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María (es) la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia[1].

María es modelo de vocación. Ella ante el llamado divino supo responder con una disposición total. Cuando el ángel, enviado de parte del Señor, la llamó para ser su Madre, ella con su “hágase” respondió a Dios y comenzó a formar parte de la obra redentora, obra, a la cual, era llamada por el mismo Dios. La vocación de María es sublime pero su esencia es la misma que toda vocación: una invitación que parte de Dios a una persona que es elegida para una misión que Dios le encomienda. En el caso de la Virgen esa vocación fue correspondida con un “sí” y se concretó en ella el plan eterno de Dios. La vocación de María es modelo de toda vocación. Cuando cada uno de nosotros es llamado, y Dios a cada uno de nosotros nos llama para un estado de vida, nuestra respuesta debe ser afirmativa y con tal disposición que entreguemos todo nuestro ser a la realización de la misma como lo hizo María.

María es ejemplo de vocación matrimonial ya que ella formó una familia en donde creció el Divino Niño Jesús. Junto con su esposo San José afrontaron todas responsabilidades que requiere un buen matrimonio y en él cada uno cumplió la función que le correspondía ayudándose mutuamente para perseverar en la unión con Dios y en la crianza y educación de Jesús. Ambos afrontaron juntos las vicisitudes que les deparó la obra redentora y cada uno cumplió en ella el lugar correspondiente con total entrega.
María también es ejemplo para la vida consagrada por la total entrega a Dios y a su obra redentora. Todos los consagrados estamos llamados a trabajar como María en la obra de redención de los hombres, pero debemos aprender de ella a entregarnos totalmente, en cuanto a todo el ser y a la entrega única, sin otra búsqueda supletoria, por la salvación de los hombres.

Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia para la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente[2].
Y si queremos imitar a María en su fidelidad a la vocación tenemos que vivir íntimamente unidos a ella. Es importantísimo marianizar nuestra vida.

Para ello es preciso, en primer lugar, hacer todo por María, lo cual nos indica el medio, y tal es la fusión de intenciones. Nada hay que la Madre de Dios se reserve para sí, sino que en todo nos dice y enseña, como a los servidores de Caná, haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

En segundo lugar, hay que hacer todo con María, en lo cual se expresa la compañía y el modelo que debe guiar “todas nuestras intenciones, acciones y operaciones”, puesto que Ella es la obra maestra de Dios. Aquí, pues, se nos muestra lo que debemos imitar. Si el Apóstol decía: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1), ¡con cuánta mayor razón podrá afirmarse esto de la Virgen, en quien ha hecho maravillas el Todopoderoso, cuyo Nombre es santo! “Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por lo que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles […] levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes”.

En tercer lugar, es necesario obrar en María, vale decir, en íntima unión con Ella, y con esto se muestra la permanencia y unidad que ha de darse entre el consagrado y la Madre de Dios. El que ama está en el amante: tal es la propiedad del amor ardiente, que tiende de suyo a una mutua compenetración, cada vez más profunda y más sólida. De este modo se imita al Verbo Encarnado, que quiso venir al mundo y habitar en el seno de María durante nueve meses, y se hace efectivo su mandato y donación póstuma: Dijo al discípulo: He aquí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27).

Finalmente, es preciso hacer todo para María. La Santísima Virgen, subordinada siempre a Cristo según el designio eterno del Padre, debe ser el fin al cual se dirijan nuestros actos, el objeto que atraiga el corazón de cada consagrado y el motivo de los trabajos emprendidos. María es “el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a Cristo”[3].

Todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”.

P. Gustavo Pascual, IVE.

[1] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis nº 82
[2] Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus nº 35
[3] Directorio de Espiritualidad, IVE.

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