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El Evangelio nos habla una vez más, por medio de parábolas, acerca del Reino de los Cielos, el cual comienza siempre como algo pequeño dentro del alma, como un grano o semilla que poco a poco comienza a crecer y desarrollarse hasta terminar con proporciones inimaginables, es decir, con consecuencias que van mucho más allá de toda fuerza humana, de nuestra naturaleza y de toda posible capacidad del ser humano, pues consiste en la eternidad, la dicha sin fin, el gozo imposible de ser arrebatado en el Paraíso, pero que se va preparando en esta vida por medio de nuestras obras: sumando las buenas, reparando las malas, y creciendo con esfuerzo en las virtudes.

San Gregorio Magno trae un breve y excelente comentario que vale totalmente la pena, el cual simplemente nos limitaremos a ejemplificar un poco más para iluminar su gran valor y verdad. El santo dice así: “…el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto.

Ahora vamos por partes:

  • el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón:

Un alma en pecado grave no posee en su interior la semilla de la eterna felicidad, porque en un alma así Dios no puede habitar, porque el pecado le echa afuera; pero cuando comienzan a entrar en ella las buenas intenciones, la semilla ha sido sembrada y solamente el pecado la puede hacer morir, pero si la fecunda al cuidarla y afianzando su buena voluntad, ésta comienza a desarrollarse a través de los designios divinos de santificación.

  • duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras:

En estas palabras podemos entender aquel fruto tan hermoso surge de toda buena conciencia, de toda buena voluntad y toda santa determinación de progresar en nuestra vida espiritual, y nos referimos a la paz interior que habita y perfuma la existencia de los buenos corazones; una paz que además de ser fruto es manifestación de las buenas intenciones de quienes desean hacer realmente lo correcto y buscan descubrir y abrazar la santa voluntad de Dios, por eso confían y esperan recibir de Dios la recompensa a sus esfuerzos en la vida espiritual.

  • se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad:

Una verdad sobrenatural que surge de la misma confianza en Dios de la que hemos hablado más arriba, verdad que se fundamente en la fe verdadera, profunda y operante, que sabe abrirse paso hacia la santidad tanto entre los gozos como entre las cruces, y, es más, aprovecha de éstas últimas para realizar sus purificaciones necesarias para seguir adelante siempre progresando. Estas son las almas que aman con sinceridad y acompañan a nuestro Señor tanto en la gloria del Tabor como en la soledad del Calvario.

  • Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido:

Esto es propio de la humildad sincera, es decir, la que habita en el alma que no se anda preocupando de sí misma ni de su actual grado de perfección ni nada de eso, de lo cual ni se entera, porque su única ocupación en hacerse cada vez más pequeña, más simple, más sencilla, para agradar a Dios lo más que pueda, mientras va disfrutando de sus dones y atenciones.

  • Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga:

Con esto el santo nos habla acerca del desarrollo de la vida espiritual, el cual implica crecimiento, maduración, y, por supuesto, frutos, los cuales serán -como bien sabemos., del 30, del sesenta o del ciento por uno según la medida de nuestra generosidad y amor a Dios. En esta metáfora el alma llega a ser espiga por sus buenas obras y fidelidad al plan divino, espiga que si aprende a morir, como lo enseña Jesucristo, morir cada día un poco, ciertamente ya se ha encaminado por la santificación que de ella espera Dios.

  • en fin, -dice el santo-, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto: es decir, cuando el alma ya se ha asentado en la bondad de sus acciones, cuando ya ha llegado a poseer el hábito de hacer el bien y el hábito de huir del mal; y ya se encuentra colmada de buenas obras, las cuales ahora desea transformar de buenas en santas, para dar así más y más frutos hasta el día final, el día de la siega, donde Dios recompensará definitivamente con su gloria a todos aquellos que hayan perseverado hasta el final, habiéndole permitido culminar en sus vidas el Reino comenzado en el interior de cada corazón que haya decidido aceptarlo.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de llevar a buen término esta semilla que Dios desea ver desarrollarse hasta el final en cada uno de nosotros.

P. Jason, IVE.

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Comentarios 1

  1. Carina Acosta dice:

    Me gustó mucho el artículo, quisiera si tienen más que traten el tema de morir a nosotros mismos , que tanto cuesta , muchas gracias

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