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La castidad sacerdotal no es resignación sino ideal

El libro “Educación del celibato y la Virginidad” del Padre Miguel Ángel Fuentes presenta algunos principios fundamentales relativos a la formación afectiva de quienes aspiran a consagrarse en el celibato (no exclusiva, pero sí especialmente, los candidatos al sacerdocio célibe). Puede aplicarse , hechas las debidas adaptaciones, a religiosas, religiosos y laicos que quieran vivir un celibato libremente elegido.

El núcleo de estas páginas puede resumirse en dos afirmaciones. La primera: la formación para el celibato debe ser objeto de una educación explícita. La segunda: formar en el celibato es educar la capacidad de abrazarlo libremente.

Ante todo, en la formación hay que tener explícitamente en cuenta la preparación de la afectividad célibe. Es un error considerar este aspecto como innecesario, o dejarlo librado a la iniciativa del formando: “el celibato, como don de Dios, no puede observarse si el aspirante no está convenientemente preparado.

Es igualmente erróneo reducirla a una enseñanza general impartida por medio de conferencias. Ciertamente hay que brindar, en charlas periódicas, los principios fundamentales de la educación (la afectividad, la naturaleza del celibato y de la castidad, la correcta comprensión del celibato en la vida presbiteral y consagrada, etc.). Pero hay que aceptar que esto no basta por sí solo. Cencini subraya el yerro de quienes piensan que “es suficiente transmitir algunos ideales sobre la madurez afectiva y sobre la intimidad con Cristo (mediante lecciones, ejercicios, charlas, etc.) para que el joven se vuelva maduro y haga su opción por el celibato”, y anota: “Se maravillan o molestan cuando el joven sacerdote, ex seminarista o clérigo «sereno y sin problemas» en el tiempo de formación, o la joven religiosa, que en su formación inicial no había manifestado nunca el problema afectivo, entran en crisis al primer fuerte impacto sentimental”.

               Porque la formación en la castidad no puede ser puramente “instructiva” y “generalizada” sino que exige un trabajo individual y personalizado, especialmente a través del diálogo con los formadores (en particular en la dirección espiritual). Debe consistir en una formación a la vez intelectual, volitiva y afectiva. E incluye afrontar explícita, aunque delicada y prudentemente, el tema de la castidad: “esta formación requiere siempre la apertura de la intimidad, en particular de la inmadurez afectiva, superando el lógico pudor en darla a conocer. En consecuencia, no bastan solo explicaciones generales en grupo, sino que debe transmitirse especialmente en forma individualizada, «a medida de cada personalidad» sin sobrentender que por ser candidato al presbiterado ya se conoce o se ha examinado suficientemente. Por medio de conversaciones y preguntas certeras conviene llevar al candidato a enfrentarse consigo mismo, descubriendo, en el examen de sus experiencias más personales, sus posibles dificultades afectivas, a veces complejas, conocerse, darse a conocer y dominar de modo inteligente y coherente la energía y las facultades de la persona”.

Esto debe ser encarado con prudencia suma, porque el forjar la afectividad y la castidad no ha de equivaler, de ningún modo, a focalizar la formación en este plano. Si dejar librada la formación de la afectividad a la iniciativa del formando es peligroso, no menos lo es sobredimensionar estos temas produciendo una especie de obsesión por ellos.

Educar en el celibato consiste en formar la capacidad de elegir el celibato.

En efecto, para que el celibato pueda ser vivido plena y serenamente debe ser elegido por sí mismo y no tolerado o simplemente aceptado como condición para acceder al sacerdocio: “Se permanecería en una continua inmadurez si el celibato fuese vivido como «un tributo, que se paga al Señor» para acceder a las sagradas Órdenes, y no más bien como un don, que se recibe de su misericordia, como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres”[1].

Para vivirlo como una expresión de amor a Jesucristo, debe ser abrazado y querido por sí mismo: “El celibato, elegido «por el reino de los cielos», como es precisamente el sacerdotal, es un estado de amor; solamente es posible para quien lo ha integrado en su vida espiritual. Se trata de una elección exclusiva, perenne y total del único y solo amor de Cristo, a fin de realizar una participación más íntima de su suerte, en una lógica luminosa y heroica de amor único e ilimitado a Cristo Señor y a su Iglesia”

(Cf. Prólogo del libro)

[1] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 59.

 

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