Reformar a los buenos se reduce a sacar a un alma de la medianía, de una cierta fidelidad, de una cierta generosidad, y lanzarla a banderas desplegadas por el camino del sacrificio y de la abnegación…
Cuando ha habido épocas de mucha decadencia espiritual
y ha habido que hacer una reforma del mundo,
la reforma la han hecho los buenos
que primero se han reformado a sí mismos.
a) Lo más urgente y decisivo
La obra más urgente y más trascendental -me atrevo a decirlo con franca sinceridad- es la reforma de los buenos. Sin esa reforma seguiremos siendo bronce que resuena y címbalo que clamorea. Con esa reforma, los trabajos que se hacen por remediar los males del mundo tendrán una eficacia incontrastable y -permitidme que lo diga- hasta creadora. No es problema de mayorías ni minorías, no es problema de masas ni de selecciones; es problema de reforma, y reforma de buenos, como lo ha sido y lo será siempre.
Nos afanamos por reformar a los malos, a los que están lejos de Dios, y, en cambio, no nos preocupamos de reformar a los buenos, es decir, a los que ya han comenzado a servir al Señor. Miren: una de las cosas más hermosas que se pueden hacer en la santa Iglesia es precisamente “el reformar a los buenos”.
El mayor bien que se puede hacer al mundo es reformar a los buenos. Reformar a los buenos se reduce a sacar a un alma de la medianía, de una cierta fidelidad, de una cierta generosidad, y lanzarla a banderas desplegadas por el camino del sacrificio y de la abnegación, por la práctica heroica y crucificadora de las virtudes perfectas. Cuanto más corrompido esté el mundo, más fuerza apostólica se necesita, y la fuerza del apostolado es la de la santidad, la que se obtiene con la mudanza de los buenos.
Cuando ha habido épocas de mucha decadencia espiritual y ha habido que hacer una reforma del mundo, la reforma la han hecho los buenos que primero se han reformado a sí mismos.
b) El Evangelio, programa único para la reforma de los buenos
La reforma de los buenos tiene su orientación y su programa en las palabras del Evangelio. Lo demás será descaminado, o secundario, o superficial.
Para que os buenos sean mejores hay que abandonar esos caminos que conducen hacia poniente, hacia donde fenece la luz, y volver los ojos a oriente, adonde la luz se hace cada vez más radiante. Como hacían los fieles en los siglos de martirio al borde de la fuente bautismal. El oriente adonde estaban fijos los ojos de san Pablo era Cristo crucificado.
El mejor modo de reformar y hasta de reformar a los demás es seguir a Jesucristo. no temer las persecuciones y mirar al Calvario como una gloria. Nadie puede vencer a quien se enamora de veras de la cruz de Jesucristo. La mejor manera de promover reformas en sí y en los demás es someterse por ellas a las persecuciones, y especialmente a la famosa persecución de los buenos, con humildad de corazón, con espíritu de sacrificio y con puro amor de la santidad.
Pensar que la reforma cristiana del mundo ha de consistir en aparatosas exterioridades, es una equivocación. La reforma cristiana del mundo ha de ser de otra manera: que entre el espíritu de Cristo en las almas; ésa es la reforma.
En épocas relajadas, cuando la reforma es necesaria a todas luces, debe comenzarse por reformar a los ministros del Santuario. Así hizo la santa Iglesia en el concilio de Trento. Y esto no solamente no rebaja la dignidad sacerdotal, sino que más bien la eleva y acrisola. Sobre todo, es esto lo que quiere Cristo nuestro Señor, y lo que nos enseña con su ejemplo cuando comienza por el templo la reforma fundamental del pueblo escogido. Sólo un concepto mundano de la dignidad sacerdotal o una prudencia más carnal que evangélica puede sostener lo contrario.
c) Las resistencias a la reforma de los buenos
En las colectividades de buenos se reforma a veces una mentalidad que parece caridad y es relajación. No es fácil declararla, porque andan en ella muchas cosas que no todos captan. La primera es un como afán de que se ignoren las faltas comunes más visibles, como si el bien de la colectividad consistiera en repetir que todo anda bien. De aquí procede un espíritu sutil de soberbia colectiva y de ficción. Los que se afanan con buen celo por que las faltas se corrijan, son imprudentes, porque hablan de ellas, y dicen que no aman a la colectividad, porque no repiten que todo está bien. A veces se prefiere relajar los criterios que reconocer las relajaciones. Que oigan a la colectividad reconocer sus miserias, que la vean corregirse; esto se tiene por un desdoro desedificante, y, en cambio, se tiene por edificante que la vean celar lo que no puede celarse para que los demás no vean lo que tienen que ver.
d) Los santos reformadores
¡Qué misterioso espíritu el de los santos reformadores! Se tienen por miserables, los más miserables de los hombres, y se lanzan a reformar; prevén que de todos los puntos del horizonte avanzarán agresivos contra ellos los enemigos de la reforma, y no se intimidan ni cejan; se ven convertidos, a fuerza de intrigas, maledicencias y pretericiones, en barreduras del mundo y en deshecho de todos (1Cor 4, 16), y repiten los reformadores aquello de san Pablo: De muy buena gana gastaré de lo mío y me gastaré a mí mismo entero por vuestras almas, siquiera, amándoos más, sea menos amado (2 Cor 2, 15); palpan que el espíritu de reforma les cierra muchas puertas, les arrincona, les deja sin arrimo, y desde su rincón desamparado y solitario, donde saborean la dicha de vivir en la verdad, hacen resonar el grito de reforma hasta en los vericuetos más lejanos de la relajación. Aun en los momentos más trágicos de la lucha les alumbra el heroísmo de la fe y el de la esperanza contra toda esperanza. Se apoyan sólo en Dios.
Una cosa son los santos reformadores y otra los arbitristas de la reforma. Estos aturden con mil invenciones peregrinas, señuelos de incautos y frívolos, mas ni siquiera tocan a las raíces del mal. (…)
Los imperfectos tienen una condescendencia infinita para las relajaciones y un antagonismo irreductible contra la perfección cristiana. Ven impasibles, con arrumacos y regodeos de complicidad, la decadencia espiritual; pero saltan como tigres enfurecidos contra quien hable de perfección. No lo pueden sufrir.
P. Alfonso Torres