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Se ha escuchado muchos sobre las causas políticas, económicas, geopolíticas, ideológicas de la guerra ruso-ucraniana. Sin embargo, no se ha escuchado hablar de las causas teológicas de la guerra. En efecto, toda guerra tiene una dimensión teológica. Decía Fulton Sheen: “el hombre está en guerra con sus hermanos, porque el hombre esta primero en guerra con Dios en el campo de batalla de su corazón. La guerra envuelve sufrimiento solo porque envuelve pecado.”[1] La guerra es un mal y ese mal tiene origen en el pecado que es una realidad teológica.

Le guerra es consecuencia del pecado original. La enemistad entre los hombres es el signo de Caín en la humanidad. Pero también la guerra es causada por los pecados actuales de los hombres. Las causas de la guerra están dentro del hombre: sus decisiones libres. No una sola decisión sino una serie encadenada de decisiones que desembocan en la guerra. Del corazón del hombre surgen los males. Es ahí donde en primer lugar se juega la guerra.

Dios permite la guerra en su plan providencial para corregir el pecado. Las naciones “cometen” pecados. Existen los pecados sociales, las “estructuras de pecado” expresión y efecto de los pecados personales que inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. Ninguno puede considerarse inocente; todos cooperan al pecado social, de una manera u otra: participando directa y voluntariamente; ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; protegiendo a los que hacen el mal.[2]

Por eso existe un juicio de las naciones. Hay un juicio universal al final de los tiempos cuando “serán congregadas delante de él todas las naciones[3]. Pero también hay un juicio particular de las naciones. El libro de la sabiduría en el contexto de una guerra afirma la soberanía divina: “¿pues quién te dirá: por qué haces esto o quien se opondrá a tu juicio o que te llamara a juicio por la pérdida de las naciones que tú hiciste o quien vendrá a abogar contra ti por hombres impíos?[4]

La guerra es el juicio de una nación en el tiempo. Se dice la “crisis”, cuando se habla de la guerra. Esta bien utilizado el termino; pues mirando a su etimología, crisis en griego significa juicio. Es el momento que las acciones libres de los hombres llegan a sentarse en el banco de la sentencia.

La Biblia resalta la relación pecado-guerra. El Levítico enumera entre estas prácticas los incestos, el adulterio, la homosexualidad, la bestialidad y los sacrificios humanos[5]. Como más arriba se ha dicho y es una enseñanza de la Biblia que, cuando ciertos delitos se hacen costumbre publica, reclaman de Dios un castigo público. Ese castigo es la guerra.

Los pueblos son instrumentos libres en las manos de Dios para corregir a otros pueblos, para purificar sus pecados. Así, el pueblo de Israel fue instrumento contra las iniquidades de los habitantes de la Palestina. Dios permitía incluso las guerras de exterminio. Era el método de guerra en esos pueblos no menos barbaros que los actuales. Hoy Dios no quiere pero permite las armas de destrucción masiva, porque respeta las acciones libres de los hombres que las crean. El anathema, el herem consistía en la destrucción total de la ciudad con sus habitantes. Esas guerras eran realmente devastadores. El libro de los jueces relata que cuando Israel había sembrado, los pueblos vecinos subían contra él, invadiendo y devastando todo no dejando subsistencia alguna ni ovejas, ni bueyes, ni asnos[6]. Había genocidios sistemáticos. Mesha, el rey de Moab s. IX a. C. se ufanaba de su victoria cruenta contra los israelitas:  “Sitié la ciudad Cariathaim, la tomé e hice perecer todo el pueblo en la ciudad, espectáculo para Kamoch, dios de Moab.”[7] Habían bloqueos económicos o embargos armamentístico que privaban al pueblo vencido el acceso a materias primas. Así los filisteos, una vez que vencieron a Israel monopolizaron la industria del hierro para que fuera imposible a los hebreos fabricar armas y herramientas agrícolas[8].

Sin embargo, Dios atempero la brutalidad de la guerra al dar a su pueblo una legislación de trato benigno a los vencidos. Así, al enemigo que espontáneamente abría  sus puertas, se le exigía tributo[9]. En el caso de resistencia o asalto los niños y las mujeres eran perdonados.[10] También se  respetaba el pudor de las mujeres.[11] Además, se prohibía dañar los recursos agrícolas para evitar las hambrunas masivas: “Si para apoderarte de una ciudad enemiga tienes que hacer un largo asedio no destruyas la arboleda, metiendo en ella el hacha: come los frutos y no los tales, que no es un hombre el árbol del campo para que pueda reforzar la defensa contra ti.”[12]

Dios permite la guerra para que los hombres cambien, se conviertan. San Pedro dice que Dios busco la conversión durante el diluvio[13]. El libro de la Sabiduría, por su parte, muestra cuan justo fue el castigo de los cananeos, pero descubriendo, en esos mismos signos, la clemencia divina:

“Y porque aborrecían a los antiguos habitantes de tu tierra santa, que practicaban obras detestables de magia, ritos impíos y eran crueles asesinos de sus hijos, que se daban banquetes con la carne y sangre humanas, y con la sangre se iniciaban en infames orgias. A esos padres, asesinos de seres inocentes determinaste perderlos por mano de nuestros padres, para que recibiesen una digna colonia de hijos de Dios esta tierra, ante ti la más estimada de todas. Pero a estos, como a hombres, los perdonaste, y enviaste tábanos como precursores de tu ejército, para que poco a poco los exterminaran. No porque fueras impotentes para someter por las armas los impíos a los justos o para de una vez destruirlos por fieras feroces o por una palabra dura, sino que, castigándolos poco a poco, les diste lugar a penitencia, no ignorando que era de ellos el origen perverso, y que era ingénita su maldad y que jamás se mudaría su pensamiento… ¿pues quién te dirá: por qué haces esto o quien se opondrá a tu juicio o que te llamara a juicio por la pérdida de las naciones que tú hiciste o quien vendrá a abogar contra ti por hombres impíos?”[14]

C.S. Lewis en su obra Cartas del diablo a su sobrino, pone un interesante dialogo entre el tío Escrutopo, y su sobrino Orugario, aprendiz de diablo. Su tío le advierte que no se entusiasme mucho con la guerra viendo en ella un botín precioso de almas para aumento del reino tenebroso. Muy por el contrario, que sea cauto, pues, el Enemigo la puede utilizarla para su causa:

“Piensa también qué muertes tan indeseables se producen en tiempos de guerra. Matan a hombres en lugares en los que sabían que podían matarles y a los que van, si son del bando del Enemigo, preparados. ¡Cuánto mejor para nosotros si todos los humanos muriesen en costosos sanatorios, entre doctores que mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten, tal y como les hemos enseñado, prometiendo vida a los agonizantes, estimulando la creencia de que la enfermedad excusa toda indulgencia e incluso, si los trabajadores saben hacer su tarea, omitiendo toda alusión a un sacerdote, no sea que revelase al enfermo su verdadero estado! Y cuán desastroso es para nosotros el continuo acordarse de la muerte a que obliga la guerra. Una de nuestras mejores armas, la mundanidad satisfecha, queda inutilizada. En tiempo de guerra, ni siquiera un humano puede creer que va a vivir para siempre. Sé que Escarárbol y otros han visto en las guerras una gran ocasión para atacar la fe, pero creo que ese punto de vista es exagerado. A los partidarios humanos del Enemigo, Él mismo les ha dicho claramente que el sufrimiento es una parte esencial de lo que Él llama Redención; así que una fe que es destruida por una guerra o una peste no puede haber sido realmente merecedora del esfuerzo de destruirla”[15].

Dios permite la guerra para sacar enseñanzas para tomar el camino del bien y no del mal. Así, el terrible castigo de la guerra de exterminio debía servir para preservar a los hebreos, pueblo sagrado, del contagio de los malos ejemplos, pero también sirve para toda nación de todos los tiempos: “En las ciudades de las gentes que Yahvé, tu Dios, te da por heredad no dejará con vida a nada de cuando respira; darás al anatema a esos pueblos… para que no aprendáis a imitar las abominaciones a que esas gentes se entregan para con sus dioses, y no pequéis contra Yahvé vuestro Dios[16].

El sufrimiento de la guerra es universal, no hay pueblos que aun se consideren sagrado o adalid de la paz que no sufran tampoco la consecuencias de la guerra. Dios utilizo como instrumento de corrección de su pueblo a pueblos paganos[17]:

“”Y todo Israel, cuando lo sepa, tendrá miedo y dejará de cometer este mal en medio de ti. Si oyes decir que en una de las ciudades que Yahveh tu Dios te da para habitar en ella algunos hombres, malvados, salidos de tu propio seno, han seducido a sus conciudadanos diciendo: ‘Vamos a dar culto a otros dioses’, desconocidos de vosotros, consultarás, indagarás y preguntarás minuciosamente. Si es verdad, si se comprueba que en medio de ti se ha cometido tal abominación, deberás pasar a filo de espada a los habitantes de esa ciudad; la consagrarás al anatema con todo lo que haya dentro de ella; amontonarás todos sus despojos en medio de la plaza pública y prenderás fuego a la ciudad con todos sus despojos, todo ello en honor de Yahveh tu Dios. Quedará para siempre convertida en un montón de ruinas, y no volverá a ser edificada”[18].

Queda claro, por lo tanto, que no se puede acusar al Antiguo Testamento de creer en un Dios parcial que destruye a otros pueblos para favorecer a Israel. El herem no es un subterfugio para dar motivación religiosa a una egoísta expansión territorial sino que siempre está su amenaza relacionada con delitos de impiedad o apostasía, de las cuales también Israel puede ser culpable. El Dios de Israel no era un dios nacional como si lo concebían los griegos, sino que es Dios de toda la humanidad y que eligió un pueblo para cumplir sus designios salvíficos universales. Incluso cuando su pueblo no supo ver el día de la visita del Señor con la venida del Mesías, lo cual era la finalidad de ese pueblo, profetizo su destrucción total. Hecho que ocurrió cuando las tropas romanas de Tito y Vespasiano arrasaron con toda la ciudad santa.

No hay que pensar que la guerra es un decreto divino. La guerra es una consecuencia de los actos humanos por ir en contra de la ley natural, contra la justicia. La guerra es  consecuencia de las causas segundas. No respetar la ley divina natural significa ir contra Dios y la misma ley emite su juicio y castigo al no cumplirla: el pecado tiene su castigo aun en esta vida.

Por el pecado también cayo Roma, por el pecado también cayeron imperios y naciones y seguirán desapareciendo. ¿Quién es el último responsable? No se sabe, pero todos estamos implicados[19]. Todos los hombres pecaron en Adán y el salario del pecado es la muerte[20], dice San Pablo.

Mientras haya pecado, habrá guerras. La guerra es una institución permanente, de la humanidad. Son loables los esfuerzos humanos para evitar la guerra con leyes, pactos o alianzas. Pero no hay que caer en un pacifismo. La guerra estará siempre presente. Sobre todo hacia el final de los tiempos, que no son los de Francis Fukuyama, sino los del Señor de la historia, quien dice que habrá “guerras y rumores de guerra mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino[21].

Muchas veces ante este misterio teológico de la guerra los medios humanos no alcanzan. Kant en su obra “la paz perpetua”, afirmaba que mientras mas naciones se rigiesen por una constitución republicana, demoliberal las guerras se terminaran, pues el hombre habrá salido de la edad de la barbarie. No obstante, al siglo siguiente fueron justamente las naciones democráticas que entablaron las dos guerras mundiales y es la nación que se arroga ser el adalid del Estado de derecho moderno, USA y sus aliados quienes más guerras han producido.

Al comenzar cada año “los reyes de ponían en campaña”, relata el libro de Samuel[22]. Hoy se puede decir lo mismo. El hombre cree haber salido de la barbarie por la evolución cultural. Sin embargo, no es tan así. Después de las guerras mundiales se ha dado una tercera guerra mundial no al mismo tiempo, sino de a poco. La guerra fría, que no fue tal, llevo a la periferia la guerra: Corea, Vietnam, Indochina, Afganistán; en forma de guerras civiles en África y Latinoamérica. Luego, las guerras del petróleo en el mundo árabe. Es por ello sigue vigente lo que decía Benedicto XV, la guerra se ha vuelto una institución permanente de la humanidad.

Aun más, la guerra en nuestros tiempos se ha vuelto más cruel, no solo por el tipo de armas cada vez más destructivas sino por el concepto acuñado por la por la Revolución Francesa: el pueblo en armas. Dice Bertrand de Jouvenel: “la nacionalización del ejercito hace que se nacionalicen las guerras y los efectos de esta son más catastróficos.”[23]

Los hombres han elaborado a lo largo de la historia moderna un derecho internacional para evitar las guerras, pero siempre estará la soberanía de las naciones por encima de los pactos. Por eso ese derecho por más perfecto que sea, siempre será insuficiente. Con todo realismo se debe tener en cuenta que en ciertas circunstancias, la única salida es la guerra. San Agustín escribía en una carta al militar Bonifacio: “la voluntad debe querer la paz, aunque la necesidad lleve a la guerra para que Dios nos libre de la necesidad y nos mantenga en la paz. No se busca la paz para  promover la guerra, sino que se va a la guerra para conquistar la paz”[24]. Aquello también de los antiguos: Silent leges inter arma. Las leyes se silencian entre las armas. Cuando las leyes no son suficientes, ellas callan para dar lugar a la violencia de la guerra. El hombre vive en un mundo imperfecto, y mientras no haya cielos nuevos y tierras nuevas, la guerra seguirá existiendo.

La guerra es un mal muy grande, que escapa a la voluntad de una sola persona,  y donde hay tantos intereses humanos, pero como además está ligada a Dios, no queda más que la oración y la conversión.

[1] Fulton Sheen, The divine verdict, (Kenedy & Son, New York, 1943), pag. 7

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1868

[3] Mt 25,31

[4] Sab 12, 3-12

[5] Lev 18, 1-25

[6] Cfr. Jueces 6, 3-5

[7] Texto encontrado en una columna y que hoy se conserva en el museo de Louvre.

[8] Cfr. I Samuel 13, 19-20. “No había herreros en todo el territorio de Israel, porque los filisteos se decían: «Que no hagan los hebreos espadas ni lanzas.» Así todos los israelitas tenían que bajar a los filisteos para vaciar cada cual su reja, su hacha, su azuela o su aguijada.”

[9] Dt 20,10-11

[10] Dt 20,14

[11] Dt 21,19

[12] Dt 20,19

[13] I Pedro 3, 19-20

[14] Sab 12, 3-12

[15] CS Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, Carta V.

[16] Dt 20, 16-18

[17] Dt 28,49-52

[18] Dt 13,12-18

[19] Cfr. San Agustín, La ciudad de Dios, Libro I, cap. IX

[20] Rm 6,23

[21] Cfr. Mt 24,

[22] II Sam 11,1

[23] Bertrand de Jouvenel, Los orígenes del estado moderno,(Editorial Magisterio, España 1977), pág. 163

[24] San Agustín, Carta a Bonifacio, 189

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Comentarios 4

  1. julio Darío López dice:

    Gracias por estás reflexiones y es cierto todo lo que se dice de las guerras que comienza en nuestro corazón y alma por el pecado que nos quiere hacer esclavos y dominar nuestras vidas para olvidar el amor más grande que es Dios

    • Cecile dice:

      Entender la guerra a la luz del Antiguo Testamento. La conversión y la oración, los únicos recursos poderosos contra la guerra. Gracias Padre por hacernos pensar.

  2. Georgina dice:

    Que esclarecedor Padre!!
    Gracias por su reflexión!!!!

  3. Gloria dice:

    Entender la guerra y la paz a la luz de esta explicacion es algo de mucho valor. Gracias Padre Domenech

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