En el Evangelio de este día de la Ascensión del Señor, leemos esta verdad muy consoladora sabiendo que viene del “Amor encarnado” si me permite esa expresión: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra”. Jesús ya tenía el poder en cuanto Dios, pero lo recibió de un modo nuevo por su triunfo en la Cruz. y qué verdad más consoladora que esta, aquel que nos amó primero, que nos sigue amando de una manera inconmensurable, tiene todo el poder.
Poder del cual también nos habla San Pablo en la segunda lectura, con palabras que son dignas de ser meditadas: “Que él ilumine sus corazones, para que vosotros podáis valorar … la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza”.
Esa “tremenda” e inconmensurable fuerza del Señor se patentiza especialmente cuando perdona, es decir, cuando hace uso de su Misericordia: “La misericordia es propísima de Dios y en ella resplandece su omnipotencia en grado máximo”[1].
Es esto lo que se puede ver en la vida de tantos y tantas que, al estilo de San Pablo, han sido tirados del caballo e iluminados por la misericordia del Señor.
Quería traerles en este día uno de esos ejemplos, del P. José María Verlinde, quien, Luego de 3 años al servicio de un yogui (Maharishi Mahesh Yogui; conocido por ser yogui de uno de los Beatles), fue sorprendido por el encuentro con el Señor. Los dejo con el texto donde él narra ese extraordinario acontecer en su vida. Realmente podremos ver cuánto poder tiene el señor y cuánto puede obrar en nuestra vida si lo dejamos.
Ubiquémonos en espacio-tiempo; estamos en India, nuestro autor está con un grupo de otros discípulos del Yogui, y justamente por darse por entero a las prácticas del yoga, resulta que son diagnosticados con “envejecimiento precoz”. Es así que el gurú busca médicos para tratar de ayudarles. Los dejo ahora con el relato.
“El gurú había recurrido también a naturópatas, uno de los cuales era francés. Y resultó que era cristiano. Un día que vino a verme para concertar una cita con el Maestro, nos pusimos a charlar. Y la conversación se dio con tanta mayor espontaneidad cuanto que yo no tenía muchas ocasiones de hablar en francés, pues el idioma normal era el inglés. Así, acabamos hablando de mi itinerario y él, con la mayor sencillez, me preguntó si estaba bautizado y si había recibido una educación cristiana. Animado por mi respuesta afirmativa, me preguntó: «Y ahora ¿qué es para usted Jesucristo?»
Me resulta difícil decirle qué fue lo que pasó justamente en ese momento. En cuanto escuché en mi consciencia el nombre de Jesús, este bajó hasta lo más hondo de mi consciencia. Fue como si hubiese producido en mí una resonancia, o más bien como si hubiese despertado una presencia: su presencia. Tomé conciencia de que Él estaba allí, de que siempre había estado allí, disponible, dispuesto a revelarse, no esperando más que una señal, una llamada mía para manifestarse de nuevo como mi Señor. Yo lo había encerrado en una mazmorra de mi corazón, y su Nombre Santísimo, transportado por esa llamada, acababa de abrir la puerta de su prisión, que era también la mía.
«Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Esta pregunta, que está en el mismísimo centro del evangelio de Mateo y de Marcos, me traspasó el corazón. Él estaba allí muy cercano, con la discreción de una presencia que se ofrece pero que no quiere imponerse, porque quiere ser elegida, deseada, amada. Si tuviese que tratar de expresar con palabras lo que en esos instantes Él imprimió en mi corazón, diría: ¿cuánto tiempo hijo mío me harás todavía esperar? No hubo ningún juicio, ningún reproche ninguna reprimenda: tan solo el gemido lastimero y a la vez lleno de esperanza de un amor traicionado que no sabe decidirse a abandonar a la persona amada.
Una ternura infinita, un mar de misericordia se derramaban sobre mí y por todo mi ser: por mi corazón, por mi alma y por mi cuerpo. Y yo lloraba, lloraba todas las lágrimas de mi arrepentimiento. Lloraba de dolor por haber hecho sufrir durante tantos años a quien había amado y después rechazado y que me había seguido pacientemente hasta los confines del mundo. Lloraba de alegría por seguir sintiéndome amado a pesar de mi traición, por sentirme ya perdonado antes incluso de haber pedido ese perdón que estaba balbuciendo con mis sollozos… Más tarde leí en los libros de teología espiritual que la contrición es un don de Dios, una gracia mediante la cual se nos concede llorar nuestro pecado porque el pecado ofende a Dios, pero con la certeza de haber adquirido ya la reconciliación por Jesucristo. Yo no sé qué prevalecía, si la alegría o el dolor, pero sí sé que habría deseado quedarme «allí» para siempre.
Y de pronto, la experiencia cambió de tonalidad: me sentí invadido por una fuerza inaudita portadora de una exigencia que no admitía demoras: «Tuya sabes lo que tienes que hacer». Tuve tiempo justamente para darme cuenta de que, al comienzo de ese encuentro, había caído de rodillas; de un salto, me encontré de pie, como levantado por esa Palabra misteriosa que, por otra parte, no era más que una invitación a la coherencia.
Estudiando más tarde la Biblia, pensé que esa experiencia que se me había concedido vivir me había dado la posibilidad de saborear algo de los dos aspectos de la Misericordia divina de los que habla la Escritura: «hesed» y «rahamim». El primero de esos dos términos designa el amor responsable, varonil, que permanece fiel pese a todas las traiciones de la persona amada. El segundo, cuya raíz evoca las entrañas maternas, expresa más bien la ternura compasiva, siempre disponible y dispuesta a perdonar. Dios es a la vez Padre y Madre. Pero precisamente porque sus entrañas de misericordia están siempre abiertas, puede también poner sus exigencias con toda la firmeza y la severidad de su amor paternal. Todos los que se han encontrado frente al fuego devorador del amor de Dios pueden dar fe de ello: Dios no es ni una «madraza» ni un «padrazo». Él es a la vez rocío de ternura y llama que consume, una Madre solícita y un Padre exigente. En lo más hondo de nosotros mismos sabemos muy bien que esas dos cosas andan juntas: nuestro corazón desea y necesita esos dos amores que no son más que uno solo. «Las dos manos del Padre», según la bellísima expresión de san Ireneo, que nos llevan a cada instante en ese doble amor: la ternura del Espíritu, esa Agua Viva que mana del corazón de Cristo, y la fuerza de la Palabra, espada de dos filos que sale de su boca. (…)
[Pregunta el entrevistador] Cuando el Señor se le reveló no le dio una orden propiamente dicha, sino que le invitó a hacer lo que usted sabía que tenía que hacer ¿De qué se trataba?
De partir. De eso no me cabía la menor duda: era una certeza interior que había recibido en el encuentro con el Señor. Sin embargo, ¡esa perspectiva me petrificaba! Había quemado todas mis naves, había roto todas mis ataduras con el pasado, ya solo me quedaba ese estado de discípulo del gurú a cuyo lado contaba con pasar toda la vida.
Dejarle me parecía algo tan irrealizable, que, al acostarme por la noche, deseé -lo confieso avergonzado- que el sueño de la noche me borrase todo aquello de la memoria…
Dios acababa de pasar, había irrumpido incluso en mi vida, pero dejaba intacta mi libertad. La luz me había deslumbrado un instante, el Señor había posado sobre mí su mirada de amor: «Ven y sígueme» , pero tenía que dejar las redes, dejarlo todo para una nueva partida.
¿Y a la mañana siguiente?
No había olvidado nada, todo lo contrario. En cuanto abrí los ojos, resonó en mi corazón la misma exigencia, temible y dulce a la vez: «Tú ya sabes lo que tienes que hacer». Yo me resistía mal que bien a base de argumentos racionales: «Pero, Señor; es imposible, no hay un coche disponible, no he reservado billete de avión y, de todas formas, el gurú no me dejará irme…».
El silencio que siguió me hizo comprender que con Dios no se regatea.
Decidí, pues, jugarme el todo por el todo. Aún me estoy oyendo decirle al Señor en un diálogo interior: «Está bien, lo intentaré, pero ya verás cómo no supero el primer obstáculo, no me dejarán irme así…
Ese «dejarán» ¿se refería al gurú?
Evidentemente. Así que me fui para la sala donde él estaba dando una conferencia de prensa. Me acerqué discretamente a él y le susurré: «Maharishi, tengo que irme». Me miró completamente asombrado y me preguntó si era realmente algo importante. Ante mi respuesta afirmativa, replicó simplemente: «Está bien, vete…, pero vuelve pronto». Yo no daba crédito a mis oídos. Salí pasmado y balbuciéndole al Señor: “¡Así que Tú…, Tú eres fuerte!”.
Estaba todavía bajo la impresión de la sorpresa cuando el encargado del mantenimiento de los coches se me acercó para decirme que el encargado del garaje había traído antes de lo previsto el coche de servicio que yo utilizaba…
Cada vez más impresionado, llamo al aeropuerto para preguntar si quedaban plazas libres para el último vuelo hacia Bruselas. Y la recepcionista me contesta: “Tiene usted suerte, acabo de registrar una cancelación: ¡queda justo una plaza”. Afortunadamente no podía ver la cara que puse… Recuerdo que me pareció percibir interiormente la mirada divertida de Jesús burlándose amigablemente de mi incredulidad.
Dos horas más tarde, volaba hacia Bélgica, llevando como único equipaje un maletín con un poco de ropa y la documentación”[2].
Y dentro del mismo relato, en un momento el entrevistador le preguntó:
“¿Fue su primera experiencia de esta clase?
Con tal intensidad, sí. Pero al hablarle, me acuerdo de otra «visita» que me turbó y me cuestionó profundamente. Yo había sido ya agraciado con ella en varias ocasiones cuando, al final de largos esfuerzos de ascesis psíquica y mental, estaba a punto de «hundirme» en ese estado de fusión con el Gran Todo cósmico del que ya hemos hablado.
En los últimos instantes de conciencia personal se me aparecía de pronto un rostro de mujer, muy bella, pero infinitamente triste. Me miraba con inmensa ternura, y por su rostro se deslizaban unas gruesas lágrimas. Pero cuando le peguntaba interiormente quién era, su rostro se desvanecía lentamente de mi conciencia.
Durante más de treinta años me he preguntado a qué respondería esa visión. Y me conformé con una interpretación de índole psicológica: se trataría de un remordimiento de conciencia por mi madre, a la que el camino que yo estaba siguiendo hacía sufrir mucho. Pero luego, cuál no sería mi emoción cuando me encontré por primera vez ante Nuestra Señora de Jasna Gora, en Czestokowa, hace unos años: era ella, ¡ella misma! ¡El mismo rostro, la misma mirada penetrante y misteriosa, la misma expresión de ternura compasiva! Me quedé cortado, profundamente conmovido. María, pues, me había acompañado, ella también, en mi extravío, intentado hacerme señas”.
Puede ser de provecho ver la historia de su vida en este video de 30′: De gurú a sacerdote católico
¡Ave María y adelante!
P. Gustavo Lombardo, IVE
[1] S.Th. II-II, 30, 4.
[2] J. M. Verlinde, La experiencia prohibida. Del ashram a un monasterio, Colección «La otra mirada», Fonte-Monte Carmelo, Burgos 20172a, 113-119.
Comentarios 3
Conmovedora historia , nada ni nadie puede contra el poder y la voluntad de Dios.
Concèdeme, Dios de bondad, amor a Ti , odio a mi, celo por el prójimo y desprecio a lo mundano.
Gracias P. Gustavo Lombardo.
Bendiciones.
Gracias padre Gustavo Lombardo! es un hermoso relato de una vivencia que felizmente es muy creíble por que le sucede a muchas personas. “Se me ha dado todo poder… tengo escrita y expuesta esta frase en casa.