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Hace ya varias décadas, escribía con su pluma vibrante el inolvidable Don Orione:

“¡Más fe! ¡Hermanos no seamos espíritus acobardados: tengamos fe, más fe!

¿Qué cosa nos falta un poco a todos, a todos nosotros, en este tiempo, para lanzarnos, en el nombre de Dios y en unión con Cristo, a salvar el mundo y a impedir que las gentes se alejen de la Iglesia? ¿Qué es lo que nos falta para que la caridad, la justicia, la verdad, no sean vencidas y no vuelvan al seno de Dios, maldiciendo a la humanidad, que habrá rehusado dar su fruto?

¡Nos falta la fe! Si tuvieseis fe al menos como un grano de mostaza, ha dicho el Señor, vosotros moveríais las montañas y nada os sería imposible (Mt 17,20). ¡Fe, hermanos, más fe!

¿Quién de nosotros cree que se puedan mover las montañas, convertir las naciones, hacer predominar la justicia en el mundo, hacer resplandecer la verdad ante el espíritu humano, unir toda la tierra en la caridad de Cristo? ¿Dónde están estos creyentes?

¡Más fe, hermanos, hace falta más fe! Falta la fe en aquellos que es necesario salvar, y la fe falta, a veces –¡ah, con cuánto dolor del alma lo digo!–, falta o languidece mucho la fe dentro mío y también en algunos de nosotros que queremos o creemos que queremos iluminar y salvar las multitudes.

Seamos sinceros. ¿Por qué no siempre renovamos la sociedad, por qué no siempre tenemos la fuerza de arrastrar a los hombres? ¡Nos falta la fe, la fe ardiente! Vivimos poco de Dios y mucho del mundo: vivimos una vida espiritual tísica; falta en nosotros esa vida de fe y de Cristo que lleva dentro suyo toda la aspiración a la verdad y al progreso social; que penetra todo y todos, y va hasta los más humildes trabajadores. Nos falta aquella fe que hace de la vida un apostolado fervoroso en favor de los desdichados y de los acongojados, como es toda la vida y el evangelio de Jesucristo. La oración que es necesario hacer es ésta: ¡Oh Señor, acreciéntanos la fe!”.

Debemos, pues, aumentar nuestra fe. Pero ¿cómo?

Ante todo, la fe debe cuidarse. Hoy en día, en muchos casos podríamos contentarnos con que no se pierda la fe, o no disminuya. El espíritu del mundo es un atentado constante contra nuestra fe. Debemos vigilar. La fe es un don. Se hace indigno de este don el que no lo valora y lo arriesga. ¡Cuidado con el espíritu mundano!

La fe es un acto de la inteligencia, movida por la voluntad y elevada por la gracia. Un acto, pues, de la persona en su totalidad. Por la fe Abraham salió de su tierra; por la fe los mártires dieron su vida… ¡Por la fe! La fe es la vida entera. Cuando la Sagrada Escritura habla de la fe, nunca hace referencia a la sola inteligencia. La fe es lo que mueve el corazón entero hacia Dios. Muchos cristianos creen que tener fe es una cuestión que compromete solo la mente, al tiempo que se puede tener el corazón en otra parte. No es así. La fe ¡exige coherencia! Uno debe “vivir su fe”, es decir, acomodar sus criterios y sus actos a la fe que profesa. ¿Tiene fe una persona que cree en la Misa pero no asiste ni siquiera los domingos, o que manda a sus hijos sin acompañarlos? ¿Tiene fe una persona que cree en la confesión pero no se confiesa? ¿Tiene fe una persona que cree que Jesús está en la Eucaristía, pero no pasa jamás media hora adorándolo? No diremos que no tiene fe… quizá tenga, pero esa fe se parece a la vida de los agonizantes.  ¡Coherencia! Sin coherencia se nos muere la fe.

La fe es una realidad viva. Y las realidades vivas se nutren y crecen; de lo contrario se agotan y mueren. Si yo tengo un cuadro colgado en mi casa, el cuadro no necesita de mí. Está allí y va a seguir allí aunque yo no le pase ni el plumero. Porque el cuadro es una realidad “muerta”. En cambio, si tengo un loro o un perro no los puedo tratar como al cuadro. Les tengo que dar de comer y de beber. Si los alimento viven y crecen; si los abandono se mueren. La fe es una realidad viva. Muchos cristianos la reciben en el bautismo y la dejan colgada como la medallita que les regaló el padrino. Pero la medallita que llevamos al cuello es solo un símbolo hecho en material muerto; en cambio la fe es un ser vivo. ¡No esperemos encontrarla viva después de muchos años de olvido! ¿Alimentamos nuestra fe? El alimento de la fe es la oración, la meditación de la Sagrada Escritura, la liturgia, las gracias que se reciben en los sacramentos. ¡Que la fe no se nos muera de hambre!

Y la fe es, como hermosamente le dijo Jesús a la Samaritana, un agua viva que salta hasta la vida eterna. Es “agua viva que salta”. La fe, como el agua, es algo que salpica, que salta, que moja a quienes están alrededor. ¿Cómo salta la fe? La fe salta del corazón del hombre hacia afuera mediante las obras. Santiago decía: “yo por mis obras te mostraré mi fe; la fe sin obras está muerta”. La fe quiere actuar. Necesita expresarse. Haciendo obras de fe, es como si canalizáramos la fe. Y ocurre con ella como con los manantiales: cuando los destapo brota más y más agua; no se agotan; siempre sale más agua. Cuando exteriormente hacemos obras que provienen de la fe, la fe no se agota, sino que crece cada vez más.

¿Cuáles son las obras de fe? El Cardenal Newman dijo una vez: son aquellas obras que yo hago justamente porque tengo fe, y si no tuviera fe, no las haría ni loco. Esas son las obras propias de la fe. Son las que más agradan a Dios. Eso es lo que hicieron los mártires. También son las que hacen todos los que viven en plenitud la misericordia. Cuántas veces escuchamos cosas como: “¿ustedes se dedican a cuidar enfermos que ni siquiera conocen, y queman su juventud en eso? ¡están locos!”. ¡No es locura, es fe! Hacemos estas cosas porque tenemos fe. Hay muchas otras cosas, incluso buenas, que yo haría incluso si no creyera en Dios. Pero hay cosas que solo se pueden hacer si uno cree en Dios. ¡Esas tenemos que hacer, porque son las acciones vivas de la fe; y es en medio de esos actos que ella crece y salta hasta la vida eterna!

Queridos amigos, pidamos crecer en nuestra fe. Es el don más precioso que Dios nos ha dado. Digamos siempre:

¡Señor, aumenta nuestra fe! ¡Señor, haz que seamos capaces de mover montañas!

Porque estamos en un momento en que los montes parece que van a derrumbarse sobre los que quieren permanecer fieles a Dios.

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