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Continuamos con el último post en que hablábamos del Santo de Loyola y su vida de penitente desde su conversión hasta el tiempo que estuvo en Manresa[1].

Primero que nada, recordemos una vez más la importancia trascendental de la penitencia interna, de la que hablaremos en esta entrada. La Vulgata, edición latina “oficial” de la Biblia, la equipara a la conversión: “Si no os convertís[2] (en latín: “si no hacéis penitencia”todos igualmente pereceréis” (Lc 13,3). Es que, como dirá San Juan Pablo II: “La conversión exige la convicción del pecado”[3]. Es por esto que en todos los santos –no solamente en San Ignacio– vemos, de manera evidentísima, una convicción del pecado de la cual estamos muy lejos pero que deberíamos anhelar.

Santa Gertrudis, verdadero lirio de pureza, decía al Señor con su profunda humildad: “El mayor milagro, Señor, es que la tierra soporte a una pecadora como yo”[4]Santa Catalina de Siena no cesaba de implorar cada día la misericordia divina, y terminaba siempre su plegaria con esta invocación: “Apiádate, Señor, de mí, porque he pecado”[5]Santa Teresa hablando de las almas que han llegado a las sextas moradas del castillo interior –sextas moradas, o sea ya casi en el matrimonio espiritual– afirma: “El dolor de los pecados crece más, mientras más recibimos de nuestro Dios. Y tengo yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitará”[6].

Es imposible entonces pensar que San Ignacio en una vez que salió de Manresa, fue olvidando poco a poco el dolor de sus pecados; lo lógico es pensar todo lo contrario.

Lo que queremos dejar en claro, para buscar imitarlo, es que en cuanto a la penitencia interna que, como ya dijimos, es la más importante, San Ignacio no dejó nunca de tener verdadera compunción del corazón, es decir, ese estado permanente, producido por la gracia por supuesto, de arrepentimiento y dolor de los pecados cometidos y cuyo fruto más grande es un intenso amor a Dios, a quien, en este estado, se percibe con una grandeza y perfección tal, que no se puede entender cuán malos hayamos sido para ofenderle y a su vez cuán bueno sigue siendo Él que nos ha perdonado una y otra vez. Es, por un lado, aquel “tengo siempre presente mi pecado” de David en el conocido Salmo 50 sumado a aquel “A quien poco se le perdona, poco amor muestra” (Lc 7,47) que tiene como lógica contrapartida que quien es perdonado mucho, muestra mucho amor.

Y para muestra, en la vida del Santo, sirvan algunos hechos y escritos.

Comencemos por el mismo texto de los Ejercicios. Es sabido que San Ignacio no escribió el inmortal libro solo para personas que estén comenzando su vida espiritual sino para cualquier persona en cualquier etapa de su camino a Dios. Y la primera semana, que versa sobre el arrepentimiento de los pecados, debe ser realizada por todo ejercitante. Si una persona no tiene “subiecto” (capacidad) para hacer los Ejercicios completos, recomienda Ignacio acortarlos haciendo solo la primera semana, pero nunca habla de hacer las demás semanas sin la primera, con lo cual se muestra a las claras lo importante de este tema más allá del estado espiritual en el que se encuentre la persona que se ejercita.

Pasemos a algunos hechos de su vida. Comencemos por París, varios años después de pasar por Manresa, donde vive el siguiente suceso:

“Había también en aquella ciudad un sacerdote religioso de vida muy estragada y muy enemigo de Ignacio, al cual, por eso mismo, había procurado con muchas tentativas llevarlo a Dios; pero siempre inútilmente. Por fin inventó esta santa estratagema: un domingo se va a comulgar a una iglesia que estaba cerca de la casa donde vivía aquel desdichado, y, como de pasó, entra en su casa y le pide le oiga en confesión. Hallóle aún en cama, y muy perturbado de ver lo que le pedía; pero al fin no supo cómo negarse. Después de las faltas ordinarias, dícele Ignacio que quiere acusarse también de algunos pecados de la vida pasada, y empieza a llorarlos con tanta contrición, que el confesor quedó juntamente admirado y avergonzado. Esto le hizo entrar en sí, y principió a estimar a aquel que antes aborrecía, y, finalmente, vino a hacer los Ejercicios que le dio el mismo Ignacio hasta salir de ellos tan cambiado que dio una edificación proporcional al escándalo que antes había causado con su mala vida”[7].

Doce años después de su paso por Manresa, al terminar sus estudios en París y ya con 44 años lo envían a sus tierras natales para que se mejore de un problema de salud que lo aquejaba y del cual no hallaba remedio. Pero no vamos a creer que San Ignacio vaya a tener por objetivo principal de semejante viaje y cambio circunstancial en su vida, mejorar la salud, de la cual tanta indiferencia tenía; sin dejar esto de lado –querer sanarse, que claro está, nada tiene de malo– su objetivo principal fue otro, sobrenatural, y dejamos que lo diga su secretario, el P. Polanco:

“Que en donde había sido hasta a muchos piedra de escándalo, quería dar alguna edificación, a saber, en su patria”[8].

Y al querer convencerlo de que no viva en el hospital, sino que vaya a vivir en su casa torre, dijo el Santo a su hermano que lo buscaba para llevárselo que…

“Él no había venido a pedirle a él la casa de Loyola, ni a andar en palacios, sino a sembrar la palabra de Dios, y dar a entender a las gentes cuán enorme cosa era el pecado mortal[9].

Lo que hizo y produjo la predicación y el ejemplo de San Ignacio en los pocos meses que estuvo en Loyola da para otro post o para un libro, pero baste lo dicho para ver en cuánta consideración tenía el pecado mortal que, por supuesto, tiene como contrapartida, un gran arrepentimiento de haberlo cometido, una gran compunción.

Un hecho más de su vida, que nos trae el P. Casanovas en su biografía y que sigue mostrando algo que ya decíamos es evidente: al ir creciendo más y más en la unión con Dios, más aberración y rechazo se tiene hacia el pecado, más arrepentimiento por haberlo cometido y más celo por buscar que otros no lo cometan.

“Había también un número muy crecido de mujeres perdidas, y en frase de un escritor presencial «ardíase la ciudad en este fuego del infierno». En casa padecíase mucha necesidad, pero había unas piedras de la antigua Roma de las cuales podía sacarse bastante dinero. Ignacio mandó vender aquellas piedras, para comenzar una fundación en donde pudiesen recogerse aquellas desdichadas, y él mismo las acompañaba por las calles de Roma[10], cuando querían dejar su mala vida. Entonces fue cuando dijo aquellas palabras de tanto amor a uno que le reprendía, por emplearse en una tarea inútil: «Si yo pudiese con todos los trabajos y cuidados de mi vida, hacer que alguna de éstas quisiese pasar sola una noche sin pecar, yo los tendría todos por bien empleados, a trueque de que en aquel breve tiempo no fuese ofendida la Majestad infinita de mi Criador y Señor»”[11].

Esas palabras dichas por un santo ¡son verdaderas! ¡no es una hipérbole! Sin duda que, desde el llano, admiramos esas alturas pero no llegamos a entender del todo… pero no por eso dejamos de tener confianza en el Señor que, como dirá Santa Teresa, “aunque no sea luego, podremos llegar a lo que muchos santos con su favor [el de Dios]”[12].

Prometí que esta entrada sería más breve que la anterior, así que tratando de cumplir lo dicho, dejamos aquí y dedicaremos un post más, si Dios así lo permite, a comentar lo referente a las penitencias externas de San Ignacio luego de su paso por Manresa, qué pensaba, qué enseñaba y cómo las vivía.

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Como ya vimos la penitencia interna exige no solo arrepentirse de los pecados sino también procurar firmemente no volver a cometerlos; Santo Tomás dirá que es propio del penitente el cortar/arrancar[13] las causas de los pecados”[14]; así es que San Ignacio, como buen penitente, ni bien salido de Loyola, nos cuenta el P. Laínez, “porque tenía más miedo de ser vencido en lo que toca a la castidad que en otras cosas, hizo en el camino voto de castidad, y esto a nuestra Señora a la cual tenía especial devoción. Y en Roma a las mujeres penitentes que querían cambiar de vida también las puso bajo la protección de la Santísima Virgen, instituyendo una cofradía y hermandad que se llamaba Nuestra Señora de Gracia.

 

—-Notas—-

[1] San Ignacio y la penitencia I: desde Loyola a Manresa

[2] En griego: “αλλ εαν μη μετανοητε” / Latín: “sed nisi paenitentiam habueritis”

[3] Encíclica sobre el Espíritu Santo “Dominun et vivificantem”, 31.

[4] El Heraldo del amor divino, t. I, lib. I, cap. 11.

[5] Drane, Histoire de Ste. Catherine de Sienne, vol. I, 1ª parte, cap. IV.

[6] Obras: Moradas sextas, c. 8, 1, 2. Estas últimas citas están tomadas del libro Jesucristo, ideal del monje, del Beato Columan Marmión, en el título: “La compunción del corazón”. Royo Marín, en su Teología de la perfección cristiana, dice no haber leído nada mejor que esto y lo que el mismo autor escribe en Jesucristo, vida del alma.

[7] Ignacio Casanovas, San Ignacio de Loyola, Balmes, Barcelona3, p. 202-203.

[8] Ibid., p. 219.

[9] Ibid.

[10] Comenta el P. Rivadeneira: “Y era un espectáculo hermosísimo ver al santo anciano, como delantero que va abriendo la marcha a una muchacha joven, hermosa y vagueante, procurando arrancarla de las fauces del más cruel tirano y ponerla en manos de Cristo. Las acompañaba hasta el monasterio recientemente construido o a la casa de alguna dama principal, en donde poco a poco se mansasen y se habituasen a imitar el ejemplo de ellas”. Villoslada… p. 531.

[11] Ibid., p. 355.

[12] Es texto complejo es una joyita, así que acá va: “Tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos, sino creer de Dios que, si nos esforzamos, poco a poco, aunque no sea luego, podremos llegar a lo que muchos santos con su favor; que si ellos nunca se determinaran a desearlo y poco a poco a ponerlo por obra, no subieran a tan alto estado. Quiere Su Majestad y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí. Y no he visto a ninguna de éstas que quede baja en este camino; ni ninguna alma cobarde, con amparo de humildad, que en muchos años ande lo que estotros en muy pocos. Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas el alma, da un vuelo y llega a mucho, aunque ­como avecita que tiene pelo malo­ cansa y queda”. Santa Teresa, Libro de la Vida, cap. 13.

[13] La palabra que usa es “excidere”, que podríamos traducir “cortar arrancando”.

[14] Suma Teológica, IIª-IIae, q. 186 a. 1 ad 4.

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