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Francesco Forgione, nació en Pietrelcina, Italia, en el seno de una humilde familia, el 25 de mayo de 1887; fue el cuarto de ocho hijos. A los 5 años tuvo la primera aparición del Sagrado Corazón de Jesús, y tiempo después comenzaron las de la Virgen, que perduraron siempre. A esa edad le asaltaron los envites del diablo, que no cesaron de atormentarle a lo largo de su existencia. Su ángel de la guarda, cuya presencia se le hizo patente, le fue asistiendo en su misión. Fue un niño silencioso, disciplinado, tímido, sensible y estudioso.

Devotísimo de Jesús y de María, se las ingenió para que el sacristán le permitiese acudir al Sagrario cuando el templo estaba cerrado. Era pequeño cuando por su mediación sanó un niño que tenía malformaciones y al que su madre, desesperada, arrojaba contra el altar. Ingresó con los capuchinos en 1903. La víspera se le apareció la Virgen acompañando a su divino Hijo, quien le animó en el paso que iba a dar poniendo la mano sobre su hombro. En otras visiones terribles de sesgo diabólico había contemplado los sufrimientos que le esperaban, y Cristo le confortó asegurándole que estaría junto a él hasta el fin del mundo. También María le consoló.

Se ordenó en Benevento en 1910 con este sentimiento: «Que yo sea un altar para tu Cruz. Un cáliz de oro para tu sangre». No gozó de buena salud. De pequeño había estado a punto de morir de fiebres tifoideas, y aún así llevó una vida austera, de grandes ayunos y penitencias. Poco después de ordenarse, muy enfermo tuvo que regresar a Pietrelcina para reponerse.

Fue de convento en convento y sirvió en filas; seguía sin mejorar. En 1912 este fraile de fuerte carácter y cierta rudeza, pero de inmenso corazón, percibió los primeros signos de los estigmas y, aún fugazmente, el amor místico. En 1916 partió a San Giovanni Rotondo con idea de pasar un tiempo, pero permaneció allí el resto de su vida. En agosto de 1918 experimentó la transverberación, sintiéndola como un dardo de fuego que se le clavaba en el corazón, y en septiembre los estigmas, «visibles y sangrantes» que nunca cesaron.

Había recibido el don de aglutinar en torno a sí a personas que demandaban su consejo espiritual; no las decepcionó. Asistió a todas a través de exhortaciones, diálogos y un sinfín de cartas que cursó hasta que fue vetado por las autoridades eclesiásticas que examinaban concienzudamente su caso. Y es que en 1918, al quedar al descubierto las llagas de Cristo que había recibido en sus manos, pies y costado izquierdo, comenzó otro calvario uniéndose los combates contra el diablo que arremetía contra él casi de continuo. A cada uno se nos concede la gracia que nos basta. Al P. Pío no le faltó tampoco en medio de la estrecha vigilancia a la que fue sometido, sobre todo entre los años 1922 y 1923. El Santo Oficio dudaba de la «sobrenaturalidad de los hechos» y ello le acarreó no pocos sufrimientos.

No pudo oficiar misa públicamente ni remitir escrito alguno, de modo que no pudo responder a las misivas que iban llegando al convento. Los numerosos fieles que acudían a sus misas, que duraban horas y en las que mostraba su profunda adoración al misterio del sacrificio del Redentor, no pudieron acompañarle. En 1931 la situación empeoró. La orden dictada era estricta; se redujo a la celebración privada de la misa. Dos años más tarde cesó esta restricción y en 1934 pudo confesar. Atrás quedaba una década de reclusión en su celda, soportando interrogatorios entre las sospechas de sus hermanos, de miembros de la Santa Sede, médicos y otros.

Entretanto, se multiplicaron las conversiones en torno al santo que había llegado a pasar 16 horas diarias en el confesionario; tenía una lista de espera de varios días porque la gente quería ser dirigida por este sacerdote que reprendía con dureza las faltas de amor. Ello se debía a su ofrecimiento, por la intensísima pasión por lo divino que inundaba sus entrañas: «Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo?. Yo no soy capaz de algo que no sea tener y querer lo que quiere Dios». En 1940 proyectó la «Casa Alivio del Sufrimiento», inaugurada en 1956. En 1960 fue objeto de nuevas prohibiciones; en 1964 las levantaron.

Murió el 23 de septiembre de 1968, de madrugada, sentado en su celda y repitiendo incesantemente: “Jesús, María; Jesús, María.” Tenía ochenta y un años de edad. A sus funerales, que se celebraron tres días más tarde, asistieron más de cien mil personas.

El cuerpo del Padre Pío fue bajado a la cripta, que se había preparado unos meses antes, con esa finalidad, exactamente debajo del altar mayor del Santuario de Nuestra Señora de las Gracias y que había sido bendecida a las 11 de la mañana del día 22 de septiembre, víspera de su muerte, al mismo tiempo que la primera piedra del monumental Vía Crucis que recorre varios cientos de metros por las estribaciones del Monte Gargano.

Años más tarde el 2 de marzo del 2008 el cuerpo de San Padre Pío fue exhumado y posteriormente sometido a un “reconocimiento canónico”. A pesar de la descomposición parcial, los restos todavía conservaban el pelo y la barba.

El Arzobispo local, Mons. Domenico D’Ambrosio, supervisó el trabajo de exhumación, declarando a la prensa que el cuerpo estaba “bien conservado”. “Se veía claramente la barba, la parte superior del cráneo, las rodillas, el mentón perfecto y el resto del cuerpo bien conservado”, señaló y destacó que las manos y las uñas estaban perfectas.

Asimismo, precisó que no había “señal algunas de los estigmas”, que aparecieron a finales de 1911 y desaparecieron poco antes de su muerte.

El nuevo hábito con el que se le vistió, fue confeccionado por las hermanas clarisas de clausura de San Giovanni Rotondo, aunque los guantes son los mismos que llevaba el Padre Pío y usaba para cubrir los estigmas en las palmas de las manos.

Actualmente el cuerpo de San Pío de Pietrelcina es venerado por miles de devotos venidos de todo el mundo, en el nuevo Santuario dedicado a el, en San Giovanni Rotondo.

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