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«… Así se hubiera destruido la salvación, que viene por la cruz.

Mas como era en verdad el Hijo de Dios, no bajó.

De haber tenido que bajar, desde el principio no hubiera subido a ella.

Pero como convenía que por este medio se obrase la salvación,

soportó su crucifixión, sufrió otros muchos dolores,

y perfeccionó su obra…»

 (Teofilacto)

“¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”

Hace casi 2000 años estas palabras se pronunciaron contra Jesucristo con talante irrisorio e indeciblemente humillante, mientras agonizaba a cambio de nuestra salvación. El pueblo de aquel entonces, restringido y ciego, esperaba un mesías político y guerrero, un libertador que batallara contra la opresión y devolviese al pueblo elegido[1] al pedestal que le correspondía, por ser la nación favorecida con las promesas de salvación. Sin embargo, apareció este “mesías pacífico”, este orador austero y peregrino, un hombre ciertamente diferente, pues predicaba con autoridad[2] y corroboraba su doctrina con milagros[3], pero que jamás había empuñado más arma que un sencillo látigo –y hecho de cuerdas- para expulsar a unos mercaderes que negociaban irreverentemente en el templo[4]; de hecho la noche precedente había reprochado con severidad al discípulo que, armado con una espada, pretendió defenderlo[5]: no, no podía ser éste el anhelado “mesías libertador”; y como estaba consiguiendo adeptos[6] y alborotando al pueblo[7] parecía no haber más opción que darle muerte[8]. La razón: Jesús de Nazaret, el hijo de José[9], los había defraudado; pues vino a ofrecer un reino que se conquista con la propia sangre y al cual se asciende por la cruz. Pero ¿qué manera de reinar es ésta?; en este reinado de Jesús «… todo se volvería sobre sí, como unas alforjas de cuyo fondo se tirase hacia afuera; en ese reino extraño, los pobres serían los bienaventurados; los pacíficos, virtuosos; los mansos, héroes; los humildes, dioses…»[10], es decir, toda aquella gran locura que proclamó desde el curioso púlpito del monte, aquellas Bienaventuranzas[11] imposibles de armonizar con la humana lógica de aquel entonces que esperaba con ansias al gran caudillo combatiente. Sin embargo, Jesús no era más que una especie de carpintero-pseudoprofeta, cuya incipiente y novedosa invitación de seguimiento parecía sucumbir junto con Él mientras pendía de la cruz…, ¿quién es este hombre tan diferente a todos los demás?…, aunque tal vez aún quede una mínima y agonizante esperanza… sí, ¡que baje de la cruz, a ver si tiene tal poder, y quizás creerán en Él!: ésta era la perversa mofa que dirigían al Hijo de Dios aquellos a quienes había decepcionado con su reinado de humildad y sencillez.

Ahora, en cambio, la historia es diferente. Muchos han abrazado la fe y el reinado del Verbo encarnado; ya muchos son los hombres y mujeres que conforman el cuerpo místico en unidad de sacramentos, de culto, de deseo de bienaventuranza, etc., hoy por hoy, en anuncio del Evangelio va extendiéndose por el mundo y permanece siempre firme la santa madre Iglesia, nacida del costado abierto de Jesucristo, y así permanecerá hasta el fin de los tiempos puesto que cuenta con la promesa del mismo Redentor como garante: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[12].

Sin embargo, así como las promesas mesiánicas se han cumplido fielmente en Jesucristo, así también es innegable que las palabras que Él mismo nos ha revelado acerca de los últimos tiempos por fuerza han de ser también cumplidas, pues no todo aquel que le diga “Señor, Señor[13], entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que cumpla, a ejemplo de Él, la voluntad del Padre celestial[14], ya que también es cierto que el humo de satanás ha impregnado a no pocos cristianos, teniendo como triste consecuencia el hacer eco de aquella ponzoñosa burla que debió haber quedado sepultada en el calvario y, en cambio, cobra nueva vida en los corazones y en los labios de estos “creyentes impregnados del humo de satanás”: “¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”. Pero el tono de estas palabras en estos “creyentes ahumados” de hoy es peor, y mucho más terrible que el de aquellos que ni siquiera llegaron a reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios; pues en éstos se han transformado de una cruel mofa, en una abominable “exigencia”; he aquí la gangrena espiritual que terminará consumiendo lo poco de cristianismo, de fe en el mesías, que quede en los corazones infestados de ella…, a menos que arranquen de sí lo que haya que arrancar y recuperar el maravilloso tesoro de la fe que recibieron en su bautismo: no se puede militar bajo dos banderas[15], o se es vasallo del gran rey[16] o del príncipe de las tinieblas[17], porque nadie puede servir a dos señores[18], y eso es justamente lo que pretenden exigir a Jesucristo estos ahumados de hoy, “que baje de la cruz”, ¿por qué? sencillamente porque saben que a Él hay que imitar. Pero, si Él bajara de la cruz, tal vez se podría hacer alguna especie de convenio con el mundo, ser menos rígidos, estrictos, transar en algún aspecto… ¡pero no!, Jesucristo no descendió de la cruz sino que desde ella entregó su espíritu al Padre[19] y sólo en ella quedaron consumadas todas las cosas, porque que justamente en este momento Jesús comenzaba su triunfo[20], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde vence la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta; es decir, que allí y sólo allí, realmente todo está consumado[21].

De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo [22]y da la vida eterna a sus ovejas[23]; pero esta vida sin fin debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[24]

¿Quiénes son éstos que exigen “que baje de la cruz”?, pues los que quieren seguirlo sin fatigas; los que suben con Él al monte y lo escuchan con agrado pero no quieren acompañarlo al desierto; los que lo reciben con palmas[25] pero no son capaces de abogar por Él en el gran pretorio de este mundo; en definitiva, los que quieren llegar al paraíso pero buscando otro sendero que no sea el de la cruz, porque no están dispuestos a crucificarse también con Él, a diferencia de aquellos que quieren verdaderamente ser sus discípulos y saben que para ello es necesario cargar con la cruz[26].

¡Que baje de la cruz, porque no queremos subir con Él!, dicen, en definitiva, los que aman poco o nada a Jesucristo, porque el amor de éstos está mutilado, ya que el amor sin sacrificio es como el pez sin el agua; ¿cuánto más podrá seguir viviendo?

¡Que baje de la cruz!, he aquí la arenga oficial de la rebelión contra la cruz y contra el Crucificado porque verle así, clavado, es un reproche del amor de Dios no correspondido por quienes, hoy en día, dicen creer en Él pero rechazan el sacrificio y la renuncia a los criterios terrenales, aquellas “normas de vida” que provocan la verdadera muerte del alma, totalmente opuestas a esta muerte en cruz que engendra eternidad; reproche que se vuelve insoportable para quienes no están dispuestos a completar en sí mismos lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia[27] -mas no para quienes le corresponden también con cruz-;  Y así afirman estos rebeldes, con sus vidas, ante el Cordero de Dios traspasado:

¡Que baje de la cruz!, porque servir a un Dios crucificado es vergonzoso para un mundo en el cual el hedonismo rompió las cadenas de las pasiones, ¿por qué, en cambio, dejarlas clavadas en el madero?, ¡oh, qué difícil, cuando no impracticable!;

¡Que baje de la cruz!, porque la cruz pasó de moda y a la moda no se la ha de crucificar, a menos que se quiera ser un anticuado mojigato, completamente fuera de este tiempo moderno en el cual ya no queda espacio para la cruz, porque es hora de cambiar… y no precisamente el cambio de vida que exige el Evangelio.

¡Que baje de la cruz!, porque la cruz reclama un corazón completamente indiviso, y no está dispuesta a compartir sus realidades celestiales con el polvo de la tierra, antes bien, prefiere “mancharse” con la sangre de un Cordero…;

¡Que baje de la cruz!, porque aquellos sus brazos de madera transversales, que parecen fundirse con el horizonte, reclaman un perdón absoluto, sin medias tintas ni ambages, contraste terrible entre la dadivosa misericordia divina y los condicionamientos de los hombres, perdón que pretende ceñir: ¡hasta a los propios enemigos![28];

¡Que baje de la cruz!, que descienda de aquella atalaya misteriosa que atrae a todos hacia Él[29], a la vez que pone de manifiesto más aun nuestros pecados; testigo y coprotagonista de la única expiación agradable al Padre eterno;

¡Que baje de la cruz!, pues ella contradice, como sus maderos, los humanos propósitos con los inescrutables designios divinos…

En resumen, “que baje de la cruz”, que la abandone, que cambie de estandarte y deje de predicarla para que, entonces y sólo entonces, lo veamos y creamos.

Pretender que Jesucristo baje de la cruz es pretender que no beba el cáliz[30] que le ha sido preparado, pues esos pensamientos no son los de Dios[31] sino los de los hombres, porque bajar de la cruz hubiese sido no otra cosa más que “el gran fracaso de toda la obra de la redención”, el triunfo maléfico de satanás y la perenne derrota de los hombres por el pecado. Pero Jesucristo no bajó de la cruz, sino que cargado de nuestros pecados subió al leño[32] y con su perseverancia hasta la muerte reconcilió todas las cosas[33], nos devolvió las llaves de los cielos y nos dejó un ejemplo para que sigamos sus huellas[34]. No, Jesucristo no descendió de la cruz como quieren que haga los de fe anémica; y de la misma manera sigue llamando desde ésta su cátedra a todos aquellos que, fieles a Él, a sus mandatos, a su doctrina, a su santa Iglesia, estén dispuestos a conquistar también con Él el Reino de los cielos, y, si es necesario, también entre azotes, o con clavos, o con corona de espinas, ¡pero siempre con la cruz!, pues no es el discípulo mayor que el maestro[35] y si afirmamos con sinceridad ser sus discípulos, por fuerza hemos de tener también crucificada nuestra carne[36] y nuestro espíritu en la siempre paternal voluntad de Dios, pero, eso sí, ¡también hasta el final!

“¡Que baje de la cruz!”, es el lema que se leerá hasta el fin de los tiempos, escrito con pusilánime desesperanza, en el estandarte de la apostasía, porque como a Jesucristo no se lo puede separar de la cruz a la que está voluntariamente asido, entonces apostatar de la cruz es apostatar también de Él. En cambio, muy distintas son las palabras que se leen en el estandarte de la cruz, pues sus caracteres han sido escritos con sangre divina y acentuados con una misteriosa misericordia que invita constantemente a tomar parte de aquellos inscritos en el libro de la vida[37], es decir, aquellos que no protestan contra la cruz sino que, según la generosa invitación del Maestro, proclaman en sí mismos la perenne inscripción e impronta de la Victoria del Hijo de Dios sobre el pecado y sobre la muerte: Quien quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame[38]… ¡pero sin mirar atrás una vez que haya tomado el arado![39]; pues, así como no se pueden subir las escaleras sin pisar los escalones para llegar a la terraza, así tampoco se puede entrar en el Reino de los cielos si no se asciende, con perseverancia, por la cruz, lo cual es como decir: ¡que no baje de la cruz!, que si allí se queda –afirman los verdaderos discípulos-, a fuerza de fe, de amor y de esperanza, creeremos nosotros firmemente en Él; y, así, toda nuestra vida exclamaremos junto con el poeta:

…¡Cuerpo llagado de amores

yo te adoro y yo te sigo!

Yo, Señor de los señores,

quiero partir tus dolores

subiendo a la Cruz contigo[40]

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

A.M.D.G.

[1] Cf. Dt 7,6; Jos 24,22; 1Sam 10,24; Is 43,20; etc.

[2] Cf. Mt 21,23; Mc 1,27; Lc  4,36

[3] Cf. Mt 21,15; Mc 6,12; Lc 19,37.

[4] Cf. Jn 2,15

[5] Jn 18,10-11 Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: “Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?”

[6] Cf. Jn 11,48

[7] Lc 23,2

[8] Mt 26,4

[9] Cf. Lc 4,22

[10] José María Pemán, La navidad de Pemán, EDIBESA, Madrid 2007, pág 40.

[11] Mt 5, 1 y ss.

[12] Cf. Mt 16,18

[13] Cf. Mt 7,21

[14] Ídem.

[15] San Ignacio de Loyola: “… El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Christo llama y quiere a todos debaxo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debaxo de la suya.” (E.E. nº137)

[16] “… quánto es cosa más digna de consideración ver a Christo nuestro Señor, rey eterno, y delante dél todo el universo mundo, al qual y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria.” (San Ignacio de Loyola, en: E.E Nº 95)

[17] Cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11; Ef 2,2;

[18] Lc 16,13  “Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro…

[19] Cf. Lc 23,46

[20] San Alberto Hurtado, La  búsqueda de Dios, Las virtudes viriles pp. 50-56.

[21] Jn 19,30

[22] Cf. Jn 1,29

[23] Cf. Jn 10,11

[24] Jn 3,16  “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

[25] Cf. Mt 21,8-11

[26] Cf. Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23; Lc 14,27.

[27] Cf. Col 1,24

[28] Cf. Mt 5,44; Lc 6,27; 6,35.

[29] Cf. Jn 12,32

[30] Cf. Mt 26,42

[31] Cf. Mt 16,23

[32] Cf. 1Pe 2,24

[33] Cf. Col 1,20

[34] 1Pe 2,21

[35] Lc 6,40

[36] Cf. Gál 5,24

[37] Cf. Ap 3,5

[38] Mt 16,24

[39] Cf. Lc 9,62

[40] José María Pemán, “Ante el Cristo de la Buena Muerte”.

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