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Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El

Dom Columba Marmion

Nuestra santidad no es más que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.

Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?

Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.

Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.

Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, “quien a mí me ve, ve a mi Padre”» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la revelación de Dios.

Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios.

Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).

«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve, ve a mi Padre».

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Comentarios 1

  1. María Victoria Cano Roblero dice:

    Gracias Padre porque atravez de tu hijo encarnado me invita a conocerte e imitarte día a día. Pido que aumente mi fé y así poder cumplir tu voluntad en mi.

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