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Mucho se ha hablado últimamente de que los inmigrantes aportaron a nuestra esencia argentina de raíz hispana y tronco criollo, la cultura del trabajo. Además, se ha hablado del olvido del campo por parte de la clase dirigente. Entonces, me voy a referir en este breve ensayo a estos dos aspectos de la Argentina: la cultura del trabajo y la cultura del campo; su origen y también su decadencia. Argentina es un país agrícola, “El Estado geórgico”, como la llama Lugones, haciendo referencia con el nombre a las Geórgicas de Virgilio.

La cultura del trabajo y el trabajo del campo fue un aporte del europeo. Europa también civilizada por otros “conquistadores” que desarrollaron la cultura del trabajo. Europa fue construida sobre civilización de la sabiduría griega, el orden romano, el dinamismo germano y permeada por la luz y la fuerza del evangelio.

Tres penínsulas se proyectaron sobre argentina, la balcánica, la itálica y la ibérica ya cristiana. En ellas encontramos un aprecio y una reflexión sobre el trabajo y el campo, en tres autores emblemáticos: Hesiodo, Virgilio e Isidoro de Sevilla.  Hesíodo, como buen griego, reflexiona sobre las causas, por eso, elabora una filosofía del trabajo en Los trabajos y los días; el romano Virgilio, hombre práctico, se explaya en los procedimientos, las técnicas y los métodos de la agricultura. Todo esto expresado bellamente en versos. Por último, el hispánico  Isidoro, con sus Etimologias,- verdadera enciclopedia de todos los saberes entre los cuales se cuenta el trabajo del campo- recogió el saber de la cultura clásica que moría para transmitirlo a una Europa que renacía por obra de la Iglesia.

Pero son los seguidores de Benito de Nursia con su ora et labora que convirtieron a los barbaros nómades y colectores en pueblos sedentarios y agricultores y así los hicieron romanos, homo conditor, hombres arraigados a la tierra por el trabajo. Esto lo refiere el autor de Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental quien dice de los monjes: “Allá donde llegaban transformaban las tierras vírgenes en cultivos, abordaban la cría del ganado y las tareas agrícolas, trabajaban con sus propias manos, drenaban pantanos y desbrozaban bosques. Alemania se convirtió, gracias a sus esfuerzos, en un país productivo. Los monjes benedictinos fueron los agricultores de Europa; transformaron amplias zonas del continente en tierras cultivables, asociando la agricultura con la oración”[1].

El motivo de los monjes al poblar los campos con sus monasterios fue religioso, lo cual produjo concomitantemente el florecimiento del campo. Esta huida al campo del hombre es un hecho religioso, como lo remarcaba el padre McNaab al referirse a la salida del pueblo de Israel de la ciudad de Egipto al desierto en el Sinaí. Y hoy si hay muchos hombres de ciudad que huyen al campo las motivaciones son de cierto misticismo, remedo de una verdadera religiosidad como el de un encuentro con la naturaleza, una experiencia cósmica, una vida más ecológica, más sensible con la naturaleza.

En referencia al trabajo, este es un hecho cultural que parte de la familia. Y así, al restaurarse en la Europa la célula de la familia por la acción de la Iglesia, tuvo como consecuencia el florecimiento del trabajo. Dice Juan Pablo II: “Trabajo y laboriosidad condicionan a su vez todo el proceso de educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada uno «se hace hombre», entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin principal de todo el proceso educativo.”[2] Por eso en una sociedad, cuando la familia se destruye la cultura del trabajo, del cual ella es su principal artífice, sufre profundas consecuencias.

Fue incluso la Iglesia en Europa que, por la predicación de los principios cristianos de la dignidad del hombre, trajo como consecuencia una revolución de orden económico: la aparición del campesino libre. Esto está muy bien estudiado por el historiador ingles Hillaire Belloc en su obra El Estado servil, quien afirma que el cristianismo transformó siglo tras siglo, la cultura de la esclavitud, pasando por el siervo, y culminando en el campesino libre[3].

II

He trazado un poco el proceso cultural de la cultura del trabajo agrícola. Si pasamos a otros aspectos económicos y sociales, el trabajo del campo es primero en el tiempo pero también en la naturaleza de la economía. En cuanto al tiempo, la actividad rural siempre fue primera respecto a la industrial, algo moderno. Pero también es primero en cuanto a la naturaleza de la economía sea cual sea el tiempo histórico. En efecto, si no existe el trabajo del campo, los demás que se nutren de él, no pueden desarrollarse; pues la industria no es otra cosa que un transformador de lo que el campo produce.

El padre Meinvielle expresaba esta obviedad – pero hoy no hay que suponer nada y hay que remarcar lo obvio que ha sido oscurecido por el espíritu ideológico-  en un silogismo perfecto:

“Siempre será verdad que se produce para consumir. ¿Y cuáles son los primeros bienes de cuyo consumo necesita el hombre?: ¿gozar, vivir en habitación conveniente, vestirse o comer? Sin duda que primero es comer, y después vestirse, y luego tener habitación conveniente, y por fin disfrutar de honestos pasatiempos. Y como la tierra es la que casi directamente nos proporciona lo necesario para comer, vestir y habitar, y en cambio la industria nos suministra de preferencia lo superfluo, se sigue que, en un régimen económico ordenado, la producción de la tierra y sus riquezas deben obtener primacía sobre la producción industrial, la vida del campo sobre la vida urbana”[4].

Pero el campo o solar debería ser antes que nada de autoabastecimiento doméstico y luego rentable. Decía el p. Meinvielle: “Producción del campo: primero doméstica y luego mercantil”. En este mismo sentido afirmaba otro cura pensador, el padre Castellani en El poema de la Estancia criticando ese campo en pocas manos: “de estancia criolla, no déstas de lujo que se arriendan, administran y «gozan» desde París”[5].

Pero el campo no solo tiene una importancia económica sino también cultural. Unido a la perdida de la cultura del trabajo, se cuenta la pérdida del campo, no solo en cuanto productor de bienes, sino también como elemento educativo de un pueblo. Este aspecto lo remarca Werner Jaeger en su libro Paideia cuando hace referencia a la obra de Hesíodo Los trabajos y los días:

“En Hesíodo se revela la segunda fuente de la cultura: el valor del trabajo. El heroísmo no se manifiesta sólo en las luchas a campo abierto de los caballeros nobles con sus adversarios. También tiene su heroísmo la lucha tenaz y silenciosa de los trabajadores con la dura tierra y con los elementos, y disciplina cualidades de valor eterno para la formación del hombre. No en vano ha sido Grecia la cuna de la humanidad que sitúa en lo más alto la estimación del trabajo”[6].

Un país atrofiado como el de Argentina con las 2/3 partes de la población que vive hacinada en Buenos Aires y el conurbano ha perdido esa doble característica: la del trabajo y el trabajo primario. El padre Julio Meinvielle hace una filosofía de la economía en su obra Concepción católica de la economía; constataba con pena ya en la década del 30 lo que se ha agudizado en estos tiempos, lo siguiente:

“El fenómeno de los apelotonamientos humanos en las llamadas grandes ciudades, donde se pasa una vida raquítica y miserable pero colmada de diversiones, mientras los campos quedan desiertos; el de estos mismos campos, en posesión y provecho de unos pocos propietarios, que se divierten en el harén de la ciudad, mientras los colonos se consumen en los sudores que no le rinden sino miseria; y por fin, el de la explotación agrícola industrializada y mercantilízada, de suerte que no asegura la vida decente del labrador”[7].

El hombre del campo y el hombre de ciudad tienen dos psicologías diferentes. El padre MacNab OP, en su obra La Iglesia y el campo, al menos refiere tres características distintivas del hombre del campo y la ciudad:

  • Ventajas económicas de la ciudad. El campo es muy bueno para hacer riquezas, pero es malo para obtener riquezas. Los trabajadores de la tierra y sus fieles compañeros, los trabajadores manuales, aportan a la comunidad riqueza real en las cosas que cultivan o fabrican a partir de la tierra. El habitante de la ciudad, alejado de la riqueza real, se convierte en un experto en riqueza simbólica.
  • La atracción de la ciudad. El habitante de la ciudad puede dividir su vida mucho más fácil y comúnmente en trabajo y ocio; o, como dirían algunos, en trabajo y placer. En el campo no hay el mismo espacio para el ocio. Tampoco se puede distribuir el ocio con la precisión de un horario. Las bestias y el clima deben poco a los horarios. Todo esto confirma el proverbio: “El trabajo del granjero nunca termina”. Los habitantes de las ciudades se organizan para ofrecerles mil placeres en sus horas de ocio, por lo que sería anormal y divino que el habitante de la ciudad abandonara su ocio lleno de placeres por la vida cargada de trabajo en la tierra.
  • Ritmos distintos. la vida del trabajador de la tierra, al ser una relación directa con las cosas, es también un conflicto directo con la naturaleza. No es fácil para el hombre tratar con la naturaleza en todos sus estados de ánimo. Una u otra de las cuatro estaciones del año suele descubrir lo más débil de la fuerza física del hombre. Ahora bien, la vida en la ciudad tiene diez mil artimañas para anestesiar la afilada punta del colmillo de la naturaleza[8].
  • Unido a la débil naturaleza humana que prefiere la riqueza cómoda a la riqueza sacrificada, en nuestro país se denostó el trabajo gaucho y su trabajo contraponiéndolo al de la industria y el desarrollo, en aquel que sentó las “Bases” de esta argentina decadente; alentando la vida comercial del puerto a la vida y actividad del campo.Desde entonces dos argentinas la del campo y la de la ciudad se enfrentan en duelo económico y de cosmovisiones. Leonardo Castellani afirma que toda la historia argentina es estrictamente bipolar, y que son dos tipos humanos que expresan dos actitudes vitales que es el estanciero y el pulpero, luego, el mercachifle y el acopiador. Y afirmaba lo que la sana inteligencia descubre que la tienda nació para servir a la estancia y no la estancia para enriquecer la tienda[9]. No es una cuestión de partidos sino de cosmovisiones, de actitudes del espíritu y modos de ser.Este breve ensayo quiere dejar bien claro el conocimiento de los orígenes de la cultura ardua del trabajo, las causas más profundas, el trabajo primario del campo y su reconocimiento. Por su parte, no he intentado oponer la ciudad al campo ni hacer una panoplia de la vida rural, sino que me parece que es necesario la proporción, pues como decía Hesíodo en la obra de marras: “guarda las proporciones; la medida en todo es lo mejor”[10]. Es decir, que este cuerpo atrofiado que es la Argentina en su configuración social y económica, vuelva a sus proporciones normales, donde el campo conviva con la ciudad. Hoy se habla de grietas, que esta grieta se achique y que la Argentina tenga una configuración a talla humana.

 

 

[1]. Thomas E. Woods, Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, (Madrid, Ciudadela 2007), pág. 51

[2] Juan Pablo II, Laborem Excercens, 10

[3] Cf. Hillaire Belloc, El estado servil,

[4] Julio Meinvielle, Concepción católica de la economía, (Buenos Aires, Cursos de Cultura Católica 1936), pág. 12.

[5] Leonardo Castellani, Las ideas de mi tio el cura, (Buenos Aires, Excalibur 1984), pag 129

[6] Werner Jaeger, Paideia, (Fondo de Cultura Económico, Mejico 2001) pag 65.

[7] Concepción católica… pag 13

[8] Vincent McNAAB, The church and the land, (New York, Enziger 1926), pags 72-73

[9] Cfr. Las ideas de mi tio el cura, pág. 130.

[10] Hesíodo, Los trabajos y los dias, 694

 

 

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