(Una invitación a la generosidad con Dios)
LA RENUNCIA
a) Enseñanza fundamental
La enseñanza fundamental de todas las enseñanzas espirituales es la enseñanza de la renuncia.
Los momentos de las renuncias son momentos críticos y decisivos para las almas.
Si las renuncias tienen fuerza santificadora, es porque piden cosas que el mundo no juzga prudentes, cosas que el mundo considera intempestivas. Por eso hay que atropellarlo todo, hay que renunciar a todo; lo único a que no podemos renunciar nosotros es ni a un ápice de la virtud ni de la voluntad de Dios; todo lo demás, por grande y por santo que sea, lo podemos y lo debemos renunciar cuando el Señor lo pide.
b) Toda renuncia es paso hacia Dios
El alma nunca se acerca tanto a su Dios como cuando se renuncia; cada renuncia es un paso que se da hacia Dios. Acontece lo que a Moisés cuando entró en la nube: que le perdieron de vista los hombres y él estaba hablando con Dios.
“Sal fuera”. Es una palabra definitiva; en cuanto el alma cumple, lo tiene todo hecho. Es la palabra con la que el Señor llamó a Abraham para que saliera de su pueblo y de su parentela y es la palabra que dirige a cada una de las almas que Él llama para que se le entreguen; porque este salir es un salir de todo, absolutamente de todo: salir de las creaturas, de las cosas de la tierra, para vivir en el Cielo; allá debe tener todos sus amores.
En el momento en que el alma queda desasida de todo lo creado por una verdadera renuncia, se encuentra unida a Dios y llena de Dios. Por consiguiente, todo el secreto para santificarse un alma es ese: que se desprenda de todo.
c) La doctrina del perfecto despojo
Hay que llegar al despojo completo y total para que no quede en nuestra alma otra cosa que el escueto, puro y limpio cumplimiento de la voluntad divina.
Cuando parece que por medio del despojo se va a sumir a las almas en un abismo desolador, lo que hacen es salir a campo abierto, sentir la libertad de los hijos de Dios, encontrarse en su centro, que es el cumplimiento de la voluntad divina.
El profundo despojo, la radical desnudez del corazón, que una austeridad tan sincera le procuró, produjo en el Bautista dos efectos: el primero, la iluminación divina, pues en las almas desprendidas de esta suerte, entra la divina luz a raudales; y el segundo, la fortaleza del amor, pues tanto más fuerte es el amor cuanto más exclusivamente se pone en Dios. Por eso san Juan penetró el misterio de Cristo hasta lo más hondo, y probó su fortaleza hasta con la suprema del martirio. No es mera frase retórica la que dice que el desierto es la fragua donde se templan los aceros de las almas heroicas.
Cuando huimos de nosotros mismos, vivimos en Dios; cuando nos despojamos de las cosas creadas, poseemos a Dios; cuando nos apartamos de las cosas de la tierra, nos acercamos a los Cielos.
Si el alma no se vacía a sí misma, no logrará la perfección.
d) Labor ardua, pero necesaria
Para morir a las cosas temporales se necesita un ejercicio de renuncia, y cuanto más generoso sea ese ejercicio de renuncia, más pronto morirán las almas a las cosas temporales.
Salir de sí mismo es ardua cosa y son pocos los que lo consiguen. Aun las almas que han hecho otras renuncias difíciles viven a veces apegadas a su yo y lo dejan ver. Competencias quisquillosas, susceptibilidades ridículas, ocupación de sí mismo, jactancias encubiertas, tenaz afición a las adulaciones y alabanzas y otros indicios semejantes, dejan ver con frecuencia que vivimos apegados a nosotros mismos. Almas hay que parecen adornadas de todas las virtudes por la vida que llevan, y como pátina mugrienta que todo lo afea, se buscan con mal disimulada sutileza en todo y siempre, empañando con esta impureza las virtudes que practican.
LA ENTREGA TOTAL
a) La totalidad recíproca de la entrega
Dios no se da por entero sino a quien se le da por entero.
Cuando el alma se da del todo a Dios, todo se llena, todo florece, todo alienta, todo es paraíso. Por eso, el alma que sube del desierto sube rebosando delicias.
El Señor, como tiene por norma darse del todo a quien se le da del todo, al ver a un alma que se entrega con la entrega definitiva de la humildad, se le da Él del todo. Y ¿quién es capaz de describir lo que significa ese dársenos Dios?
b) Darlo todo
Quien no se decide a darlo todo, ¡no adquiere la perla preciosa!, ¡aunque de mucho! La adquisición de esta perla lo exige todo, lo reclama todo.
¡Darlo todo! Es una palabra que nosotros solemos repetir y cuyo contenido no tiene límites. Quien la cumplió fue Jesucristo, que se dio sin límites, sin la menor reserva, sin una evasiva, sin un encogimiento. Lo nuestro lo podemos dar y lo podemos sacrificar siempre. El cuchillo de la inmolación será uno o será otro, pero siempre lo tenemos a mano. Todo lo podemos inmolar, y lo que importa es que, cuando tratemos de inmolación, cuando tratemos de darnos, nos demos como Cristo se dio: no con ruindad, sino con grandeza de alma; no en lo estrictamente necesario, sino en todo lo posible; no con el corazón encogido, sino con el corazón palpitante de celo y de amor; sin medir, sin mirar, sin ponderar lo que damos; felices de dar. Y así, podemos dar nuestra honra, podemos dar, digámoslo con una sola palabra, nuestro corazón entero, centro de nuestra vida y resorte supremos de ella, porque, cuando el corazón esté puesto donde estaba el Corazón de Jesús, que es en darse del todo, acabaremos dándonos del todo.
Dios no se contenta con sacrificios parciales, sino que reclama el sacrificio total, el sacrificio íntegro del hombre. Al pedirle el mayor de los bienes que el hombre tiene en este mundo, como es la vida, en ese bien está pidiendo cuanto el hombre es y cuanto el hombre tiene.
No es un lenguaje reservado a un corto número de iniciados el lenguaje que empleamos cuando decimos: “hay que darse del todo a Dios”, “hay que vivir del todo para Dios”, “hay que ser completamente de Dios”; es para todos, y esta palabra, que parece que impone una obligación demasiado grande para nuestras fuerzas, es más bien un premio que se nos otorga. Esas cumbres divinas de la perfección, esas alturas de la virtud para unirnos a Jesucristo y para ser suyos, son también para nosotros, para cada uno de nosotros, por miserables y pequeños que nos encontremos al mirar nuestra ingratitud para con Dios y nuestra infidelidad.
c) Por el Reino de los Cielos
Es una labor muy ardua desnudar el corazón de todo lo que le pertenece, pero por la posesión del Reino de los Cielos hemos de dar todo lo que poseemos, hasta lo más íntimo; hay que darlo todo.
Hay que venderlo todo para comprar con ese precio el Reino de los Cielos. O lo que es igual: hay que renunciar a todo a cambio del Reino de los Cielos. ¡Cuántas veces, después de haber vendido lo que valía más, lo que tenían algún peso, lo que era de alguna monta, al tener que vender luego una bagatela a que tenemos apegado el corazón, fracasamos, y, después de tantos sacrificios, tropezamos en una tontería, en una cosa insignificante!
Siempre que se atraviese en nuestro camino el servicio de Dios o la ofensa de Dios, nosotros tenemos la obligación de sacrificarlo todo, hasta la propia vida. Solamente Dios tiene derecho a hablar así a los hombres. Y el Señor, que no podía descubrir de una manera clara y terminante su propia divinidad, porque no estaban dispuestos los espíritus para oír una verdad tan profunda, las va descubriendo con las señales que dio en el santo Evangelio; la descubre especialmente pidiendo estos sacrificios que solamente Dios puede pedir.
Hemos de hacer las renuncias sin creer que hacemos nada excesivo, sin creer que hacemos nada grande; con aquella disposición que pide el Señor cuando dice que, después de haber hecho todo lo que tenemos que hacer, hemos de confesarnos siervos inútiles.
d) Las santas exageraciones del amor
En la vida espiritual hay una palabra que puede hacer mucho bien y mucho mal. Me refiero a la palabra exageración. Las exageraciones pueden hacer mal. Las personas extremosas por temperamento se pueden dejar ir a excesos que no están conformes con la verdadera norma de la virtud. Pero, al mismo tiempo, el miedo a las exageraciones puede cortar las alas al alma y encerrarla dentro de los límites de una raquítica medianía.
Los santos no se aterraron ante las exageraciones. Sabían que la medida del amor de Dios es amar sin medida, y sin medida se entregaban al servicio de la virtud. Si de exageraciones hemos de hablar, hemos de decir, sin hipérbole, que el más exagerado entre todos los santos es el modelo de ellos, Cristo nuestro Señor. Su vida es un continuo exceso de amor.
El amor, cuando es muy grande, por su naturaleza tiende a esas cosas que llamamos exageraciones, y entonces el cuidado de la dirección espiritual no debe ser reducir el alma a la medianía en el ejercicio de la virtud, sino vigilar con espíritu sobrenatural y con prudencia divina las mociones del alma, permitiéndole todo lo que Dios nuestro Señor le pide. Nunca lo que pide el Señor es una imprudencia, ni un exceso reprensible, ni una exageración.
No son tiempos de poner freno a las generosidades de la virtud, sino de fomentarlas. Vivimos tiempos de lamentable decadencia espiritual y sería obra doblemente diabólica. Hora es de que se acaben las imitaciones lejanas y las copias borrosas, las aspiraciones mínimas y aun las mediocres y empecemos a vivir con toda su plenitud la vida que Jesús trajo a la tierra, enardeciéndonos los unos a los otros con la palabra y con el ejemplo.
e) Generosidad sin límites
A veces, la disposición íntima del corazón es de deseos insaciables de hacer algo por la gloria de Dios. Cuando hay esa disposición interior, el alma no solamente no tiene miedo a que Dios pida cosas, sino que no puede sufrir el que no pida algo, el que no pida más. Cuando la disposición del corazón es la contraria, cuando dan en rostro los excesos de amor, cuando se tiende a amortiguarlos en las almas, bien se puede pensar que el amor de Dios decae.
Empañamos la gloria de nuestro Padre cuando, en vez de ser generosos y poner los ojos y el corazón en la perfección de la virtud, vivimos una vida floja y rastrera, y, en vez del amor desbordado con que deberíamos amarlo, todos son distingos, cortapisas, tacañerías y miserias.
¿Por qué hemos de contentarnos con lo menos, cuando podemos conseguir lo más? ¿Anda loco el mundo tras los bienes terrenos con desenfrenada codicia, y no hemos de ir nosotros tras los eternos con amor insaciable?
¿Dónde están las almas que estén dispuestas a eso? Almas con veleidades abundan, pero que lleguen a término no con soberbia, sino con la humillación; almas que se resuelvan a darlo todo, las encuentra rara vez el amor de Jesucristo.
Comentarios 1
Gracias a Dios y a Ud. Padre Alfonso.
Esta lectura me invita a profundizar una revisión de vida mucho más profunda y a no creer que es suficiente el llamado, si no se da todo! Cada instante, cada pensamiento, cada situación, cada parte de mi ser. Pido a mi Madre Santísima de su dulce compañía para que me lleve de la mano y me enseñe y guié por el perfecto abandono y así poder la perfecta entrega.
Amén gracias por su compartir.