entonces, se tiró desde lo alto de los escalones y, por un instante, sintió que la cuerda apretaba su garganta… Era el fin. Sin embargo, el brazo de la horca era hueco y se quebró fácilmente, cayendo el joven al piso. Sobre él cayeron joyas, esmeraldas, perlas, rubíes, zafiros y
brillantes, muchos brillantes…
La horca estaba llena de piedras preciosas. Entre lo que cayó encontró una nota.
En ella estaba escrito: Esta es tu nueva oportunidad. ¡Te amo mucho! Con amor, tu viejo padre.
Dios es exactamente así con nosotros.
Cuando nos arrepentimos, podemos ir hasta él. Él siempre nos da una nueva oportunidad».
Decíamos… no conocemos a Dios cuanto tenemos que conocerlo… y, por tanto, debemos confiar mucho más de lo que nuestra miope mirada espiritual nos permite ver; entonces, lo más lógico es tener esa confianza que tienen los niños con sus padres: ellos porque por su poco conocimiento y pequeñez creen que sus padres son casi todopoderosos; nosotros, porque por nuestro conocimiento y pequeñez también debemos creer que Dios es todopoderoso y, como dirá Santo Tomás: “Mostrarse misericordioso es considerado como lo propio de Dios, y en ello se manifiesta sobre todo su omnipotencia”[7].
Y hablando de niñez, de misericordia, de omnipotencia… para tener verdadera y total confianza en nuestro Señor, tengamos una tierna devoción a su santa Madre, madre nuestra también. San Luis María, hablando de la verdadera devoción a María Santísima, refiere que:
“Es tierna, vale decir, llena de confianza en la Santísima Virgen, como la confianza del niño en su querida madre. Esta devoción hace que recurras a la Santísima Virgen en todas tus necesidades materiales y espirituales con gran sencillez, confianza y ternura e implores la ayuda de tu bondadosa Madre en todo tiempo, lugar y circunstancia:
en las dudas, para que te esclarezca;
en los extravíos, para que te convierta al buen camino;
en las tentaciones, para que te sostenga;
en las debilidades, para que te fortalezca;
en los desalientos; para que te reanime;
en los escrúpulos, para que te libre de ellos;
en las cruces, afanes y contratiempos de la vida, para que te consuele, y finalmente,
en todas las dificultades materiales y espirituales, María es tu recurso ordinario, sin temor de importunar a tu bondadosa Madre ni desagradar a Jesucristo”[8].
Fuente: https://verbo.vozcatolica.com/la-divina-misericordia/
Diario de Santa Faustina en pdf: Aquí
[1] Suma Teológica, II-II, q. 8, a. 7: Ed. Leonina, VIII, p. 72. (25).
[2] Puede leerse toda la cuestión de la Suma aquí: Sobre la simplicidad de Dios
[3] La cita es de San Agustín, en: Suma Teológica, Iª q. 3 a. 7 s. c.
[4] (Homilía, 30 de Abril, 2000)
[5] Ella conocía muy bien los Ejercicios Espirituales porque los hizo más de una vez; incluso en una oportunidad hizo los típicos, es decir, 30 días en retiro. Sus confesores y consejeros espirituales no pocas veces fueron sacerdotes jesuitas.
[6] Santa Teresa, Libro de la Vida c.25 n.17: BAC, Obras de Santa Teresa t.1 p. 748.
[7] Suma Teológica, II-II, 30, 4.
[8] San Luis María Grignont de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a María Santísima, n. 107.